Read Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta Online
Authors: Chrétien de Troyes
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»—¿Dónde? —responde mi señor Galván—. En la corte del rey nuestro señor. ¿Acaso no está allí?
»—A fe que no, ni en ninguna otra parte de este país. Desde que mi señora la reina fue arrebatada, no hemos tenido de él noticia alguna».
Tan sólo entonces comprendió Galván que la carta era falsa, que por ella habían sido traicionados y burlados. Helos aquí de nuevo sumidos en la tristeza. A la corte llegan, en medio de su dolor. El rey quiere saber sin tardanza noticias del asunto. No faltan quienes le refieren cómo ha actuado Lanzarote, cómo gracias a él fue liberada la reina y los demás cautivos, cómo y por qué traición aquel enano consiguió hacerle prisionero. Mucho le aflige al rey semejante relato, y mucho se lamenta.
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Pero tanto es el gozo que siente al volver a ver a la reina que el corazón se le subleva: el duelo acaba en alegría. Tiene la cosa que más quiere, lo demás apenas le preocupa.
Mientras la reina estuvo fuera del país, celebraron consejo las damas y doncellas privadas de protección, y decidieron que querían casarse lo antes posible. Para ello, la asamblea creyó oportuno organizar un gran torneo. Presidían ambos bandos la dama de Pomelegoi y la dama de Noauz. Los vencidos no obtendrán de ellas sino silencio: dicen, en cambio, que concederán su amor a los vencedores. Así, anunciaron el torneo por las tierras vecinas, y por las lejanas también, y fijaron un día no demasiado próximo, para que la concurrencia fuese más numerosa.
Dentro del plazo que pusieron, llegó la reina al país. Apenas supieron que había regresado, la mayor parte de ellas se dirigió a la corte y, una vez ante el rey, le suplicó que un don les concediese y les otorgara un deseo. Antes incluso de conocer la voluntad de las doncellas, el rey les prometió que haría lo que le pedían. Entonces le dijeron que su deseo era que permitiese a la reina asistir a su torneo. Él dice que le place, si ella acepta. Felices con el permiso real, vanse a buscar a la reina, y le dicen súbitamente:
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«Señora, no nos retiréis lo que el rey nos ha dado.
»—¿De qué se trata? —pregunta ella—. No me lo ocultéis.
»—Si queréis venir a nuestro torneo, él no os retendrá ni se opondrá a ello».
La reina dice que acudirá, pues que el rey lo permitía. Por su parte, las doncellas envían mensajeros y hacen saber por todos los países de la corona que el día fijado para el torneo traerían a la soberana. Por todas partes se ha extendido la noticia, lejos y cerca, aquí y allá, tanto que ha llegado hasta el reino de donde nadie regresar solía (aunque ahora todo el mundo puede entrar y salir, sin que se lo impidan). Y tanto se ha extendido por ese reino la noticia que llegó a casa de un senescal de Meleagante, ese traidor que en mal fuego se queme. Dicho senescal tenía a Lanzarote bajo su custodia: su casa era la prisión donde Meleagante, su enemigo que con gran odio le aborrece, le tenía encerrado. La nueva del torneo conoció Lanzarote, la hora y la fecha, y sus ojos no escasearon lágrimas, ni su corazón se alegró cuando lo supo. Doliente y pensativo le ve la dama de la casa, y en secreto le dice:
«Señor, por Dios y vuestra alma, decidme la verdad, ¿por qué estáis tan cambiado? No bebéis ni coméis, no os veo bromear ni reír. Podéis confiarme sin temor alguno vuestro pensamiento y vuestro dolor.
»—¡Ah! Señora, no os maravilléis, por Dios, si estoy triste. Desamparado estoy, en verdad, cuando no puedo estar allí donde todo lo hermoso del mundo se da cita, en este torneo que reúne, según se dice, a todo un pueblo.
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Sin embargo, si quisierais y Dios os hiciese tan generosa que me dejaseis ir, estad completamente segura de que, como respuesta a vuestro gesto, regresaría aquí inmediatamente, en calidad de prisionero.
»—En verdad que lo haría muy gustosa, si no significase mi destrucción y mi muerte. Pero tanto temo a mi señor, el despreciable Meleagante, que no me atrevería a hacerlo, pues sería capaz de dar muerte a mi esposo. No es maravilla que le tema: vos conocéis su crueldad.
»—Señora, si tenéis miedo de que yo, después del torneo, no vuelva a mi prisión, obtendréis de mí un juramento que sabré respetar: nada me impedirá volver a vuestra casa inmediatamente después del torneo.
»—A fe que os lo concedo, pero con una condición.
»—¿Cuál es, señora?
»—Señor, vais a jurar vuestro regreso, y, además, me vais a asegurar que obtendré vuestro amor.
»—Señora, todo aquél del que puedo disponer, os lo daré, en verdad, a mi regreso.
»—¡Heme aquí reducida a nada! —dice la dama, sonriendo—. Por lo que puedo inferir, habéis entregado y confiado a otra el amor que yo os he pedido. No obstante, sin ningún desdén, acepto lo que pueda conseguir. Me bastará con lo que podáis darme, pero habéis de jurar que volveréis aquí, como mi prisionero».
Lanzarote jura sobre la santa Iglesia que volverá sin falta, así como quería ella.
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La dama al punto le proporciona las armas de su esposo, bermejas, y un hermoso caballo, fuerte y audaz a maravilla. Ensilla el héroe, y monta, y ha partido armado de muy hermosas armas, completamente nuevas. Tanto cabalga que a Noauz llega. A este bando se adscribe, y toma alojamiento fuera de la ciudad. Jamás hombre tan señalado se hospedó en otro igual, pues muy pequeño era, y bajo de techo. Pero no quería hospedarse en lugar donde fuese reconocido.
La flor y nata de los caballeros se amontonaba en el castillo. La mayoría, sin embargo, estaba fuera, pues tantos habían venido a causa de la reina que uno de cada cinco no había podido instalarse dentro. Contra uno solo, siete no habrían acudido sin la presencia de la reina. En cinco leguas a la redonda se fueron alojando los varones, en tiendas, chozas y cabañas. Maravilla era ver reunidas allí tantas damas y gentiles doncellas.
Lanzarote ha colgado su escudo en la puerta de su posada. Para estar más cómodo, se desarma y se acuesta sobre un lecho que muy poco le conhorta, estrecho como era, con un colchón delgado cubierto por una grosera sábana de cáñamo. Sobre este lecho reposa Lanzarote, completamente desarmado, sobre este pobre lecho yace el héroe, sin defensa posible, cuando he aquí que llega un heraldo de armas en camisa: su saya la había dejado en la taberna, junto con su calzado. Y he aquí que viene a toda prisa, con los pies desnudos, inerme frente al viento. Reparó en el escudo sobre la puerta de la calle, y lo examinó detenidamente: lo ignoraba todo acerca de ese escudo y de su poseedor. Ve que la puerta está entornada, entra en la casa y ¡ve tendido en el lecho a Lanzarote!
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Al reconocerle, no pudo por menos de persignarse. Lanzarote fijó su mirada sobre él, y le prohibió que hablase de su presencia en el torneo, allí donde se dirigiese. Y si lo hacía, más le valdría que le arrancasen los ojos o le rompieran el cuello.
«Señor —dice el heraldo—, mucho os he apreciado y siempre os apreciaré. Mientras viva, no haré nada que no sea de vuestro agrado».
De un salto sale de la casa, y se marcha gritando a voz en cuello:
«¡Ha llegado el que vencerá! ¡Ha llegado el que vencerá!»
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A tal punto no ceja el pícaro en su griterío que de todas partes salen gentes, y le preguntan qué es lo que grita. Él no es tan atrevido que lo diga. Antes bien se aleja, gritando lo mismo. Y sabed que fue entonces cuando se dijo por primera vez «¡Ha llegado el que vencerá!». Nuestro maestro fue este heraldo: él nos enseñó a decirlo, pues por vez primera lo dijo.
Ya se han reunido los grupos. La reina con todas las damas, los caballeros y sus gentes. Muchos servidores había por todas partes, a la derecha y a la izquierda. Donde el torneo iba a tener lugar, se construyó una gran tribuna de madera: allí se situarían la reina, las damas y las doncellas. Jamás se había visto una tribuna tan bella, tan amplia, tan bien hecha.
Al día siguiente, allí están todas, junto a la reina. Quieren ver el torneo y juzgar quién lo hará mejor y quién peor. Entonces se presentan los caballeros, diez y diez, veinte y veinte, treinta y treinta, ochenta aquí, noventa allí, hasta cien, por aquí más aún y dos veces más por allí. Tan numerosa es la asamblea congregada delante y alrededor de la tribuna que la pugna va a dar comienzo. Con o sin armadura, acuden al choque.
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Las lanzas semejan un gran bosque, pues los que quieren obtener placer de ellas han traído tantas que no eran visibles sino los extremos, con las banderas y los gonfalones. Se lanzan a la justa los justadores: bastantes compañeros han encontrado que venían con la misma intención. Los demás se preparaban para llevar a cabo otras caballerías. Repletas están las praderas, y los campos y tierras de labor; no se puede contar el número de los caballeros. Lanzarote no tomó parte en este primer encuentro. Pero cuando avanzaba por la pradera, el heraldo le vio venir, y no pudo por menos de gritar:
«¡Ved al que vencerá! ¡Ved al que vencerá!».
Le preguntan:
«¿Quién es?». Él no les quiere decir nada.
En cuanto Lanzarote ha entrado en la contienda, él solo vale por veinte de los mejores. Comienza a hacerlo tan bien que nadie aparta los ojos de él, allí donde esté. Había en el bando de Pomelegoi un caballero muy valiente. Iba sobre un caballo brincador que corría más y mejor que un ciervo de los llanos. Era hijo del rey de Irlanda: notablemente se portaba. Pero a todos complacía cuatro veces más el caballero desconocido. Y se preguntan angustiados:
«¿Quién es el que tan bien lo hace?».
La reina, en secreto, llama a una doncella prudente y juiciosa, y le dice:
«Doncella, os es preciso transmitir un mensaje. Lo llevaréis en seguida, pues tiene pocas palabras. Bajad de esta tribuna e id al encuentro de ese caballero que lleva escudo bermejo. Le diréis en voz baja que yo le ordeno: lo peor posible».
Rápida y hábilmente, cumple la joven el encargo de la reina.
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Se dirige al caballero, le sigue hasta llegar muy cerca de él, y le dice, cuidando que no escuche vecino ni vecina:
«Señor, mi señora la reina os ordena a través de mí: lo peor posible».
Apenas lo oye, responde él que lo haría muy de su grado, como quien es enteramente de la reina. Y cabalga al punto a todo galope contra un caballero, y falla en el encuentro, cuando le debió herir. Desde entonces hasta el anochecer se comportó lo peor que pudo, pues que la reina así lo deseaba. El adversario, por su parte, no ha fallado en su ataque: antes bien le ha asestado un duro golpe, encontrándole con su lanza. Entonces Lanzarote emprende la huida. No volvió más en aquel día el cuello de su caballo hacia caballero alguno. Nada hubiera hecho, aun a precio de muerte, que no contribuyera a su vergüenza y a cubrirle de deshonor. Aparenta tener miedo de cuantos van y vienen. Los caballeros que antes le admiraban ahora se burlan y se mofan de él. Y el heraldo que solía decir: «¡Él les vencerá a todos, uno tras otro!», se encuentran mal y muy desengañado pues debe soportar toda clase de chanzas:
«Debes callarte, amigo, tu caballero no vencerá. De tanto varear, su vara se ha quebrado, la que tanto nos has encarecido.»
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Y la mayoría se dice:
«¿Cómo puede ser esto? Hace un momento era el más valiente, y ahora es tan cobarde que no se atreve a enfrentarse con ningún caballero. Quizá lo hizo tan bien porque era primerizo en la batalla: por eso fue tan fuerte en sus ataques que ningún caballero, por experto que fuese, le pudo contener; golpeaba como fuera de sí. Pero ha aprendido lo que son las armas y, mientras viva, no va a sentir deseos de llevarlas. Su corazón no lo soporta: nadie en el mundo hay más miserable».
La reina, por su parte, no está enojada.
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Antes bien está alegre, y mucho le place, pues sabe bien, aunque se calla, que el caballero es con certeza Lanzarote. De este modo, hasta el anochecer se hizo pasar por un cobarde. Después, al caer la noche, los justadores se separan. Gran debate se ha suscitado sobre quiénes han sido los mejores. El hijo del rey de Irlanda piensa que, sin lugar a ninguna duda, él ha sido quien se merece premios y honores. En ello se equivoca por completo, que bastantes hubo con méritos parecidos. Por su parte, el caballero bermejo agradó a damas y doncellas —las más hermosas y gentiles—, tanto que a nadie como a él otorgaron sus preferencias durante la jornada. Bien habían visto cómo se había portado al comienzo, qué valiente y audaz había sido; y cómo, después, tan acobardado estaba que no se atrevió a hacer frente a ningún caballero: el peor de ellos podría haberle derribado y. prendido, si se lo hubiera propuesto. Todas y todos decidieron en fin regresar al día siguiente al torneo. Así tomarán las doncellas por esposos a los que obtengan el honor de la jornada. Eso era lo acordado. Dicho esto, se vuelven a sus alojamientos.
Mientras vuelven a sus posadas, por todas partes encuentran gentes que murmuran:
«¿Dónde está el peor de los caballeros, el que no vale nada y es digno del mayor desprecio? ¿Dónde ha ido? ¿Dónde se ha agazapado? ¿Dónde ha ido? ¿Dónde le buscaremos? Quizá no le veamos más, pues Cobardía le ha expulsado; tanto de ella lleva en sus brazos que no hay en el mundo nadie más cobarde. Y tiene razón: cien mil veces más cómodo vive un cobarde que un valiente guerrero. Muy agradable es Cobardía, por ello la ha besado en señal de vasallaje y ha tomado de ella cuanto es.
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Jamás fue Valentía tan vil que viniese a habitar en él ni a residir a su lado. Es Cobardía quien se ha hospedado dentro de él. Tanto la adora y sirve su huésped que ha perdido el honor para aumentar el suyo».
Durante toda la noche se burlan: enronquecen a fuerza de murmurar. A menudo, quien dice mal del prójimo muy peor es que aquél a quien censura y desprecia. Cada uno dice lo que le place.
Al amanecer, todo el mundo estaba preparado para volver al torneo. La reina se sentó de nuevo en la tribuna con las damas y las doncellas. Con ellas se sentaron numerosos caballeros que no justaban: eran prisioneros o cruzados. Y describían a las beldades las armas de los caballeros que más admiraban:
«¿Veis a aquél del escudo rojo con una franja dorada? Es Governal de Roberdic. ¿Y veis a aquél que sobre su escudo tiene un águila y un dragón? Es el hijo del rey de Aragón, y ha venido a esta tierra para conquistar honor y prez. Ved al que está a su lado, ¡qué bien ataca y qué bien justa! La mitad de su escudo es verde, y lleva un leopardo pintado; la otra mitad, azul. Es el ardiente Ignauro, tan agradable como enamorado. ¿Y aquél que lleva pintados en el escudo esos faisanes pico con pico? Es Coguillante de Mautirec. ¿Y aquellos dos junto a él, sobre caballos tordos, y leones grises en el escudo de oro? Llámase uno Semíramis, el otro es su compañero fiel: por eso sus escudos son similares. ¿Veis a aquél que lleva una puerta figurada en su escudo?
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Se diría que un ciervo sale de ella. Ése es el rey Yder, a la fe».