Read Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta Online
Authors: Chrétien de Troyes
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Pero la venganza se acerca, y el mismo Meleagante a quien amenaza ya ha llegado a la corte, sin que nadie le hubiese hecho venir. Una vez llegado, preguntó por mi señor Galván, tanto que obtuvo verle. Entonces el traidor probado se interesa por Lanzarote, si ha sido visto o encontrado, como si él nada supiera a ese respecto. (De hecho, no sabía nada, pero creía saberlo). Galván le dice la verdad: que no le ha visto y no ha llegado aún.
«Y bien —dice Meleagante—, puesto que aquí os encuentro, venid y mantenedme la palabra. No esperaré más tiempo.
»—Cumpliré mi palabra, si a Dios place —responde Galván—. Haré frente a mi compromiso con vos: con creces me liberaré de mi promesa.
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Pero, si lanzamos los dados por ver quién consigue más puntos y yo consigo más que vos, así me valga Dios y santa Fe, no cejaré hasta haberme llevado todo el dinero de las apuestas».
Entonces, Galván ordena que al punto se extienda una alfombra ante él. Rápidamente y en silencio, cumplen su mandato los escuderos: sin gruñir ni mascullar nada entre dientes, han emprendido su tarea. Cogen la alfombra y la colocan en lugar señalado. No tarda Galván en saltar encima, y solicita ser armado inmediatamente por los pajes que ante sí encuentra todavía sin manto. Eran tres los que allí estaban, no sé si primos o sobrinos, todos expertos y avezados. Irreprochablemente le han armado: en punto alguno se podría poner objeciones a su trabajo. Acto seguido, uno de ellos le trae un corcel de España, más rápido por campo, bosque, monte o valle que lo fuera el magnífico Bucéfalo. Sobre semejante animal montó Galván, famoso caballero, el mejor enseñado de cuantos recibieron el signo de la cruz.
Iba ya a coger su escudo cuando vio a Lanzarote descender del caballo ante sus ojos. No lo esperaba. Maravillado se quedó mirando a quien tan repentinamente había llegado. A la verdad, le parecía una maravilla mayor que si hubiese caído de las nubes en ese instante, delante de él. Pero cuando comprueba que está ahí de verdad y no se trata de un error, nada le impide a él descender del caballo también.
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Se dirige hacia Lanzarote con los brazos extendidos, le saluda, le abraza, le besa. Gran alegría es para él haber encontrado a su compañero. Os diré la verdad, no dejéis de creerme: en este momento, no se hubiera cambiado por un rey, si tuviese que prescindir de su amigo.
Ya sabe el rey —y todos— que Lanzarote, tan largo tiempo retenido, ha llegado sano y salvo a su cita en el día de hoy. Todos manifiestan gran alegría y, para festejarle, toda la corte se reúne, después de haberle esperado durante tanto tiempo. Nadie hay de avanzada o corta edad que no haga público su gozo. La alegría ha borrado el dolor anterior; desaparece el duelo y el placer vuelve a nutrir los corazones. Y la reina, ¿no participa de este júbilo? Por supuesto que sí, es la primera en alegrarse. Pero, Dios mío, ¿dónde se halla? Jamás sintió una dicha tan grande como ahora. ¿Cómo no habrá venido? A la verdad, está tan cerca de su amado que poco falta para que el cuerpo siga al corazón. ¿Dónde está el corazón? Recibe a Lanzarote con besos y caricias. Y el cuerpo, ¿por qué se oculta? ¿Acaso no es completa su alegría? ¿Le consume tal vez la indignación o el odio? No por cierto, ni una cosa ni la otra. Es que el rey y los demás que están allí tienen los ojos muy abiertos, y podrían apercibirse de todo el asunto si, a la vista de todos, quisiera hacer el cuerpo lo que hace el corazón. Si la razón no pusiera freno a su loco pensamiento y a su extravío, todos sus sentimientos se harían visibles: inútil y excesiva locura.
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Por ello es por lo que la razón ha doblegado corazón y pensamiento. Vale más esperar el instante oportuno, en un lugar idóneo y adecuado, no donde se encuentran ahora.
Mucho honra el rey a Lanzarote y, después de haberle tributado la mejor de las acogidas, le dice:
«Amigo, hace tiempo que no sentía la alegría que hoy siento al veros entre nosotros. Pero mucho me pregunto extrañado en qué tierra y país habéis permanecido durante todo este tiempo. En invierno y verano os he hecho buscar por todas partes. Nadie os pudo encontrar.
»—Mi buen señor —responde Lanzarote—, en breves palabras os diré cuanto me ha sucedido. Meleagante, el felón traidor, me ha tenido prisionero desde que fueron liberados de su tierra los cautivos, condenándome a vivir vergonzosamente en una torre, a la orilla del mar. Allí me hizo encerrar, y allí sufriría hoy el peor de los destinos, si no fuese por una mi amiga, una doncella a la que presté hace tiempo un pequeño servicio. A cambio de aquel favor, ¡gran galardón me ha vuelto! Gran honra he recibido de ella, e impagable servicio. En cuanto a aquél a quien no amo en absoluto, de quien he recibido tanta deshonra, quisiera pagarle cuanto le debo en este lugar y sin tardanza. Ha venido a buscarme: aquí me tiene. No es preciso que aguarde por más tiempo. Él está preparado y yo también. ¡Dios quiera que no tenga en lo sucesivo motivos para jactarse!».
Entonces dice Galván a Lanzarote:
«Amigo, si pago vuestra deuda a vuestro acreedor, pequeña bondad será ésta. Ya estoy armado y sobre mi montura, como veis. Hermoso y dulce amigo, no me neguéis este favor os lo suplico encarecidamente».
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Lanzarote responde que se dejaría arrancar ambos ojos de la cabeza antes de que lograra persuadirle. Jura que nada de eso sucederá. Sólo él debe pagar una deuda que ha prometido satisfacer. Galván ve bien que todo cuanto diga no surtirá efecto. Así, pues, se despoja de la cota de malla y se desarma por completo. De estas armas se reviste Lanzarote sin perder un instante. Le parece que nunca va a llegar la hora de la satisfacción y la venganza. Ningún placer habrá para él mientras Meleagante no obtenga el fruto de lo pactado. El felón, completamente fuera de razón, está maravillado del espectáculo que se ofrece a sus ojos. Un poco más y perdería el juicio.
«Sí —se dice a sí mismo—, loco había de estar para no ir a ver, antes de venir aquí, si todavía tenía cautivo en mi prisión, en mi torre, a aquel que ahora se burla de mí. ¡Ah, Dios! Pero, ¿por qué habría de ir? ¿Cómo iba a imaginarme que podría salir de allí? ¿No están los muros sólidamente construidos? ¿No es la torre lo suficientemente fuerte y alta? No había salida posible sin ayuda del exterior. Quizá alguien me haya traicionado. Porque, si los muros se hubiesen venido abajo, precozmente arruinados, ¿no habría muerto él confundido con ellos, y desmembrado, y roto? Si hubiese caído, así Dios me ayude, habría muerto sin escape posible. Pero antes de creer que los muros fallaron, prefiero creer que el mar no tiene una gota de agua y que el mundo ha llegado a su fin, a no ser que hayan sido abatidos por la fuerza. No, ocurrió de otro modo: alguien le ayudó a salir; de no ser así, no hubiera conseguido escapar. Convengo en que no ruedan para mí bien las cosas.
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Sea como sea, él está fuera. Si le hubiese guardado bien entonces, no habría sucedido esto ni hubiera él regresado a esta corte jamás. Pero es tarde para arrepentirse. El villano, que no suele mentir, dice verdad: es demasiado tarde para cerrar el establo cuando ya se han llevado el caballo. Sé bien que ahora sólo me espera la vergüenza, si no supero con mi propio sufrimiento este difícil trance. Pero, ¿hasta qué punto lograré resistir? En fin, haré cuanto pueda, lucharé contra él con todas mis fuerzas, si place a Dios, mi única esperanza».
De ese modo, va cobrando vigor y no pide otra cosa que ser conducido junto con su enemigo al campo de batalla. Mucho no esperará, me parece, pues Lanzarote lo requiere a su vez: quiere luchar y piensa vencerle de inmediato. Pero, antes de que se ataquen mutuamente, les dice el rey que vayan a la llanura que se extiende bajo el torreón: de aquí a Irlanda no existe otra tan bella. Así lo hacen, hacia allá se dirigen. Muy pronto están en el lugar señalado. Les sigue el rey, todos y todas en tropel, una gran muchedumbre. Nadie ha quedado atrás. Y en las ventanas vense muchos caballeros, gentiles damas y hermosas doncellas, todos por ver a Lanzarote en acción.
Había en la llanura un sicómoro: más bello no podía ser. Cubría un gran espacio, y estaba orlado todo alrededor de hierba fresca y menuda, siempre nueva y hermosa. Bajo este sicómoro bello y gentil, que fue plantado en tiempo de Abel, brota una clara fuente que fluye con ligereza. La arena parece de plata y el conducto de oro, el más precioso y puro. Y corre a través de la llanura, entre dos bosques, hasta un valle.
Al rey le place sentarse junto a ese manantial: no encuentra nada allí que le desagrade.
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Acto seguido, ordena a sus gentes que se sitúen arriba. Fue entonces cuando Lanzarote cargó contra Meleagante con gran ira, como quien mucho le odiaba. Antes de herirle, empero, le dijo en alta y fiera voz:
«¡Acercaos, yo os desafío! Y sabed bien que no tendré piedad de vos».
Espolea entonces a su corcel y vuelve atrás un poco a tiro de arco, para tomar impulso. Después se precipitan el uno contra el otro a todo galope de sus caballos, e intercambian sendos golpes en los muy sólidos escudos, tales que han conseguido traspasarlos. Pero ninguno de los dos está herido: no llegaron las lanzas a la carne en este primer encuentro. Cada uno ha pasado al lado del contrario en un instante. En seguida, a todo correr, vuelven a dirigirse mutuamente grandes golpes en los fuertes escudos. Gran esfuerzo despliegan los valientes caballeros, y no es menor el de los rápidos y potentes caballos. A través de los escudos, sin embargo, han pasado las lanzas, que no habían sido quebradas, y por fuerza han llegado hasta la carne desnuda. El ímpetu de su ataque ha derribado a ambos en tierra. Correas, cincha, estribos: nada puede impedir su caída. Uno y otro vacían sus arzones y se desploman sobre la tierra inculta. Sus corceles están espantados, van al azar de un lado a otro, cocea el uno, el otro muerte, quisieran darse muerte mutuamente.
Los caballeros caídos se levantan lo más pronto que pueden, y desenvainan las espadas donde figuran sus divisas.
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Ponen el escudo a la altura del rostro, y se disponen en lo sucesivo a hacerse el mayor daño posible con el filo cortante de sus aceros. Lanzarote no tiene miedo: su esgrima es, por lo menos, dos veces superior a la de su adversario, pues había aprendido este arte en su infancia. Ambos intercambian grandes golpes sobre los escudos y sobre los yelmos laminados de oro, tanto que los han hendido y abollado. Fuertemente le apremia Lanzarote: de un tremendo golpe le ha cortado el brazo derecho, por más que lo tenía cubierto de hierro, por la zona que el escudo dejaba al descubierto. Meleagante, afrentado como se siente por la diestra perdida, dice que hará pagar cara esta pérdida. Si hay lugar para la venganza, hacia allá piensa dirigirse: tan loco está de irá y de dolor. Poco puede hacer ya, si no es intentar alguna astucia. Corre hacia su enemigo cuidando sorprenderle, pero Lanzarote se ha dado cuenta, y, con su espada bien corta, le asesta un tajo tal que pasarán abril y mayo antes de que el felón pueda recuperarse de la herida. Le ha hundido la nariz hasta los dientes, rompiéndole tres de ellos.
Meleagante, en medio de su ira, no puede articular palabra. Ni siquiera se digna suplicar la merced del vencedor: hasta tales extremos su loco corazón le ha desviado el seso. Lanzarote se acerca a él, le desata las cintas del yelmo y le corta la cabeza. Ya no volverá a traicionarle: muerto ha caído, y él le ha matado. Yo os digo que ninguno de los espectadores se ha compadecido de su suerte. El rey y todos los que están allí manifiestan su júbilo. Los más alegres desarman a Lanzarote, y se lo llevan ebrios de alegría.
Señores, si yo dijese más, sería fuera de materia. Por eso me dispongo a acabar: aquí termina mi relato.
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Godefroi de Leigni, el clérigo, ha llegado al final de La Carreta. Nadie le reconvenga ni le reproche haber llevado su tarea más allá de Chrétien, pues ha obrado de acuerdo con él, que la comenzó. Su parte comprende desde que Lanzarote fue encerrado en la torre hasta el fin de la historia. Tal es su parte, ni más ni menos. De otro modo, saldría perjudicado el cuento.
AQUÍ TERMINA LA NOVELA DE
LANZAROTE DE LA CARRETA
Chrétien de Troyes
(hacia 1135 - hacia 1190) fue un poeta de la corte de Champaña. Se dice que es el primer novelista de Francia y, según algunos, el padre de la novela occidental.
Se conoce muy poco sobre su vida. Se supone que nació en Troyes y estudió lenguas clásicas, incluido el griego. Antes de entrar en una orden monástica, se orientó, gracias a su precoz talento o a algún protector de fortuna, a una carrera como clérigo en la Corte de María de Francia, quien le habría encargado algunas obras, y, más tarde, a la de Felipe de Alsacia, conde de Flandes, a quien está dedicado
Perceval o el cuento del Grial
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Fundamentándose en su nombre Chrétien, algunos creen que era un judío converso, tesis defendida por Philippe Walter. Sus narraciones transparentarían así una inspiración cabalística. Según otros su inspiración deriva del catarismo. Sea como fuere, sus orígenes, sin duda modestos, permanecen oscuros.
Su fuente de inspiración se encuentra en la tradición celta y en las leyendas bretonas (la llamada
matière de Bretagne
, en castellano materia de Bretaña). Pero él confiere a estos materiales una dimensión cristiana nueva, fuertemente impregnada por los cantares de gesta en lengua d'oil de la segunda mitad del siglo XII. El secreto de su arte reside en su capacidad de operar, según sus mismas palabras, la buena conjointure, esto es, la alianza sabiamente dosificada entre la forma y el fondo. Considerado como uno de los primeros autores de libros de caballerías, donde mito y folklore se unen admirablemente para formar narraciones de encuesta, restringe el recurso a los elementos sobrenaturales, que él subordina a la descripción refinada de los sentimientos humanos, e incluso a la denuncia de iniquidades o injusticias sociales.
Es uno de los iniciadores de la literatura cortesana en Francia, aunque rinde cuentas al deseo y la sexualidad, al encuentro de los autores que desarrollaron el género tras su muerte. Cinco de sus novelas han llegado hasta nosotros:
Érec et Énide, Cligès, Lancelot ou le Chevalier de la charrette, Yvain ou le Chevalier au Lion, Perceval ou le Conte du Graal. Guillaume d'Angleterre
, novela que le es a veces atribuida, es de autenticidad dudosa.
Lancelot
e
Yvain
aparecen como sus novelas más célebres y complementarias, tanto por su tema como por su factura. Chrétien de Troyes las habría compuesto hacia 1175: en la primera, trata de la oposición moral entre el sentido del honor y la pasión adúltera; en la segunda, de la dificultad de conciliar la aventura caballeresca y el amor conyugal. De forma muy original, las intrigas de estas dos novelas se van entrelazando y el narrador no necesita enviar al lector de una a la otra.