Hablaba en serio. No era tan insensato como para llevar a Perila a una pantomima. Era capaz de levantarse a la primera broma procaz y exigir una disculpa pública al productor. Y para colmo la obtendría.
—¿Qué tenías en mente? —dijo al cabo de una pausa.
—Sólo una caminata. Pensé que sería agradable ir a los Jardines de Salustio. —Los Jardines de Salustio están al norte, más allá de la vieja Muralla Serviana, y son uno de los parques públicos más hermosos de Roma—. Vamos, Perila. Sólo esta vez.
—¿Literas separadas? —Noté que estaba cediendo.
—Sí. Llevadas por eunucos octogenarios equipados con anteojeras. Tienes mi palabra.
—¿Sólo un paseo por los Jardines de Salustio? ¿Estás seguro?
—El otro día vi allí a la vestal máxima. Va regularmente, sólo por la edificación moral.
Perila sonreía. Sonreía de veras. Supe que había ganado e hice un gran esfuerzo para no pavonearme.
—De acuerdo, Corvino. Dame un rato para arreglarme el cabello. —Su cabello no tenía ningún problema, pero no quise discutir—. Siéntate y le diré a Calías que te traiga vino. No es demasiado temprano para ti, ¿verdad?
—Por esta vez —dije—, haré una excepción.
Lo de los eunucos octogenarios era una broma, pero a Perila no parecía molestarle mientras observáramos otras normas de decoro. Los cuatro Amigos Entrañables también vinieron. No toleraría que me aporrearan en un festivo, y si estaba Perila no quería correr riesgos. Caminaban junto a las literas, dos a cada lado, exhibiendo los pectorales y ladrando palabrotas galas a cualquier peatón que nos prestara la menor atención. La mayoría se desviaba para eludirnos. Era comprensible.
Nos frenaron las multitudes que iban a mirar la procesión oficial de la diosa. Tendría que haber pensado en ello (el templo de Flora está cerca de la Puerta Quirinal) pero era demasiado tarde para remediarlo. Al menos, con la fuerza combinada de los porteadores y de mis cuatro galos, logramos mantener las literas lado a lado, así que pudimos conversar en medio del movedizo gentío.
La muchedumbre fascinaba a Perila; claro que la pobre chica no salía demasiado.
—¿Por qué hay tantas mujeres, Corvino? —preguntó en un momento—. ¿Y vestidas de esa manera?
Se refería a las prostitutas, desde luego. Muchas se reúnen en los aledaños del templo, y al parecer avanzábamos en medio de una cincuentena, lo cual me ponía nervioso porque se acercaba demasiado a una de mis fantasías favoritas. Y algunas muchachas eran adorables. Si Perila no hubiera estado allí, habría detenido la litera y habría subido un par a bordo. Dadas las circunstancias, observé mi mejor conducta.
Se lo expliqué. Se escandalizó.
—¿Qué, todas ellas? ¿Todas son prostitutas?
—Sí. Bien, todas las mujeres con túnica de hombre y maquillaje al menos. —Me alegró no ver hombres vestidos de mujer en la multitud, porque no tenía ganas de explicarle a Perila qué eran.
—Pero no puede haber trabajo para todas estas muchachas. ¿Cómo se ganan el sustento?
Me mordí la lengua. Júpiter, pensé, acompáñame en la hora de mi adversidad.
—No todas son chicas de ciudad, Perila. Flora es la patrona de las prostitutas. Vienen a Roma de todas partes en el Festival de Primavera.
—Deben de ser muy religiosas —observó Perila solemnemente mientras yo trataba de no reírme. Una de las más despampanantes (para mi horror, la reconocí) franqueó las líneas gálicas, me plantó un beso en el pómulo izquierdo y me caló una flor detrás de la oreja.
—¡Ah, qué detalle! —Perila le sonrió. Por suerte no había visto lo que hacía la muchacha con la mano izquierda—. ¡Qué gesto encantador! ¡Corvino, te estás sonrojando!
Logré arrojarle una pieza de plata a la muchacha cuando Perila no miraba. La atajó diestramente, me sopló otro beso y desapareció en la multitud.
La buena conducta está muy bien, pero yo debía cuidar mi reputación.
Llegamos a los Jardines de Salustio sin más tropiezos. Dejé las literas en la puerta y les dije a los Amigos Entrañables que nos siguieran discretamente y estuvieran alerta por si los necesitaba. («¿Entendéis qué significa 'discretamente', muchachos?» «Sí, jefe. Con disimulo. Ningún problema»). Fue bastante difícil. Media Roma había tenido la misma idea que yo y los jardines estaban abarrotados. Caminamos tranquilamente entre las hileras de plátanos, hacia la estatua de Fauno.
El lugar olía a primavera y a las semillas de melón tostadas de los carros de los buhoneros.
—¿Puedes creer que nunca estuve aquí? —Perila miraba en torno con interés—. Sí en los otros parques, pero no en éste. Recuerdo que mi padrastro nos llevó al Pinciano cuando yo tenía doce años. Debía de ser Floralia, también. El año en que lo desterraron.
Hoy no tenía la menor gana de hablar de Ovidio. Era un festivo, después de todo. Cambié de tema.
—El viejo Salustio era un hipócrita. Mi abuelo lo conoció. Gastó una fortuna en este lugar cuando era el dueño, y luego tuvo el descaro de sentarse aquí para escribir sobre la degeneración de los romanos modernos.
—Pero debes conceder que es hermoso. —Perila sonrió—. Sin duda el gasto valió la pena.
—Cuéntaselo a las provincias que el viejo esquilmó para obtener el dinero.
Perila me miró de soslayo.
—Corvino, a veces no te entiendo. Vienes de una de las mejores familias de Roma, pero no actúas como un aristócrata. Por lo menos, como ningún aristócrata que conozca. ¿De qué lado estás?
—No estoy del lado de nadie. —Arranqué una larga brizna de hierba de un lado del camino y la mastiqué—. Porque nadie está de mi lado. ¿Me entiendes?
—No, no te entiendo.
—No importa. Cambiemos de tema, Perila. El Festival de Primavera no es ocasión para hablar en serio.
—No, de veras. Me interesa.
Arrojé la brizna de hierba.
—De acuerdo. Es tu decisión. Fíjate en mi padre, por ejemplo. Buen orador público. Cónsul a los treinta y tres. General exitoso… bien, bastante exitoso, aunque no era ningún portento. Pertenece al comité que cuida los libros proféticos. Es íntimo del emperador. Y uno de los reptiles más grandes que encontrarás fuera de la
Historia natural
de Aristóteles.
—¿Y?
Me detuve y la miré azorado.
—¿No ves nada de malo en ello?
—Creo que eres un poco duro con él. Parece haberse desempeñado bastante bien.
—Se ha desempeñado bien al decirle las palabras indicadas a la gente indicada.
—¿Preferirías que dijera las cosas erradas a la gente errada?
—¡Vamos, Perila! Sabes que no me refiero a eso.
—¿O las cosas indicadas a la gente errada? ¿O las cosas erradas a la gente indicada? ¿O…?
Sonreí contra mi voluntad y seguí caminando.
—Vale, acepto tu observación. Debí expresarlo de otra manera.
—¿No piensas que quizá él crea que son las cosas indicadas y la gente indicada?
Empezaba a fastidiarme, y no quería reñir. Y menos ese día.
—¿Podemos cambiar de tema? Por favor. Es Floralia, y es un día demasiado bonito para hablar de mi padre, y no debí mencionar a ese cabrón. ¿Vale?
—Muy bien. —Seguimos caminando en silencio y doblamos la esquina del seto de boj—. ¡Corvino, mira los narcisos! ¿No están hermosos?
Delante de nosotros la hierba era una masa blanca y amarilla. Era bastante impresionante, tenía que admitirlo, aunque las flores ya no estaban en su mejor momento.
—Tenías razón. Fue buena idea venir. —Perila había abandonado el sendero y caminaba por la hierba hacia el manto de pétalos. Por un instante el verdor vivido de la hierba, las flores amarillas y blancas y el manto celeste se combinaron en una imagen que parecía salida del muestrario de un pintor de murales: Flora, diosa rubia de la primavera y la floración, caminando en los prados de un mundo primigenio, la cabeza ladeada para mirar a sus espaldas, apretándose una flor contra la mejilla, la otra tendida para llamar a quien le seguía…
—¡Ven, Corvino!
La imagen se disolvió. No tengo esas fantasías poéticas con frecuencia, pero quizá me esté perdiendo algo. La alcancé y le cogí la mano tendida.
Ninguno de los dos supo cómo sucedió. Quizá Flora tuvo algo que ver. Sin duda lo habría aprobado. Habíamos perdido a los galos, o ellos nos habían perdido a nosotros, por tacto o por estupidez monumental. (No hay premios por adivinar la respuesta. Esos tipos no habrían reunido una onza de tacto entre todos aunque hubieran sudado un mes.) Habíamos dejado el sendero, desde luego, y nos habíamos internado en lo que ciertos poetas llamarían un antro silvestre, que me sonaba bastante repulsivo. Ya los conocéis: paisaje agreste escrupulosamente podado, arroyo cantarín cubierto de helechos, una estatua tosca (delicadamente tosca) del Pan rústico. Rincones y recovecos…
Recuerdo especialmente los rincones y recovecos, o al menos uno de ellos. Fuera rincón o recoveco, el verdadero milagro era que estuviera vacío. Lo que no recuerdo es si yo la besé primero o ella me besó a mí. En todo caso, la cuestión pronto fue puramente teórica. Al margen de quién empezara, besar a Perila fue como ser golpeado en la cabeza por un arco de triunfo y luego ahogado en pétalos de rosa. Al cabo de un par de siglos emergí para tomar aire. A partir de entonces, la conversación fue uno por ciento monosilábica y noventa y nueve por ciento táctil.
—Corvino, creo que no deberíamos…
—Sólo déjame…
—Tengo una raíz de árbol en la espalda. ¿Crees que podríamos…?
—¿Así está mejor?
—Mmmm. —Larga pausa—. ¡Mmmm! —(Pausa más larga y más enfática de ambas partes)—. ¡Mmmmmm!
Estábamos tomándole el ritmo cuando ella se incorporó.
—Ésta no es buena idea —dijo.
La empujé hacia abajo. Se incorporó de nuevo.
—No me molesta que me seduzcas, Corvino, pero no estoy dispuesta a estropear una excelente capa. Detente de una vez.
Más fácil decirlo que hacerlo. Hay cosas que no se pueden detener. Hay que dejarles seguir su curso…
Me dio un tortazo en la mandíbula. Con el puño. Fuerte.
Cuando los Jardines de Salustio volvieron a ensamblarse a partir de la lluvia de relámpagos titilantes en que se habían convertido de golpe, alcé los ojos y vi a Perila inclinada sobre mí. Increíblemente, estaba llorando.
—Lo lamento, Marco —dijo—. ¿Te encuentras bien?
Una pregunta tonta, dadas las circunstancias. En vez de responder, traté de mover la mandíbula. Por suerte no me la había roto, y no veía dientes desparramados. Pero mis ojos aún no funcionaban muy bien, así que quizá no hubiera visto algunos.
Perila me besó; un beso dulce y suave, las pestañas húmedas contra mi cara. Luego se levantó.
—Será mejor que regresemos.
—¿Literas separadas?
Ella sonrió, bajó los ojos y negó con la cabeza.
No cenamos. En cambio hicimos el amor. Ella gritó cuando la penetré, y quedé tan sorprendido que me eché hacia atrás; pero ella me estrechó y terminamos. Sólo cuando nuestros corazones se aplacaron y hablamos durante la pausa comprendí que había sido un grito de dolor y que Perila había sido virgen.
—Nunca dejé que me tocara —susurró, humedeciéndome el hombro con sus lágrimas—. Ni siquiera la primera noche. Y menos sabiendo lo que yo sabía, para qué me quería. —Le besé los ojos, sin decir nada, y mis labios probaron sal—. Como ves, Marco, al cabo no obtuvo nada, sólo odio.
—¿Por qué no se divorció de ti?
—Orgullo, tal vez. Quizá esperanza. Codicia, sin duda. Si mi madre moría o era declarada demente, yo heredaría la propiedad, y él era mi esposo. Tenía ciertos derechos.
Algo me cosquilleó en el fondo de la mente. Traté de aprehenderlo pero se me escabulló.
—¿No puedes divorciarte?
—Podría. Ahora. —Sentí su sonrisa contra la piel, el contacto de sus labios—. ¿Quieres que lo haga?
Tragué saliva.
—Sí.
—De acuerdo. Entonces lo haré. Antes no había motivos, y él es amigo del emperador.
—No del emperador. Es amigo de Germánico, no de Tiberio.
—Germánico es hijo del emperador.
—Adoptivo, no natural. Hay una diferencia. —El cosquilleo mental había vuelto. Había algo… Yo estaba cerca, muy cerca. Como si mirase un tramo arruinado de suelo de mosaicos y tuviera todas las piezas faltantes en las manos. Sólo se trataba de ver dónde encajaba cada una.
—¿Marco?
—¿Si?
—¿En qué estás pensando?
—Nada. Nada importante.
Se movió debajo de mí. Todavía estábamos entrelazados. Sentí que me endurecía mientras ella volvía a guiarme hacia la húmeda calidez de su entrepierna. Esta vez lo hicimos más despacio, como si cada uno adaptara su ritmo al del otro. Sus dientecillos afilados me mordieron el hombro una vez, y luego movió la cabeza de un lado a otro mientras lanzaba pequeños maullidos como un gatito ciego. Esta vez ella se corrió primero, en un espasmo súbito y convulsivo, tensando el cuerpo, estrujándome la espalda con los brazos y las caderas con los muslos.
Cuando me corrí yo, nos quedamos quietos. Luego rodé a un lado y acomodé su cabeza en el hueco de mi hombro. Su cabello olía a miel cuando sepulté la cara en él.
—Aprendes rápidamente, para ser una principiante —dije.
—Mejoraré con la práctica.
La besé.
—Bien.
Ella sonrió y se acurrucó. Me quedé quieto largo rato, mirando los paneles taraceados que había encima de la cama.
—¿Harías algo por mí, Marco? —dijo al fin.
—Sí.
—¿Sin peros ni condiciones?
—Sin peros ni condiciones. Aunque si quieres una repetición, tendrás que aguardar.
Esta vez no sonrió.
—De acuerdo, ¿de qué se trata? ¿Una primera edición de Homero? ¿El mejor collar de Cleopatra? ¿Un forúnculo de Verruga incrustado en cristal de roca? Pídelo y lo tendrás.
—Haz las paces con tu padre.
Eso sí que no me lo esperaba. Me apoyé en un codo y la miré fijamente. Ella estaba muy seria.
—No digo que tenga que agradarte —dijo—. Y menos que seas como él. No podrías aunque quisieras. Pero acepta que también él es una persona, con tanto derecho a sus opiniones como tú. Sois personas distintas, pero eso no significa que debáis ser enemigos.
Recordé la conversación que había entablado con mi padre días antes. Personas distintas…
—No es tan fácil, Perila.
—¿Por qué no? ¿Qué es lo difícil?
—Es… lo que él le hizo a mi madre.