Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (14 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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BOOK: Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta
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Los otros no saben qué más decirle, sino que de compasión lloran y suspiran el uno y el otro sonoramente. En tanto él a traspasar el abismo como mejor sabe se apresta y hace muy extrañas maravillas: que sus pies y sus manos desviste de armadura. Desde luego que no ha de llegar sin heridas e indemne a alcanzar el otro costado.
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¡Bien se mantendrá sobre la espada, que más afilada estaba que una hoz con las manos desnudas y descalzo! Porque no se ha dejado sobre los pies ni calzas ni antepiés. No se preocupaba en absoluto por llenarse de heridas en pies y manos. Antes prefería llagarse que caer del puente y darse un baño en el agua de la que jamás saldría.

Entre el gran dolor que le causaba el paso, avanza con enorme destreza. Manos, rodillas y pies se ensangrienta. Pero pronto le conforta y cura Amor que le conduce y guía, de modo que dulce le era el sufrimiento. Con manos, pies y rodillas se ayuda con tanto esfuerzo que llega al otro lado.

Entonces se acuerda y rememora los dos leones que allí había creído ver cuando estaba al otro lado. Por allí los busca su mirada: no había ni siquiera un lagarto ni cosa alguna de temer. Eleva la mano ante su rostro, contempla su anillo y así prueba, al no ver a ninguno de los dos leones que creyera vislumbrar, que ha sido objeto de un encantamiento. Allí no había ningún ser vivo.

Y los que quedaron en la otra ribera, al verlo así victorioso del paso, dan tales muestras de alegría como se puede suponer. Pero ignoran sus padecimientos. Él, sin embargo, considera gran provecho no haber sufrido mayor daño. Enjuga la sangre que brota de sus heridas envolviéndolas con los paños de su camisa.

Entonces ve ante él una torre tan fuerte como nunca en su vida había visto ninguna. La torre no podía ser mejor.

Acodado en una ventana estaba el rey Baudemagus, que era muy sutil y agudo para todo honor y virtud, y quería, por encima de todo, guardar y mantener la lealtad. Y su hijo, que hacía todo lo contrario por capricho todos los días, puesto que le agradaba la deslealtad y jamás se había cansado ni aburrido de cometer villanía, traición ni felonías, estaba a su lado apoyado.
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Desde allá arriba habían visto al caballero pasar el puente con su gran esfuerzo y enorme dolor. De ira, de disgusto había Meleagante demudado su color. Bien advierte que ahora le será reclamada la reina. Pero era caballero tal que no temía a hombre alguno, por muy fuerte ni fiero que fuera. No hubiera mejor caballero de haber sido fiel y no desleal; pero tenía un corazón de madera, tan sin dulzura y sin compasión.

Lo que le alegraba y daba gozo al rey, dejaba al hijo lleno de pesar. El rey sabía bien de cierto que el que había cruzado el puente era mucho mejor que ningún otro; que no hubiera osado cruzar el puente nadie cuyo interior albergase perversidad, que causa más baldón a los propios que honor les proporciona la proeza. Pues no puede tanto la proeza, como la perversidad y la pereza, porque es verdad, no lo dudéis en nada, que es más fácil hacer el mal que el bien.

Sobre estas dos cosas os diría largamente, si me demorase en ello; pero me encamino a otro tema, que retorno a mi asunto. Así oiréis cómo alecciona el rey a su hijo, al que sermonea:

«Hijo —le dice—, fue aventura llegarnos aquí, yo y tú, a asomarnos a esta ventana. Hemos tenido gran recompensa, que hemos visto la más grande hazaña que jamás se lograra, ni en imaginación. Ahora dime si no estás reconocido hacia el que tamaña maravilla ha realizado. Ponte de acuerdo y en paz con él, y devuélvele sana y salva a la reina.
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Así harás ahora que te tenga por sensato y por cortés, enviándole a la reina antes de que se te presente. Hazle ese honor en tu tierra: darle lo que ha venido a buscar antes de que te lo pida. Pues tú sabes bien de seguro que viene a buscar a la reina Ginebra.

»No te hagas calificar de obstinado, ni de loco u orgulloso. Si ése está en tu tierra solo, debes hacerle compañía; que un hombre de pro a otro prohombre debe atraérselo, honrarlo y cultivarlo, sin quedarse ajeno a él. Quien hace honor, recibe honor. Has de saber bien que tuyo será el honor, si das honras y servicio a ése que bien se muestra el mejor caballero del mundo».

Su hijo responde:

«¡Qué Dios me confunda, si no hay otro tan bueno o mejor!».

Mal hizo su padre al olvidarlo, que él no se precia en menos, y dice:

«¿Con pies y manos unidos pretendéis que yo me presente ante él como su vasallo y que obtenga de él mi tierra? Pongo a Dios por testigo que antes he de ser su vasallo que devolverle a la reina. De cierto que no la devolveré, sino que la disputaré y defenderé ante todos cuantos sean tan locos que osen venir a buscarla».

Luego contesta de rechazo el rey:

«Hijo, mucho mejor harías si renunciaras cortés a esa ofuscación. Te ruego yo que te mantengas en paz. Sabes bien que no obtendrá más honor el caballero de no conquistar a la reina frente a ti en combate. Él prefiere obtenerla, sin vacilar, más por combate que por generosidad; ya que eso redundará en su fama. A mi parecer, no pretende obtenerla de grado, sino que desea conquistarla en la batalla. Por tal motivo obrarías sabiamente si le privaras del combate. Yo te ruego que elijas la paz.
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Y si tú desprecias mi consejo, no me cuidaré de tu desdicha, y gran daño puede resultarte. El caballero no tiene nada que temer, excepto de ti solo. De todos mis hombres y de mí he de ofrecerle garantías y seguridad. Jamás cometí deslealtad ni traición ni felonía, y no voy a cometerlas ahora de ningún modo ni por ti ni por nadie. Así que no quiero que te hagas ilusiones. Es más, prometo al caballero que no tendrá necesidad de nada, ni de armas ni caballo, por carecer de ellos, ya que tal hazaña ha realizado al llegar hasta acá. Estará bien guardado y aprovisionado en salvedad frente a todos los hombres, a excepción sólo de ti. Y eso te quiero advertir: si puede defenderse ante ti, no ha de temer a ningún otro.

»—Ahora —dijo Meleagante— me es tiempo de oíros, mientras me habláis a vuestro gusto, y de callar; pero bien poco me importa cuanto decís. No soy en absoluto un ermitaño ni un prohombre tan caritativo, ni quiero ceder tanto al honor, como para entregarle la cosa que más amo. No habrá de conseguir su demanda tan pronto ni tan fácilmente; antes bien irá muy de otro modo de lo que pensáis vos y él. Si en contra de mí le ayudáis, no he de ceder por tal motivo. Si de vos y de todos vuestros súbditos recibe paz y treguas, ¿qué me importa? Jamás por tal hecho me faltará corazón. Antes me place mucho, ¡así Dios me guarde! que no tenga otro cuidado aparte de mí, y no quiero que por mí hagáis cosa alguna de la que pueda sospecharse deslealtad o traición. Tanto como os plazca, sed hombre de pro, y dejadme a mí ser cruel.

»—¿Cómo? ¿No vas a cambiar?

»—No —contestó Meleagante.

»—Pues ya me callo.
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Ahora haz lo que te plazca; yo te dejo y voy a ir a hablar al caballero. Quiero ofrecerle y presentarle mi ayuda y mi consejo sin reservas, pues estoy por entero de su parte».

Entonces descendió el rey de la torre y mandó ensillar su caballo. Le trajeron un gran corcel, al que monta con el pie en el estribo. Y lleva consigo a algunos de su gente, tres caballeros y dos sargentos, sin más, a los que ordena cabalgar tras él. A todo galope llegaron hasta la boca del puente y vieron al caballero que enjugaba y contenía la sangre de sus heridas. El rey piensa en tenerle largo tiempo como huésped hasta curar tales heridas; así podría también esperar que la mar se secara.

El rey se apresura a desmontar. El caballero, gravemente malherido, se alza al momento frente a él. No porque le hubiera conocido, ni tampoco dando muestras del doloroso estado de sus manos y pies; ni más ni menos que como si estuviera indemne. El rey vio que se ponía en guardia, y corre muy pronto a saludarle, diciendo:

«Señor, mucho me admiro de que de improviso os hayáis presentado en este país ante nosotros. Pero bienvenido seáis, que ningún otro jamás emprenderá otro tanto. Ni jamás ocurrió ni ocurrirá que nadie acometiera tal audacia ni se metiera en tal peligro. Sabedlo: más os amo por ello, porque habéis hecho lo que nadie antes hubiera ni siquiera pensado hacer. Me encontraréis bien dispuesto hacia vos, leal y cortés. Yo soy de esta tierra rey; así que os ofrezco a vuestra disposición todo mi consejo y mi servicio. Ya me figuro con fundada razón lo que venís a demandar: venís creo yo, en demanda de la reina.

»—Señor —dijo él—, bien lo creéis. Ningún otro asunto aquí me trae.

»—Amigo, aún os toca penar —dijo el rey— antes de obtenerla.
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Vos estáis fieramente herido; veo las llagas y la sangre. No vais a encontrar tan generoso a aquél que acá la condujo, que no os la va a entregar sin pelea. Mas os conviene reposar y dejar que mejoren vuestras heridas, hasta que estén bien curadas. Ungüento de las tres Marías y aún mejor, si se encontrara, os daré, pues mucho me preocupa vuestro bienestar y vuestra curación.

»La reina tiene una prisión decente, pues nadie la toca, ni siquiera mi hijo, por más que le pesa a él que fue quien la trajo. Jamás un hombre desvarió tanto como él enloquece y enfurece por tal motivo. Tengo hacia vos una afección muy cordial, así que os daré, ¡Dios me ayude!, muy a gusto cuanto necesitéis.

»Por muy buenas armas que mi hijo tenga, y por más rencor que me guarde, os he de dar otras tan buenas y un caballo como os hace falta. Y os tomo bajo mi protección, pese a quien pese, frente a todos los demás hombres. En vano desconfiaréis de cualquier otro a excepción de aquél que trajo acá a la reina. Nunca un hombre reprendió a otro como yo le he reprendido y poco faltó para que no lo expulsara de mi tierra por despecho de que no os la devuelva. Pero es mi hijo. Si no os vence en batalla, no podrá causaros por encima de mi autoridad, el menor daño.

»—Señor —contestó el otro—, gracias os doy. Pero estoy gastando aquí demasiado el tiempo, que no quiero perder ni malgastar. De ninguna molestia me quejo ni tengo herida que me estorbe. Llevadme solo a donde lo enfrente, pues con tales armas cuales traigo estoy presto ahora mismo a dar y recibir golpes en la lid.

»—Amigo, más os valdría esperar, quince días o tres semanas hasta que vuestras heridas se hubieran curado.
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Bien os iría una demora, por lo menos de quince días, que yo no soportaría de ningún modo ni podría mirar que con tales armas ni en vuestro estado presente combatierais en mi presencia».

A lo que él respondió:

«Si así os pluguiera, no tendría yo otras armas que éstas, con las que de buen grado entablaría la batalla, y no pediría aplazamientos de un paso o una hora; el combate sería sin descanso término ni demora. Pero por vos cederé tanto que aguardaré a mañana. Y sería vano hablar más de eso, que más tiempo no aguardaré».

Entonces el rey le ha prometido que todo irá de acuerdo con su voluntad. Luego lo conduce al hospedaje y con ruegos y órdenes manda a los que le albergan que se esfuercen por servirle, y ellos del todo lo procuran. Y el rey, que muy por su gusto hubiera elegido la paz, de haber podido, se fue de nuevo a buscar a su hijo, y le sermonea como quien desea la paz y la concordia. Así le habla:

«Hijo mío, a ver si te reconcilias con este caballero sin combatir. No ha venido aquí para divertirse ni para practicar el tiro de arco ni para cazar en montería, sino que ha venido para cobrar lo buscado y acrecentar su valor y su renombre. Bien habría menester de un largo reposo, según le he visto yo. De haber creído mi consejo ni en este mes ni en el siguiente se hubiera aprestado a la batalla de la que ahora está tan ansioso. ¿Si tú le devuelves a la reina, temerás incurrir en deshonor? Por eso no tengas miedo, que de ahí no te pueden resultar enojos; más bien es pecado retener una cosa a la que no se tiene derecho y en contra de toda razón. El otro habría trabado la batalla muy a gusto ahora mismo, a pesar que no tiene enteros ni pies ni manos, sino llenos de cortes y heridas.
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»—¡Con qué desvarío os precipitáis! —dijo Meleagante a su padre—. ¡Por la fe que debo a san Pedro, que no os he de hacer caso en este asunto! De cierto que deberían descuartizarme, si os creyera. Si él busca su honor, también yo el mío; si él busca su prez, yo también la mía; y si desea mucho la batalla, aún la deseo yo cien veces más.

»—Bien veo que te encaminas a la locura —dijo el rey—; así que la encontrarás. Mañana probarás tu fuerza frente al caballero, cuando quieras.

»—¡Qué no me venga ningún mal mayor que éste! —dijo Meleagante—. ¡Mejor quisiera que fuese hoy por la tarde que mañana! Ved ahora cómo quedo con un talante más triste del acostumbrado. Se me han turbado mucho los ojos y tengo una expresión mortecina. Hasta que no entre en combate no tendré alegría ni humor ni placer, pues ningún otro suceso puede divertirme».

El rey comprendió que de ningún modo valdrían allí sus consejos ni sus ruegos y lo ha dejado muy a su pesar. Y escoge un caballo muy fuerte y capaz y bellas armas, y se las envía al caballero que bien ha de emplearlas. En el castillo había también un anciano servidor que era un devoto cristiano; en el mundo no había otro tan leal, y sabía de curar heridas más que todos los médicos de Montpellier. Éste se ocupó por la noche de cuidar al caballero con todo su saber, pues el rey se lo había encomendado.

Y ya sabían las nuevas los caballeros y las doncellas, las damas y los barones de toda la región vecina. Allí acudieron desde todo el país de alrededor, desde una jornada de camino, los extranjeros y los naturales; todos cabalgaron con premura toda la noche hasta el amanecer. Unos y otros ante la torre se precipitaban a instalarse en tal aglomeración que allí no podía uno revolver un pie.
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El rey se levanta de mañana; le preocupa mucho la batalla. Así que de nuevo acude a su hijo, quien tenía ya en su cabeza el yelmo, uno hecho en Poitiers. No se admite la dilación, ni puede concertarse la paz; por mucho que el rey la ha rogado, la paz no puede lograrse. Ante la torre en medio de la plaza donde toda la gente ha convergido, allí ha de hacerse el combate, que así lo quiere y manda el rey.

En seguida envía el rey a buscar al extranjero, y que lo conduzcan a la plaza, que estaba llena de gentes del reino de Logres. Así como para escuchar los órganos acuden de costumbre las gentes al monasterio en la fiesta anual, en Pentecostés o en Navidad, de la misma manera se habían allí reunido todos. Durante tres días habían ayunado y caminado con los pies descalzos y con la camisa de estameña todas las doncellas exiladas del reino del rey Arturo para que Dios fuerza y virtud le diera, contra su adversario, al caballero que debía pelear por la liberación de los cautivos. Pero también los del país, repetían las oraciones por su señor, para que Dios le concediere el honor y la victoria en la pelea.

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