Read Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta Online
Authors: Chrétien de Troyes
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«Jamás vi tal caballero, ni hay ninguno que a él pueda igualarse. ¿No ha realizado un gran prodigio al cruzar por aquí por la fuerza?
—Querido hermano, por Dios, apresúrate —dijo el mayor a su hermano— hasta encontrar a nuestro padre, e infórmale de esta aventura.»
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Pero el más joven se resiste y jura que no irá a decírselo; que no se apartará de aquel caballero hasta que le dé el espaldarazo y lo arme caballero a él. Que su hermano vaya a dar el mensaje si tiene tan gran interés.
De modo que continúan la marcha los tres en grupo. Hasta que ya sería la hora nona, al atardecer, cuando encontraron a un hombre, que les pregunta quién son. Responden:
«Caballero somos, que a nuestros asuntos vamos».
El individuo se dirigió al caballero de la carreta, que le pareció ser el señor y jefe de los otros dos:
«Señor, me gustaría albergaros a vos y a vuestros dos compañeros también».
Él contestó:
«No me sería posible retirarme a un albergue a esta hora. Pues infame es quien se demora o a su gusto reposa, cuando ha acometido tan gran empresa como la mía. Tamaña es la que yo persigo que aún por largo tiempo no tomaré hospedaje».
Replicó después el hombre:
«Mi mansión no está aquí cerca, sino a una gran distancia en adelante. Podéis venir a ella con la seguridad de que recibiréis albergue a una hora justa, pues será muy tarde cuando allí lleguéis.
»—Entonces —contestó— allí iré».
De ese modo se ponen en ruta; el hombre por delante, para conducirlos, y ellos tras él por el camino llano. Después de cabalgar así por largo espacio, salió a su encuentro un escudero; que se dirigió a ellos a toda marcha, a gran galope sobre un rocín grueso y redondo como una manzana. Dijo el escudero al huésped:
«¡Señor, señor, venid a toda prisa! Que las gentes de Logres se han lanzado en son de guerra contra los del país. Ya ha comenzado el combate, la revuelta y la tumultuosa pelea.
»Corre el rumor de que en esta comarca se ha infiltrado un caballero que ya ha combatido en numerosos lugares; y no se puede contener su avance ni su paso adonde quiere dirigirse. Franquea el paso, sea quien sea el que lo impida.
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Así murmuran todos en la región que va a liberarlos a todos y que derribará de poder a los nuestros. Ahora pues, apresuraos, os lo aconsejo».
Entonces el hombre se va al galope. En tanto que ellos se regocijan mucho, apenas oyeron la noticia. También quieren socorrer a los suyos. Y dice el hijo del vavasor:
«Señor, oíd lo que dice ese servidor. Vayamos para ayudar a nuestras gentes que ya pelean con los del lugar».
Mientras tanto el hombre se va, apresurado y sin aguardarlos. A toda prisa se dirige hacia una fortaleza que se alzaba sobre una colina. En rápida carrera llegó hasta la entrada y ellos tras él a golpe de espuela.
El castillo estaba rodeado en torno por un alto muro y un foso. Apenas hubieron penetrado en el recinto, allí dejaron caer una puerta tras sus talones para impedirles salir de nuevo. Gritan ellos:
«¡Vamos, adelante, que no nos detendremos aquí!».
En pos del hombre en raudo pasar llegan hasta el portón de salida, sin que nadie se lo impida. Pero apenas el hombre lo hubo traspuesto dejaron caer tras él una puerta levadiza.
Quedaron muy irritados cuando se vieron encerrados allí dentro, pues temían encontrarse con un encantamiento.
Pero aquél de que os relato la historia tenía en su dedo un anillo, cuya piedra tenía la virtud mágica de vencer la prisión de cualquier encantamiento, una vez que el caballero la mirase.
Pone el anillo ante sus ojos, mira la piedra y dice:
«¡Dama, dama, así Dios me proteja, ahora tendría gran necesidad, si podéis, de vuestra ayuda!».
Aquella dama era un hada que le había dado el anillo y le había criado en su niñez.
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Tenía en ella gran confianza, de que en cualquier lugar que se encontrase, le aportaría ayuda y socorro.
Pero bien, se apercibe por su invocación y por la piedra del anillo, de que aquí no se trata de un encantamiento, sino que se asegura de que están sencillamente encerrados y atrapados. Entonces llegan ante una puerta con una poterna estrecha y baja sujeta con una barra. Sacan a la vez sus espadas. Tanto la baten los tres a golpes que al fin la quiebran.
Cuando salieron de la torre contemplan ya comenzada la batalla en la cuenca de los valles, muy extensa y feroz. Bien podría haber mil caballeros entre los de un bando y del otro además de la muchedumbre de villanos.
A medida que avanzaban hacia el llano de los prados el hijo del vavasor, joven sensato y apercibido, tomó la palabra:
«Señor, antes de que lleguemos allá, nos convendría, creo, que alguien fuera a informarse y saber de qué lado combaten nuestras gentes. Yo no sé de qué parte acuden, pero iré a enterarme, si queréis.
»—De acuerdo —dijo él—. Id pronto y regresad pronto, como importa».
Se va en seguida y en seguida vuelve, diciendo:
«Hemos tenido buena fortuna, pues he reconocido con certeza que los nuestros son los de este lado».
Entonces el caballero, al dirigirse hacia el tumulto, se encuentra con un caballero que avanza hacia él, y contra éste justa. Tan fuerte lo hiere, hincándole la lanza por un ojo, que lo abate muerto. El más joven de los hijos del vavasor desmonta, se apodera del caballo del caído y de sus armas, y se reviste con premura del arnés. Apenas estuvo armado, sin demorarse, sube a caballo, y agarra el escudo y la lanza, que era grande, tensa y pintada de colores. Al costado se había ceñido la espada, cortante, luciente y clara.
A la batalla acude tras de su hermano y de su señor. Éste se mantuvo admirablemente en la pelea durante largo rato, de tal modo que quebró, hendió y despedazó escudos, lanzas y yelmos.
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Ni la madera del escudo ni el hierro de la armadura protege a quien él alcanza de caer malherido o muerto a los pies del caballo. Tan fuertemente luchaba él solo que por doquier ponía en fuga al enemigo. Y muy bien le secundaban sus acompañantes detrás.
Así que los de Logres se asombraban de no reconocer al caballero y preguntaron sobre él a un hijo del vavasor. Respondió éste a sus repetidas preguntas:
«Señores, él es quien nos librará del exilio y de la enorme desventura a que por largo tiempo habíamos sucumbido. De modo que le debemos hacer gran honor, ya que, para sacarnos de prisión, ha cruzado tantos pasos peligrosos y tantos ha de cruzar aún. Mucho ha hecho y mucho le queda por hacer».
Nadie dejó de sentir la alegría, apenas oyó la noticia, que se propagó hasta que fue contada a todos. Todos la oyeron y se enteraron. Con la alegría que tuvieron les creció la fuerza, y se esmeran tanto que matan buen número de enemigos. Y les inflingen grandes pérdidas. Me parece que más por la obra única de un solo caballero que por el grupo entero de los demás. De no haber sido por la cercana noche todos los contrarios se hubieran retirado en derrota total. Pero llegó la noche tan oscura que tuvieron que retirarse. Al momento de la separación, todos los cautivos, como de común acuerdo, se reunieron en torno al caballero. Por todas partes le asían del freno y le decían:
«¡Bien venido seáis, bello señor!».
Todos repetían:
«¡Señor, por mi fe, hoy os albergaréis en mi casa! ¡Señor, por Dios y por su nombre, no busquéis posada en otro lugar!».
Todos claman lo mismo, porque todo el mundo, tanto el viejo como el joven, quieren darle albergue. Y dice uno y otro:
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«Estaréis mejor en mi hospedaje que en cualquier otro».
Esto lo dice cada uno alrededor de él. Y se lo arrebatan pronto el uno al otro, ya que todos quieren tenerlo consigo. Y a punto están de pelear por tal motivo.
Entonces les dice él que se pelean sin motivo y con gran necedad:
«¡Dejad —dice— esta riña que no os conviene a vosotros ni a mí! No está bien la disensión entre nosotros, cuando uno a otro debería ayudar. No os toca pleitear sobre la tarea de albergarme, sino que debéis acordaos para hospedarme, en mayor beneficio de todos, en tal lugar que esté junto al camino que he de seguir».
Todavía dicen uno y otro de mil modos:
«¡Será en mi casa!
»—¡No, en la mía!
»—Aún no habláis en razón —dice el caballero—.
»A mi parecer, el más sabio de vosotros está loco, por lo que os he oído embarullaros. Deberíais ayudarme a avanzar y pretendéis desviarme. Si todos vosotros por turno uno tras otro me hubierais colmado de honores y servicios, tantos como pueden hacerse a un humano, ¡por todos los santos a los que se reza en Roma!, no le estaría yo más agradecido por todos los beneficios recibidos, cuanto lo estoy ya por tal intención. Así Dios me dé contento y salud, esa atención me emociona tanto como si cada uno me hubiera colmado ya de honores y beneficios. ¡Qué la intención remplace a la realización!».
Con tales palabras los contiene y apacigua a todos. Lo conducen luego a la casa de un caballero de calidad, dándole escolta por el camino. Todos se esfuerzan por servirle. Le honraron y agasajaron toda la noche hasta que se retiró a dormir. Pues lo estimaban todos mucho.
Por la mañana, cuando llegó la hora de partida, todos quieren marchar con él. Cada uno se le presenta y ofrece su persona.
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Pero a él no la place ni acepta que ningún otro le acompañe, a excepción, únicamente, de los dos que había traído consigo. Éstos, y no más, le seguían.
Aquel día cabalgaron desde la mañana al caer del sol sin encontrar aventura. Cabalgaban en muy rápida carrera cuando muy tarde salieron de un bosque. Al salir contemplaron la mansión de un caballero. A sus puertas estaba sentada su esposa, que parecía ser una dama distinguida.
Tan pronto como ella pudo verlos se levantó y salió a su encuentro. Les saluda con rostro alegre y contento, con estas frases:
«¡Sed bien venidos! Quiero que aceptéis mi hospedaje. Contad con este albergue; descended.
»—Señora, cuando lo ordenéis, desmontaremos con vuestra venía. Durante esta noche pues, aceptaremos vuestro hospedaje».
Ponen pie a tierra. Al desmontar la dama da órdenes de que retiren sus caballos, pues tenía abundante personal en su casa. Convoca a sus hijos e hijas, y todos acuden a su llamada en seguida, muchachos corteses y apuestos, caballeros, y bellas jóvenes. La dama encarga a sus hijos que quiten las monturas a los caballos y les den forraje. Ninguno lo tomó a mal, sino que lo hicieron muy a gusto. Ordena desarmar a los caballeros; sus hijas se aprestan a quitarles la armadura. Desarmados quedan, y luego les ofrecen dos cortos mantos para cubrirse los hombros. En la casa, que era muy bella, los introducen a continuación.
Pero el castellano no estaba en el interior, sino en el bosque, y con él estaban dos de sus hijos. Con que llegó después, y la gente de su casa, muy bien acostumbrada, salió a darle la bienvenida. Al momento desatan y descargan la caza que traía, mientras le informan diciendo:
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«Señor, señor, no sabéis que tenéis como huéspedes a dos caballeros.
»—¡Dios sea loado!», les responde.
El caballero y sus dos hijos dispensan también una festiva acogida a sus huéspedes. A la vez la gente de la casa no se quedaba ociosa, sino que hasta el menor allí se aprestaba a hacer lo que debía hacerse. Unos corren a apresurar la cena, otros a alumbrar las antorchas. Luego las encienden. Aportan la toalla y las palanganas y ofrecen el agua de lavarse las manos. No se muestran avaros de tal ofrecimiento. Todos se lavan y van a sentarse. Nada de lo que se veía en el interior de la casa era de mal gusto ni entristecedor.
Al primer plato sobrevino un acontecimiento inesperado: se presentó ante la puerta un caballero más orgulloso que un toro, que ya es una bestia muy orgullosa. Venia armado de la cabeza a los pies sobre un corcel. Con una pierna fija en el estribo manteníase erguido, mientras que había colocado la otra, por equilibrio o por jactancia, sobre el cuello del caballo de larga melena. Figuráoslo aproximarse en tal postura, de modo que nadie se apercibió de él, hasta que se puso delante de ellos y dijo:
«¿Quién es ése, quiero saber, que tanta locura y vanidad rebosa, y que tan vacía tiene de seso la mollera, que llega a este país, con la pretensión de cruzar el Puente de la Espada? Para nada ha venido a fatigarse. Para nada ha perdido sus pasos».
El aludido, sin amedrentarse, le responde con tono seguro.
«Yo soy quien quiere atravesar el puente.
»—¿Tú? ¿Tú? ¿Cómo osas pensarlo? Antes hubieras debido meditar, antes de emprender tal intento, a qué fin y a qué meta podrías llegar. Debiste haberte acordado de la carreta en que montaste. No sé yo si tienes vergüenza por haber montado en ella, pero sí que nadie que estuviera en sus cabales hubiera acometido tamaña empresa, después de haberse cubierto de esa infamia.»
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A lo que le oyó decir no se digna responderle una palabra. Mas el señor de la casa y todos los demás se asombraron, con razón, en extremo:
«¡Ah, Dios! ¡Qué gran desventura! —se dice a sí mismo cada uno—. ¡Maldita sea la hora en que se inventó y se construyó la primera carreta! ¡Bien vil y despreciable es el trasto! ¡Ah, Dios! ¿De qué fue acusado? ¿Y por qué fue puesto en carreta? ¿Por qué pecado? ¿Por qué delito? Ahora le será echado en cara todos los días. Si estuviera libre de tal reproche, en toda la extensión del mundo, no se encontraría un caballero tan avezado a la proeza que se pudiera comparar con él. Quien al punto los reuniera a todos no vería entre ellos caballero tan hermoso y tan gentil, si dijera la verdad».
Esto decían en común. Mientras el recién llegado volvió a tomar la palabra orgullosamente:
«Caballero, tú que vas al Puente de la Espada, escúchame: Si quieres, pasarás el agua muy ligera y suavemente. Yo te haré navegar al otro lado del agua en una nave, muy de prisa. Pero sí quiero exigirte peaje; cuando te tenga en la otra orilla, te cortaré la cabeza, si así lo quiero, o no. Estarás a mi merced».
Él le replica que no pretende lograr tal infortunio. Que su cabeza en esa aventura no quedará expuesta a un necio arbitrio.
El otro replica de nuevo:
«Puesto que no quieres hacer lo que te digo, tendrás que salir aquí afuera para combatir conmigo cuerpo a cuerpo. ¡Sea a quien sea la derrota y el duelo!».
El caballero responde, por seguirle el juego: