Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (7 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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BOOK: Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta
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Y Keu responde:

[100]
«Buen señor rey, no me dedico ahora a las chanzas. Bien cierto es que en seguida me despido. De vos no pretendo más recompensas ni soldadas por mi servicio. ¡He tomado la decisión de irme sin demora!

»—¿Es por ira o por despecho —pregunta el rey— por lo que os queréis marchar? ¡Senescal, quedaos en la corte, en vuestro puesto habitual! Y sabed bien que no tengo nada en el mundo que no os dé sin reparos para manteneros aquí.

»—Señor —dice él— no os esforcéis. No aceptaría, ni que me regalarais un bolsillo de oro puro al día».

Ya quedó el rey muy desesperado; y así acudió a la reina:

«Señora —le dijo—, ¿sabéis lo que el senescal me reclama? Pide licencia para despedirse y afirma que no volverá a la corte jamás; no sé por qué. Lo que no quiere hacer por mí lo hará pronto por vuestra súplica. Id a él, mi querida dama. Ya que no se digna a quedarse por mí, rogadle que permanezca por vos. Y caed a sus pies, si es preciso; que si pierdo su compañía, jamás estaré alegre».

El rey envía a la reina al senescal, y ella va. Con su acompañamiento lo encontró; y, apenas llega ante él, así habla:

«Keu, gran pena he recibido, sabedlo con certeza, de lo que he oído decir de vos. Me han contado, y eso me pesa, que os queréis partir lejos del rey. ¿Qué os impulsa a ello?, ¿qué sentimiento? No me parece propio de un hombre sabio ni cortés, como yo suelo consideraros. Que os quedéis, rogaros quiero. ¡Keu, quedaos, os lo suplico!

»—Señora —él dice—, con vuestra venia; pero no voy a quedarme de ningún modo».

Y la reina aún más suplica, y todos los caballeros a coro; pero Keu contesta que se fatigan por algo que es en vano. Y la reina, con toda su altura, se echa a sus pies.
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Keu le ruega que se levante; pero ella afirma que no lo hará. No se levantará hasta que él otorgue su petición.

Entonces Keu le ha prometido que se quedará, con tal de que el rey le otorgue de antemano lo que va a pedir, y ella misma haga otro tanto.

«Keu —responde la reina—, lo que sea, él y yo lo concedemos. Ahora venid, que le diremos que os habéis contentado así».

Con la reina vase Keu y así llegan ante el rey.

«Señor, he retenido a Keu —dice la reina—, con gran esfuerzo. Os lo traigo con la promesa de que haréis lo que os pida».

El rey suspiró de alegría, y promete que cumplirá su petición, cualquiera que sea.

«Señor, sabed pues lo que exijo y cuál es el don que me habéis asegurado. Por muy afortunado me tendré, cuando lo obtenga por vuestra gracia.

»Me habéis otorgado la custodia y defensa de la reina que aquí está; así que iremos tras el caballero que nos aguarda en el bosque».

Al rey le entristece su promesa. Pero la confirma, y a su pesar no se desdice de ella; pero lo hace con amargura y tristeza, como se muestra bien en su rostro.

Mucho se apesadumbró la reina; y todos comentan en el palacio que orgullo, exceso y sinrazón había sido la petición de Keu, Tomó el rey a la reina de la mano y así le dijo:

«Señora, sin protestas conviene que marchéis».

Y Keu contestó:

«¡Bien, dejadla a mi cuidado! Y no temáis más nada, que la volveré a traer muy bien sana y salva!».

El rey se la confía y él se la lleva. En seguimiento de los dos salieron todos; y nadie estaba exento de preocupación.

Sabed que pronto el senescal estuvo completamente armado, y su caballo fue conducido al medio del patio.
[200]
A su lado estaba un palafrén, que no era indócil ni remolón, sino como conviene a la montura de una reina. Ésta llega a su palafrén, mortecina, doliente y suspirosa; lo monta mientras dice por lo bajo, para no ser oída:

«¡Ah rey, si lo supierais, creo que no permitiríais que Keu me alejara ni un solo paso!».

Creyó haberlo murmurado muy bajo; pero la oyó el conde Guinable, que muy cerca estaba de su montura.

A su marcha tan gran duelo hicieron todos aquellos y aquellas que la presenciaron, como si se partiera muerta sobre el ataúd. Pensaban que no regresaría jamás en vida. El senescal, en su desmesura, se la lleva adonde el otro los aguarda. Pero nadie se angustió tanto que intentara su persecución.

Hasta que, al fin, mi señor Galván dice al rey su tío, en confidencia:

«Señor —dice—, muy gran niñería habéis hecho, y mucho me maravillo de eso. Mas, si aceptáis mi consejo, mientras aún están cerca, podríamos salir tras ellos vos y yo, y aquellos que quieran acompañaros. Yo no podría contenerme por más tiempo sin salir en pos de ellos. No sería digno que no les siguiéramos, al menos hasta saber lo que le acontecerá a la reina y cómo Keu se comportará.

»—Vayamos pues, buen sobrino —dijo el rey—. Muy bien habéis hablado como noble cortés. Y ya que habéis tomado el asunto a vuestro cargo, mandad que saquen los caballos, y que les pongan sus frenos y monturas, para que no quede sino cabalgar».

Ya han traído los caballos; ya están aparejados y ensillados. El rey es el primero en montar, y luego montó mi señor Galván, y todos los demás a porfía.
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Todos quieren ser de la compañía, y cada uno va a su guisa. Unos estaban armados, y muchos otros sin armadura. Pero mi señor Galván iba bien armado, e hizo que dos escuderos le trajeran dos corceles de batalla.

Así que se aproximaron al bosque, vieron salir al caballo de Keu, y lo reconocieron. Vieron que las riendas de la brida habían sido rotas por ambos lados. El caballo venía sin caballero. La estribera traía teñida de sangre, y el arzón de la silla por detrás colgaba desgarrado y en pedazos.

Todos se quedaron angustiados; y uno a otros se hacían señas con guiños y golpes de codo.

Bien lejos en delantera a lo largo del camino cabalgaba mí señor Galván. Sin mucho tardar vio a un caballero que avanzaba al paso sobre un caballo renqueante y fatigado, jadeante y cubierto de sudor. El caballero fue el primero en saludar a mi señor Galván; y éste le contestó luego. El caballero se detuvo al reconocer a mi señor Galván, y le dijo:

«Señor, bien veis cómo está cubierto de sudor y tan derrengado que de nada me sirve. Me parece que esos dos corceles son vuestros. Así que querría pediros, con la promesa de devolveros el servicio y galardón, que vos en préstamo o como don, me dejéis uno, el que sea.

»—Pues escoged entre los dos el que os plazca —contestó».

El otro, como que estaba en gran necesidad, no fue a escoger el mejor, ni el más hermoso ni el más grande, sino que montó al punto el que encontró más cerca de él. Pronto lo ha lanzado al galope. Mientras, caía muerto el que había dejado, pues demasiado lo había en aquella jornada fatigado y abusado.

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El caballero sin ningún respiro se va armado a través del bosque. Y mi señor Galván detrás lo sigue y le da caza con ahínco cuando ya había traspasado una colina. Después de avanzar gran trecho encontró muerto el corcel que había regalado al caballero, y vio muchos rastros de caballos y restos de escudos y de lanzas en torno. Se figuró que había habido gran pelea de varios caballeros, y mucho le apenó y disgustó no haber llegado a tiempo. No se paró allí largo rato, sino que avanza con raudo paso. Hasta que adivinó que volvía a ver al caballero: muy solo, a pie, con toda su armadura, el yelmo lazado, el escudo al cuello, ceñida la espada, había llegado junto a una carreta.

Por aquel entonces las carretas servían como los cadalsos de ahora; y en cualquier buena villa, donde ahora se hallan más de tres mil no había más que una en aquel tiempo. Y aquélla era de común uso, como ahora el cadalso, para los asesinos y traidores, para los condenados en justicia, y para los ladrones que se apoderaron del haber ajeno con engaños o lo arrebataron por la fuerza en un camino. El que era cogido en delito era puesto sobre la carreta y llevado por todas las calles. De tal modo quedaba con el honor perdido, y ya no era más escuchado en cortes, ni honrado ni saludado. Por dicha razón, tales y tan crueles eran las carretas en aquel tiempo, que vino a decirse por vez primera lo de: «Cuando veas una carreta y te salga al paso, santíguate y acuérdate de Dios, para que no te ocurra un mal».

El caballero a pie, sin lanza, avanza hacia la carreta, y ve a un enano sobre el pescante, que tenía, como carretero, una larga fusta en la mano;
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y dice el caballero al enano:

«Enano, ¡por Dios!, dime si tú has visto por aquí pasar a mi señora la reina».

El enano, asqueroso engendro, no le quiso dar noticias, sino que le contesta:

«Si quieres montar en la carreta que conduzco, mañana podrás saber lo que le ha pasado a la reina».

Mientras aquél reanuda su camino, el caballero se ha detenido por momentos, sin montar. ¡Por su desdicha lo hizo y por su desdicha le retuvo la vergüenza de saltar al instante a bordo! ¡Luego lo sentirá!

Pero Razón, que de Amor disiente, le dice que se guarde de montar, le aconseja y advierte no hacer algo de lo que obtenga vergüenza o reproche. No habita el corazón, sino la boca, Razón, que tal decir arriesga. Pero Amor fija en su corazón y le amonesta y ordena subir en seguida a la carreta. Amor lo quiere, y él salta; sin cuidarse de la vergüenza, puesto que Amor lo manda y quiere.

A su vez mi señor Galván acercábase hacia la carreta; y cuando encuentra sentado encima al caballero, se asombra y dice:

«Enano, infórmame sobre la reina, si algo sabes».

Contesta el enano:

«Si tanto te importa, como a este caballero que aquí se sienta, sube a su lado, si te parece bien y yo te llevaré junto con él».

Apenas le oyó mi señor Galván, lo consideró como una gran locura, y contestó que no subiría de ningún modo; pues haría desde luego un vil cambio si trocara su caballo por la carreta.

«Pero ve adonde quieras, que por doquier vayas, allí iré yo».

Así se ponen en marcha; él cabalga, aquellos dos van en carreta, y juntos mantenían un mismo camino. Al caer la tarde llegaron a un castillo. Sabed bien que el castillo era muy espléndido y de arrogante aspecto.

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Los tres entran por una puerta. Del caballero, traído en la carreta, se asombran las gentes. Pero no lo animan desde luego; sino que lo abuchean grandes y pequeños, viejos y niños, a través de las calles, con gran vocerío. El caballero oyó decir de él muchas vilezas y befas. Todos preguntan:

«¿A qué suplicio destinarán al caballero? ¿Va a ser despellejado, ahorcado, ahogado, o quemado sobre una hoguera de espino? ¿Di, enano, di, tú que lo acarreas, en qué delito fue aprehendido? ¿Está convicto de robo? ¿Es un asesino, o condenado en pleito?».

El enano mantiene obstinado silencio, y no responde ni esto ni aquello. Conduce al caballero a su albergue —y Galván sigue tenazmente al enano— hacia un torreón que se alzaba en un extremo de la villa sobre el mismo plano. Pero por el otro lado se extendían los prados y por allí la torre se alzaba sobre una roca escarpada, alta y cortada a pico. Tras la carreta, a caballo entra Galván en la torre.

En la sala se han encontrado una doncella de seductora elegancia. No había otra tan hermosa en el país, y la ven acudir acompañada por dos doncellas, bellas y gentiles.

Tan pronto como vieron a mi señor Galván, le demostraron gran alegría y le saludaron. También preguntaron por el caballero:

«Enano, ¿qué delito cometió este caballero que llevas apresado?».

Tampoco a ellas les quiso dar explicaciones el enano. Sino que hizo descender al caballero de la carreta, y se fue, sin que supieran adonde iba.

Entonces descabalga mi señor Galván, y al momento se adelantan unos criados que los desvistieron a ambos de su armadura.

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La doncella del castillo hizo que les trajeran dos mantas forradas de piel para que se pusieran encima. Cuando fue la hora de cenar, estuvo bien dispuesto la cena. La doncella se sienta en la mesa al lado de mi señor Galván. Por nada hubieran querido cambiar su alojamiento, en busca de otro mejor; ¡a tal punto fue grande honor y compañía buena y hermosa la que les ofreció durante toda la noche la doncella!

Cuando hubieron bien comido, encontraron preparados dos lechos, altos y largos, en una sala. Allí había también otro, más bello y espléndido que los anteriores. Pues, según lo relata el cuento, aquél ofrecía todo el deleite que puede imaginarse en un lecho. En cuanto fue tiempo y lugar de acostarse la doncella acompaña a tal aposento a los dos huéspedes que albergaba, les muestra los dos lechos hermosos y amplios y les dice:

«Para vosotros están dispuestos aquellas dos camas de allá. En cuanto a esta de aquí, en ella no puede echarse más que aquel que lo merezca. Ésta no está hecha para vosotros».

Entonces le responde el caballero, el que llegó sobre la carreta, que considera como desdén y baldón la prohibición de la doncella.

«Decidme pues el motivo por el que nos está prohibido este lecho».

Respondió ella, sin pararse a pensar, pues la respuesta estaba ya meditada.

«A vos no os toca en absoluto ni siquiera preguntar. Deshonrado está en la tierra un caballero después de haber montado en la carreta. No es razón que inquiera sobre ese don que me habéis preguntado, ni mucho menos que aquí se acueste. ¡En seguida podría tener que arrepentirse! Ni os lo he hecho preparar tan ricamente para que vos os acostéis en él. Lo pagaríais muy caro, si se os ocurriese tal pensamiento.

»—¿Lo veré?

»—¡En verdad!

»—¡Dejádmelo ver! No sé a quién le dolerá —dijo el caballero—, ¡por mi cabeza!
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Aunque se enoje o se apene quien sea, quiero acostarme en este lecho y reposar en él a placer».

Con que, tras haberse quitado las calzas, se echa en el lecho largo y elevado más de medio codo sobre los otros, con un cobertor de brocado amarillo, tachonado de estrellas de oro. No estaba forrado de piel vulgar, sino de marta cibelina. Por sí misma habría honrado a un rey el cobertor que sobre sí tenía. Desde luego que el lecho no era de paja ni hojas secas ni viejas esteras.

A media noche del entablado del techo surgió una lanza, como un rayo, de punta de hierro y lanzóse a ensartar al caballero, a través de sus costados, al cobertor y las blancas sábanas, al lecho donde yacía. La lanza llevaba un pendón que era una pura llama. En el cobertor prendió el fuego, y en las sábanas y en la cama de lleno. Y el hierro de la lanza pasa al lado del caballero, tan cerca que le ha rasgado un poco la piel, pero no le ha herido apenas. Entonces el caballero se ha levantado; apaga el fuego y empuña la lanza y la arroja en medio de la sala. No abandona por tal incidente su lecho, sino que se vuelve a acostar y a dormir con tanta seguridad como antes.

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