Read Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta Online
Authors: Chrétien de Troyes
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Después de haber accedido a su proposición y deseo lo conduce hasta un castillo. No encontraríase uno más bello de aquí hasta Tesalia. Estaba protegido en su circunferencia por altos muros y por un foso de agua profunda. Y allí dentro no se encontraba más hombre que el que ella esperaba.
Allá había mandado la doncella, para su residencia, construir un buen número de habitaciones y un gran salón principal.
Cabalgando por la vera de un río llegaron a la mansión. El puente levadizo estaba bajo para permitirles el paso. Una vez cruzada la entrada sobre el puente han encontrado abierta la gran sala, con su artesonado de tejas. Por el portal que encontraron abierto penetran y ven una gran mesa, amplia y larga, cubierta con su mantel. Encima estaban servidos los platos, encendidas todas las velas en los candelabros, y las grandes copas de plata dorada y dos jarras, una llena de vino de moras y la otra de un fuerte vino blanco. A un lado de la mesa, sobre uno de los bancos, encontraron dos palanganas llenas de agua caliente para lavarse las manos; y al costado han hallado una toalla de hermosos bordados, hermosa y blanca, para secarse las manos.
Allá no encontraron ni atisbaron criado, lacayo ni escudero.
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El caballero se quita el escudo del cuello y lo cuelga de un gancho, y toma su lanza y la deposita sobre el rastrillo de un pesebre. Luego salta de su caballo al suelo, y la doncella desciende del suyo. Al caballero le pareció muy bien que ella no esperara a que él la ayudase a desmontar. Apenas hubo descendido sin demora ni vacilación corre a una cámara de donde saca para él un manto escarlata y se lo pone sobre los hombros.
La sala no estaba en sombras, por más que en el cielo lucían ya las estrellas. Por el contrario había allí dentro tantas velas y antorchas grandes y ardientes que la claridad la inundaba. Después de ponerle el manto al cuello, le dijo la doncella:
«Amigo, ved el agua y la toalla. Nadie os la ofrece ni brinda puesto que a nadie veréis sino a mí. Lavad vuestras manos y sentaos, comed cuando os apetezca y venga en gana. La hora y la comida bien lo piden, como podéis ver. Así que lavaos y venid a sentaros.
»—¡Con mucho gusto!».
Y él se sienta y ella, muy contenta, a su lado. Juntos comieron y bebieron hasta el fin de la cena. Cuando se hubieron levantado de la mesa, le dijo la doncella al caballero:
«¡Señor!, salid fuera a distraeros, si no os causa molestia, y aguardad allí, si os place, hasta que calculéis que ya estoy acostada. No os enoje ni fastidie la demora, porque bien podéis venir a tiempo, si vais a cumplir vuestra promesa».
Repuso él:
«Yo os mantendré la promesa. De modo que volveré cuando piense que es ya hora».
Entonces se sale fuera y allí se demora un gran rato, pues debe mantener su promesa.
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Vuelve de nuevo a la sala, pero no encuentra allí a la que se hizo su amiga, que allí desde luego no estaba.
Cuando ni la encuentra ni la ve, se dice:
«En cualquier lugar que esté, iré en su busca hasta hallarla». Y no se retrasa en la busca, por la promesa que le tenía.
Al entrar en una cámara oye gritos de una joven. Y era la misma con la que había de acostarse.
De pronto advierte la puerta abierta de otra habitación. Hacia allá va, y ante sus ojos presencia cómo un caballero la había derribado y la tenía echada de través sobre la cama, después de desnudarla. Ella que estaba bien segura de que acudiría en su ayuda, gritaba bien alto:
«¡Ay! ¡Ay! ¡Caballero, tú que eres mi huésped! Si no me quitas a éste de encima, va a ultrajarme en tu presencia. Tú eres quien debe compartir mi lecho, como has pactado conmigo. ¿Me someterá éste ahora a su deseo, bajo tu mirada, a la fuerza? ¡Gentil caballero, esfuérzate pues en venir en mi socorro a toda prisa!».
Él ve que muy vilmente tenía el otro a la doncella desnuda hasta el ombligo. La escena le produce gran vergüenza y pesar, por el hecho de que el atacante acerque su desnudez a la de ella. Por otra parte el espectáculo no le enardecía su deseo ni tampoco los celos.
Además a la entrada había como porteros, bien armados, dos caballeros con espadas desnudas en la mano. Más allá cuatro lacayos estaban en pie. Cada uno blandía un hacha, capaz de partir en dos una vaca por mitad del espinazo, tan fácilmente como segar la raíz de un enebro o una retama.
El caballero en la puerta se detiene y cavila:
«¿Dios, qué podré yo hacer? Me mueve en mi aventura nada menos que el rescate de la reina Ginebra.
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De ningún modo puedo tener corazón de liebre, cuando por tal motivo estoy en esta búsqueda.
»Si Cobardía me presta su corazón, y si obro a su mandato, no conseguiré lo que persigo. ¡Deshonrado quedo si aquí me tardo! Incluso me resulta ahora un gran esfuerzo haber mencionado la tardanza. Por ello tengo ya el corazón triste y ensombrecido. Ahora siento vergüenza, ahora desespero, tanto que morir quisiera por haberme tanto detenido aquí. ¡Qué Dios no tenga piedad de mí, si lo digo por vanidad, y si no quiero mejor morir con honor que vivir con infamia! Si tuviera el paso franco, ¿qué honor habría merecido, si éstos me dieran su permiso para pasar más allá sin disputa? Entonces podría pasar, sin mentir, hasta el más cobarde de los vivientes. Bastante he oído a esta desgraciada suplicarme socorro repetidamente, y me recuerda mi promesa y me la echa en cara».
Al instante se acerca a la puerta e introduce el cuello y la cabeza por una ventana de al lado, y levanta la vista al asomarse así. Ve caer sobre él las espadas y súbito se retira de un brinco. Los dos caballeros no pudieron detener su ímpetu, una vez lanzados a descargar el golpe. En tierra dan con sus espadas con tal fuerza que ambas se hicieron pedazos.
Una vez quebrados los aceros, él tuvo menos aprecio por las hachas y menos temió a quienes las manejaban. Con que salta entre ellos y de un golpe al costado hiere a un lacayo, y luego a otro. A los dos que encontró más cerca les da con puños y brazos hasta abatirlos fuera de combate. El tercero erró su golpe. Pero el cuarto le atina, al descargar el golpe. Del tajo rasga la capa y en todo el hombro lo hiere, de modo que su camisa y su blanca carne se tiñen de la sangre que gotea.
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Pero nada consigue detenerle, ni se queja de su herida. Rápido avanza a grandes saltos y levanta, agarrándolo por las sienes, al que pretendía forzar a su anfitriona. ¡Bien podrá mantenerle su promesa, antes de partir!
A pesar de su resistencia, alza en pie al rufián. Mientras, el que había fallado su golpe, corre hacia el caballero, a toda marcha, y blande en alto el hacha. Cree que lo va a hendir de un tajo, desde la cabeza hasta los dientes. Pero él sabe defenderse bien, y pone por delante al otro rufián. El del hacha le asesta el golpe allí donde el hombro se une al cuello, con tal furia que escinde uno de otro.
Entonces el caballero se apodera del hacha, la arrebata de las manos de su enemigo y arroja al herido. Bien le convenía defenderse, pues que contra él cargaban los tres felones con sus hachas, que muy duramente lo asedian. Con toda intención salta a parapetarse entre la cama y la pared. Les grita:
«¡Ahora, venga, todos contra mí! ¡Aunque fuerais veintisiete, ahora que tengo un parapeto os daré batalla a destajo; y no seré yo quien antes se fatigue de ella!».
La doncella, que contemplaba la escena, dice entonces:
«¡Por mis ojos, no tengáis cuidado desde ahora en adelante, mientras esté yo presente!».
Al momento manda retirarse a los caballeros y lacayos. Y se fueron todos de allí, sin demoras ni excusas.
Luego dijo la doncella:
«Señor, habéis defendido bien mi honor, contra toda mi mesnada. Ahora venid, yo os guío».
A la sala regresan cogidos de la mano. Él no iba precisamente encantado; sino que muy a gusto se hubiera hallado bien lejos de allí. Una cama estaba ahora hecha en medio de la sala. Sus sábanas relucían de limpias, blancas, amplias, desplegadas. Tampoco la colcha era, ¡ni mucho menos!, de paja deshilachada ni de áspero esparto.
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Y sobre la colcha estaba extendido un sedoso cobertor de varios colores. Allí se acostó la doncella, aunque sin quitarse la camisa.
Al caballero le da grandes fatigas y reparos desnudarse. No puede evitar sudar de disgusto. De todos modos, a pesar de sus angustias, su promesa le obliga y va a cumplirla. ¿Es pues un hecho de fuerza? Como si lo fuera. Por fuerza tiene que ir a acostarse con la doncella. Su promesa lo emplaza y reclama. Se acuesta pues sin apresurarse. Pero no se quita tampoco la camisa, como no lo hizo la doncella. Cuida mucho de no tocarla; sino que se va a un extremo y allí se queda de espaldas. Sin decir una palabra, como a un fraile converso a quien le está prohibido hablar cuando está echado en su lecho. Ni una vez vuelve su mirada ni hacia ella ni a otro lado. No le puede hacer buena cara. ¿Por qué? Porque no siente el corazón su atractivo, que en otro lugar su atención está fijada. Así que no le atrae ni le seduce lo que tan hermoso y amable sería a cualquier otro.
El caballero no tiene más que un solo corazón; y éste no está ya más en su poder, sino que está gobernado desde lejos y no lo puede prestar a otra persona. Entero lo obliga a fijarse en un lugar Amor, que sojuzga todos los corazones. ¿Todos? No, desde luego, tan sólo los que él aprecia. Bien se debe estimar en más, aquél que Amor se digna sojuzgar. Y el corazón del caballero apreciaba tanto, que lo sojuzgaba por encima de los demás, y lo colmaba de tremenda fiereza. Por tanto no quiero reprocharle si renuncia a lo que Amor le prohíbe, y obedece lo que quiere Amor.
La doncella se da cuenta y entiende que aquél aborrece su compañía y se pasaría bien sin ella. No tiene intención de abrazarla. Ella lo comprende y le dice:
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«Si no os ha de pesar, señor, me iré de aquí. Iré a acostarme a mi cámara y vos os quedaréis más a gusto. No creo que os plazca demasiado mi encanto ni mi compañía. No lo tengáis como descortés, si os digo lo que pienso. Ahora reposad bien esta noche, que me habéis cumplido tan bien vuestra promesa, que no os podría reclamar en derecho nada más. No me queda más que encomendaros a Dios y marcharme».
Luego se levanta. El caballero en absoluto se apena; antes bien la deja marcharse a gusto, como quien ama por entero a otra. Claramente lo comprende la doncella por la muestra. Así que se ha retirado a su cámara donde se acuesta sin camisa, al tiempo que se dice a sí misma:
«Desde que por vez primera conocí a un caballero, no he conocido a uno solo, a excepción de éste, que valiera la tercera parte de un doblón angevino. Seguro que, como pienso y sospecho, quiere intentar una tan gran empresa tan peligrosa y fiera que no osó emprender ningún otro caballero. ¡Qué Dios le permita llegar hasta el final!». En seguida se adormeció y durmió hasta que apareció el claro día.
Al rayar el alba, presurosa se levanta. Tan pronto se despierta el caballero, se apresta y reviste su arnés sin más ayuda. Así que cuándo se le presenta la doncella lo encuentra ya equipado.
—Buen día os dé Dios hoy —dice ella al verle.
«¡Y a vos, doncella, así sea!», dice él a su vez. Y agrega que se le hace tarde; que saquen su caballo de los establos. Ella dio órdenes de que se lo trajeran, y dice:
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«Señor, yo me iría con vos un buen trecho por ese mismo camino, si es que vos os atrevéis a guiarme y acompañarme, de acuerdo con los usos y costumbres establecidos en el reino de Logres desde antes de nuestro nacimiento».
Las costumbres y franquicias eran así, por aquel entonces: que si un caballero encontraba sola a una damisela o a una doncella villana no la atacaba, así tuviera antes que cortarse el cuello, por todo su honor, si pretendía conservar su buen renombre. Y, en caso de forzarla, para siempre quedaba deshonrado en todas las cortes. Pero si la joven era acompañada por otro, entonces a cualquiera que le gustara, que presentara batalla y venciera por las armas a su defensor, podía hacer con ella su voluntad sin conseguir vergüenza ni reproche. Por eso le dijo la doncella que si se atrevería a escoltarla según esa costumbre, de modo que otro no pudiera molestarla, al ir en su compañía.
A lo que contestó el caballero:
«Ninguno ha de causaros enojos, os lo aseguro, si antes no me los presenta a mí.
»—Entonces con vos quiero marchar», dijo ella. Hizo ensillar su palafrén. Pronto estuvo cumplida su orden. Y sacaron el palafrén de la doncella y el caballo al caballero. Ambos montan sin escudero. Y salen con rápido trote.
Ella le da conversación; pero él no presta atención a su charla. Más bien rehúsa el diálogo. Le gusta meditar; hablar le enoja.
Amor muy a menudo le reabre la herida que le ha causado. Jamás le aplicó vendajes para curar ni sanar. No tiene intención ni deseos de buscar emplastos ni médicos, a menos que su herida no empeore. Pero aún eso lo incitaría más y más.
Marcharon por sendas y senderos, siguiendo el camino más recto, hasta que llegaron a la vista de una fuente.
La fuente estaba en medio de un prado, y a su lado había un bloque de piedra.
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En la roca vecina había olvidado no sé quién un peine de marfil dorado. Jamás, desde los tiempos del gigante Isoré no había visto uno tan bello hombre cuerdo ni loco. Y en el peine había dejado medio puñado de cabellos la que se había peinado con él.
Cuando la doncella atisbo la fuente y vio la escalerilla no quiso que el caballero los apercibiera e intentó desviarse por otro camino. Él, que iba deleitándose y saciado con su meditación muy a placer, no se dio cuenta al momento de que ella se salía del camino. Pero cuando lo notó, temió que se tratara de algún engaño, que la joven se apartaba y se salía del camino para esquivar algún peligro.
«¡Atención, doncella —dijo—, que no vais bien! ¡Venid por acá! Nunca, pienso, puede adelantarse quien se sale de esta senda.
»—Señor, iremos mejor por aquí —replicó la doncella—. Lo sé bien».
Respondió el caballero:
«No sé yo lo que pensáis, doncella, pero bien podéis ver que éste es el camino batido y recto. Una vez que por él he tomado, no me volveré en otro sentido. No obstante, si os place, idos por ahí; que yo iré por éste libremente».
Así avanzan hasta llegar cerca de la mole de piedra y ver el peine.
«Jamás, por cierto, en lo que recuerdo —dice el caballero— vi tan hermoso peine como ése de ahí.