Read Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta Online
Authors: Chrétien de Troyes
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Entre tanto ahí tenéis a Lanzarote, recién llegado a toda prisa. En cuanto el rey le ve, corre a besarle y a darle el abrazo de bienvenida. Se diría que vuela: tan ligero le vuelve su alegría. Pero quienes capturaron y ataron al héroe la nublan bruscamente; el rey les dice que han llegado para su desgracia, pues que van a morir sin remedio. Ellos le han respondido que creían obrar según su deseo.
«Me contraría —dice el rey— que hayáis pensado así.
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No está implicado sólo Lanzarote. A él no le habéis deshonrado, sino a mí, que era su salvoconducto. En cualquier caso, la vergüenza es mía. Pero no bromearéis cuando salgáis de aquí».
Lanzarote se esfuerza lo mejor que puede en poner paz y sosegar la ira del monarca, tanto que lo consigue. Entonces el rey le conduce a ver a la reina. Esta vez ella no dejó caer sus ojos en tierra. Por el contrario, fue alegremente a recibirle, le honró cuanto pudo y le hizo sentar a su lado. Hablaron luego a su placer de cuanto les venía en gana. Temas no faltaban, que Amor se los brindaba. Cuando Lanzarote ve que la ocasión le es propicia y que no dice nada que no agrade a la reina, le dice en voz muy baja:
«Señora, mucho me pregunto maravillado el porqué de vuestra acogida el otro día. Al verme, ni una sola palabra me dirigisteis: un poco más, y hubiese muerto. No fue entonces tan audaz que me atreviera a preguntaros el motivo, pero ahora sí me atrevo. Señora, estoy dispuesto a reparar mi falta, pero os ruego que me descubráis el crimen que tanto me ha turbado».
Le responde la reina:
«¿Cómo? ¿No tuvisteis vergüenza de la carreta? ¿Acaso no dudasteis? Muy a vuestro pesar subisteis en ella, pues que os demorasteis dos pasos. Es por eso, en verdad, por lo que no he querido ni hablaros ni miraros.
»—¡Dios me libre otra vez de semejante fechoría! —dice Lanzarote—. Que Dios no tenga jamás piedad de mí si no obrasteis con toda justicia. Señora, por Dios, aceptad lo antes posible la reparación de mi culpa. Si algún día me vais a perdonar, decídmelo, por Dios.
»—Amigo, yo os libero por completo de vuestra falta. Os perdono de todo corazón.
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»—Gracias os sean dadas, señora. Pero aquí no puedo deciros cuanto quisiera. Con gusto os hablaría más despacio, si fuese posible».
La reina le señala una ventana con la mirada, no con el dedo, y dice:
«Venid a hablarme a esta ventana a medianoche, cuando todos duerman aquí dentro. Pasaréis por ese vergel. Pero aquí no podréis entrar, ni albergar vuestro cuerpo como un huésped. Yo estaré dentro y vos fuera, que dentro no podréis pasar. Yo tampoco podré llegar hasta vos, no siendo con la boca o con la mano. Hasta el amanecer estaré allí, si ése es vuestro gusto. No podríamos reunimos: en mi cámara, delante de mí, se acuesta Keu, el senescal, quien, cubierto de llagas, languidece en el lecho. La puerta tampoco está abierta: bien cerrada queda, y bien guardada. Cuando vengáis, tened cuidado de no toparos con ningún espía.
»—Señora —responde Lanzarote—, como pueda evitarlo, no me verá ningún espía de los que piensan mal o alimentan murmuraciones».
Así conciertan su entrevista y, llenos de alegría, se separan.
Lanzarote sale fuera de la cámara, tan alegre que no recuerda ninguno de los dolores pasados. La noche tarda demasiado. El día se le antoja, en su impaciencia, más largo que cien días o que un año entero. Muy gustoso habría acudido a la cita, si fuese ya de noche. Tanto ha luchado la noche por vencer al día que lo ha cubierto con su oscuridad, a modo de capa sombría sobre los hombros de la luz. Cuando ya ha oscurecido, muestra el héroe visos de cansancio y fatiga, y dice a los circunstantes que ha velado mucho y le es menester reposo.
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Bien podéis comprender, vosotros que habéis acometido empresas de este género, que él se finge cansado y que, engañosamente, se hace conducir a su cámara por las gentes de su posada. Pero su lecho no le parecía atractivo: no hubiese reposado allí por nada del mundo. No habría podido ni se hubiera atrevido. No hubiese querido tampoco atreverse ni poder.
Pronta y sigilosamente se levantó, sin lamentar en absoluto que no lucieran luna ni estrellas, ni que no ardiese en la mansión antorcha, lámpara ni linterna. Así se fue, acechando que ninguno le viese: cuidaban que dormiría en su lecho durante toda la noche. Sin compañía ni escolta se dirige rápidamente hacia el vergel. No encontró a nadie. Y tiene suerte: un lienzo de la pared que cercaba el jardín se había derrumbado recientemente. Por esa brecha para veloz y pronto llega a la ventana. Allí se detiene, sin hacer ruido, sin toser, sin estornudar, hasta que llega la reina, envuelta en la blancura de una camisa. No lleva encima saya ni brial, tan sólo un manto corto de escarlata y cisemus.
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Cuando Lanzarote ve a la reina que se inclina sobre la ventana, guarnecida de barrotes de hierro, con un dulce saludo la ha saludado. Y ella se lo devuelve al punto, que mucho estaban deseosos él de ella y ella de él. Nada hay de mal tono, nada triste en la conversación que mantienen. Uno y otra se aproximan, y mano a mano se entrelazan. Pero les pesa demasiado no poder juntarse más, y ambos denigran los hierros que les separan.
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Con todo, Lanzarote se jacta de que, si a la reina le 4600 place, conseguirá forzar la entrada: unos hierros no le detendrán.
«¿No veis —responde ella— que es muy difícil doblarlos, y más aún romperlos? Por más que los apretéis y atraigáis hacia vos y estiréis, no podréis arrancarlos.
»—Señora, no os preocupéis. Esos hierros no valen nada. Nadie salvo vos puede impedirme reunirme con vos. Si me otorgáis licencia, el camino me es franco. Pero si no es de vuestro gusto, será tan peligroso que por nada del mundo pasaría.
»—Sí —dice ella—, bien lo quiero. Mi voluntad no es lo que os detiene. Pero os conviene esperar a que esté acostada en mi lecho, y habréis de obrar en el mayor de los sigilos. No sería ni motivo de diversión el que el senescal, que duerme aquí, se despertase a causa del alboroto. Es razón, pues, que regrese a mi lecho, pues él no podría interpretar favorablemente el verme estar de pie en este lugar.
»—Señora, idos sin perder un instante. Pero no temáis que vaya a hacer ruido. Tan suavemente pienso arrancar los barrotes que en modo alguno me fatigaré, y nadie se despertará».
Dicho esto, la reina se va, y él se dispone a deshacerse de la ventana. Se agarra a los barrotes, los sacude violentamente, tira de ellos tanto que consigue doblarlos y arrancarlos de raíz. Pero era tan cortante su hierro que le hendió la primera falange del dedo meñique hasta los nervios, y le produjo un profundo corte en el primer nudillo del dedo contiguo. No se da cuenta el héroe de la sangre que mana, gota a gota, de sus heridas: está pensando en algo muy diferente. No es baja ni mucho menos la ventana, pero Lanzarote la franquea con ligereza y soltura. En su lecho encuentra a Keu, dormido, y por fin llega al lecho de la reina.
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Ante ella se postra, y la adora: en ningún cuerpo santo creyó tanto como en el cuerpo de su amada. La reina le encuentra en seguida con sus brazos, le besa, le estrecha fuertemente contra su corazón y le atrae a su lecho, junto a ella. Allí le dispensa la más hermosa de las acogidas, nunca hubo otra igual, que Amor y su corazón la inspiran. De Amor procede tan cálido recibimiento. Si ella siente por él un gran amor, él la ama cien mil veces más: Amor ha abandonado todos los demás corazones para enriquecer el suyo. En su corazón ha recobrado Amor la vida, y de una forma tan pictórica que en los demás se ha marchitado. Ahora ve cumplido Lanzarote cuanto deseaba, pues que a la reina le son gratas su compañía y sus caricias, y la tiene entre sus brazos y ella a él entre los suyos. Tan tiernos y agradables son sus juegos, tanto han besado y han sentido, que les sobreviene en verdad un prodigio de alegría: nadie oyó hablar jamás de maravilla semejante. Pero nada diré al respecto: mi relato debe guardar silencio. De entre las alegrías, quiero la historia mantener oculta y en secreto la más selecta y deleitable.
La mucha alegría y el placer ocuparon a Lanzarote toda la noche. Pero viene el día, su tormento, pues que ha de levantarse de junto a su amiga. Mientras amanece, semeja en todo un mártir: tanto le apena su partida que sufre gran martirio. Su corazón regresa en seguida" al lugar donde queda la reina. No tiene poder para detenerlo. Tanto le satisface su dueña que no desea abandonarla. El cuerpo parte, permanece el corazón.
Derechamente, Lanzarote se vuelve hacia la ventana. Ha dejado tras él un rastro de sangre: las sábanas están manchadas de la que cayó de sus dedos.
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Muy destruido parte el héroe, todo lágrimas y suspiros. No han fijado el momento de volver a verse: ello le pesa, pero no puede ser de otro modo. De mala gana vuelve a pasar por la ventana por donde entró con tanto placer. Sus dedos ya no están enteros, que muy graves fueron las heridas. Sin embargo, ha enderezado los barrotes de hierro y los ha vuelto a poner en su lugar, de tal manera que ni por delante ni por detrás, ni por un lado ni por otro podía advertirse que hubiese arrancado o doblado uno solo de ellos. Antes de partir, se humilla vuelto hacia la cámara, como si se encontrase delante de un altar. Después se va, cercado por la angustia. No encuentra hombre que le reconozca hasta que llega a su posada, y en su lecho se acuesta, después de desnudarse, sin despertar a nadie. Es entonces cuando, por vez primera, descubre maravillado las llagas de sus dedos. Pero éstas no le inquietan, pues está completamente seguro de que se hirió al arrancar del muro los hierros de la ventana. No se lamenta por ello: hubiese preferido que le arrancaran ambos brazos del cuerpo a no pasar al otro lado. Si en cualquier otra situación hubiese sido herido de una forma tan deshonrosa, mucho se habría dolido y encolerizado.
Por la mañana, la reina dormía muy dulcemente en su cámara de hermosos tapices. No podía imaginar que sus sábanas estuviesen manchadas de sangre: cuidaba que conservarían su blancura acostumbrada. Meleagante, por su parte, apenas se vistió, se dirigió a la cámara donde yacía la reina. Despierta la encuentra, y ve también las gotas de sangre fresca, aquí y allá dispersas por las sábanas.
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Con el codo ha empujado a sus acompañantes, y, presintiendo el mal, mira hacia el lecho de Keu, el senescal, y ve las sábanas igualmente manchadas de sangre (habéis de saber que sus heridas se habían abierto de nuevo durante la noche).
«Señora —dice—, acabo de encontrar las pruebas que buscaba. Muy loco está en verdad quien se afana en guardar el honor de una mujer. Pierde su tiempo y sus desvelos: que antes engaña ella a quien mejor la guarda que a quien no la vigila. Mi padre os ha guardado admirablemente de mí, pero esta noche Keu, el senescal, os ha examinado atentamente y, mal que le pese a vuestro guardián, ha hecho con vos toda su voluntad. Harto fácil será probarlo.
»—¿Cómo? —responde ella.
»—He encontrado sangre en vuestras sábanas: ella es mi testigo, puesto que es necesario que os lo diga. Todo lo sé y todo lo probaré por el hecho de que estoy viendo en vuestras sábanas y en las suyas la sangre que manó de sus heridas. Veraz indicio me parece».
Entonces ve la reina por primera vez las sábanas sangrantes en uno y otro lecho. Mucho se maravilla. Ha sentido vergüenza, y enrojece.
«Así Dios me proteja —dice—, esa sangre que contemplo sobre mis sábanas no la derramó Keu, en modo alguno. Me ha sangrado la nariz esta noche. De mi nariz procede, estoy segura».
Y piensa estar diciendo la verdad.
«Por mi cabeza —dice Meleagante—, todo lo que decís no vale nada. No os conviene seguir fingiendo. Sois convicta de infamia: será probada la verdad».
Y añade a los guardianes allí presentes:
«Señores, no os mováis de aquí y vigilad que nadie quite las sábanas del lecho hasta que yo vuelva. Quiero que el rey me dé la razón cuando lo haya visto con sus propios ojos».
Tanto busca a su padre que le ha encontrado. A sus pies se arroja, y le dice:
«Señor, venid a ver algo que no podéis imaginar.
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Venid a ver a la reina y veréis la probada maravilla que yo he visto y tenido ante mis ojos. Pero, antes de venir, os ruego que no me neguéis justicia ni derecho. Bien sabéis en qué aventuras he arriesgado mi cuerpo por ella. Obtuve a cambio vuestra enemistad, ya que la hicisteis custodiar por mi causa. Pues bien, hoy por la mañana he ido a observarla a su lecho, y tanto he visto allí que he comprendido fácilmente que cada noche Keu duerme con ella. Señor, por Dios, no os extrañe si sufro y me lamento, pues gran desdén considero el que me odie a mí y me desprecie, mientras yace con Keu todas las noches.
»—¡Cállate! —dice el rey—. No puedo creerlo.
»—Señor, venid entonces a ver cómo ha dejado Keu las sábanas. Puesto que no creéis en mi palabra y pensáis que os miento, voy a mostraros las sábanas y la colcha ensangrentadas por las heridas de Keu.
»—Vamos allá, que quiero verlo. Mis ojos me enseñarán la verdad».
Al punto se dirige Baudemagus a la cámara de la reina, y la encuentra levantándose. Ve en su lecho las sábanas sangrantes, y en el de Keu también.
«Señora —dice—, mal están las cosas si mi hijo me ha dicho la verdad».
Responde ella:
«Así Dios me valga, no se ha contado nunca, ni siquiera hablando de una pesadilla, mentira tan funesta. Creo que Keu, el senescal, es lo bastante cortés y leal como para no haber dado jamás motivos de sospecha. En cuanto a mí, yo no hago de mi cuerpo una mercancía, ni me entrego a quien me desea. Keu, en verdad, no es hombre que requiera de mí tal ultraje, ni yo he tenido nunca el corazón de cometerlo, ni lo tendrá jamás.
»—Señor, mucho os agradecía —dice Meleagante a su padre— que Keu expiase su crimen de modo que la vergüenza alcanzara también a la reina.
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Vos tenéis el poder de hacer justicia: reclamo y ruego que hagáis uso de él. Al rey Arturo, su señor, ha traicionado Keu, en quien tanto confiaba que le había encomendado lo que en este mundo le era más querido.
»—Señor —exclama Keu—, hora es de que me permitáis responder, y de este modo podré exculparme. Que Dios, cuando abandone el siglo, no conceda perdón a mi alma si alguna vez gocé a mi señora la reina. Sí, preferiría estar muerto a haber cometido contra mi señor semejante sinrazón. Que Dios no me conceda salud mayor de la que ahora tengo y que la muerte se apodere de mí en este instante, si alguna vez siquiera pensé en ello. Yo sólo sé que mis llagas han sangrado con exceso esta noche, y han ensangrentado mis sábanas. Vuestro hijo no me cree, pero es él quien no tiene razón.