Dejé la copa de vino.
—Sí, fin de la historia. ¿Y qué le pasó al tipo del anillo, nuestro cuarto conspirador? ¿Por qué no fue arrestado junto con los demás?
Perila abrió la boca y la cerró. Nunca la había visto quedarse sin habla. Era un magno acontecimiento, y se lo debía al cécubo. Quizá convenciera a la vieja Marcia de darme una vasija de ese vino.
—Te diré lo que le pasó. —Lo estaba disfrutando—. Absolutamente nada. Se esfumó. Ni ejecución, ni exilio ni un cuerno. Ni siquiera una nota al pie.
—Quizá no lo atraparon.
—Quizá no querían atraparlo.
Perila abrió los ojos.
—¿Por qué no querrían atraparlo?
A veces las mujeres inteligentes pueden ser increíblemente lelas. Pero Perila no se había criado, como yo, en el turbio mundo de la política. Se lo expliqué.
—Mira, Silano era el soplón del grupo, ¿correcto? Informaba a Augusto. Ahora bien, si Silano sabía quién era el cuarto hombre (y sin duda lo sabía), el conspirador no tenía la menor posibilidad de evitar un juicio. Pero no lo enjuiciaron, y eso significa que las autoridades ya sabían quién era.
—Pero si sabían quién era…
No le dejé terminar la frase.
—Claro que lo sabían. Porque nuestro cuarto hombre estaba implicado en la conspiración con su consentimiento extraoficial.
—¿Quieres decir que era agente del emperador?
—Exacto. Era la clásica treta de Augusto. No esperes a que una conspiración avance, destrúyela desde dentro antes de que se ponga en marcha. Nuestro cuarto conspirador pudo ser el agente de Augusto desde el principio.
—Entonces no pudo ser el motivo del exilio de mi padrastro.
Eso me detuvo.
—¿Y por qué no?
Esta vez fue Perila quien debió ser paciente.
—Porque mi padrastro dijo que había visto algo y no lo había denunciado. Si quería decir que sabía quién era el cuarto conspirador, y Augusto ya conocía el nombre del sujeto, ¿por qué importaría tanto?
—Quizá Augusto se sulfuró porque Ovidio no le dijo nada.
—Pero dijiste que Augusto no era vengativo. Castigar a mi padrastro con el exilio por algo que pasó por accidente y al cabo no tenía importancia… bien, yo diría que hay que ser muy vengativo, ¿no crees?
—No olvides que Ovidio no era pariente como los hijos de su hija Julia. Y Augusto lo detestaba.
—Aun así, es totalmente desproporcionado.
—Es verdad. —Tragué el último sorbo de vino y vacié la jarra en la copa—. Vale. Quizá hayamos pasado algo por alto.
—Claro que existe otra posibilidad —dijo Perila.
—¿Ah, sí? —Fruncí el ceño. El vino me estaba afectando al fin—, ¿A qué te refieres?
—Que el cuarto hombre fuera alguien realmente importante. Demasiado importante como para correr el riesgo de acusarlo.
Me eché a reír.
—¿Tienes a alguien en mente? Tenía que ser un pez muy gordo para estar por encima de la nieta del emperador.
—¿Qué tal Tiberio? —murmuró Perila—. ¿Sería buen candidato?
La miré apabullado.
—No, Perila. El emperador no. No podría ser el emperador.
—¿Por qué no?
¿Por qué no? ¿Cómo diantres podía tomar semejante idea con tanta calma?
—Porque… —empecé, y no pude seguir.
Mierda. ¿Por qué no? Traté frenéticamente de buscar razones. Ninguna de ellas me convencía. Peor aún, todo lo que había pasado en los últimos días cobraba sentido. Si Verruga había sido nuestro cuarto conspirador en los días en que era un plebeyo no tan humilde, y sabía que yo estaba olisqueando esos trapos sucios, podías contar mis probabilidades de volver a cumplir años sin usar ningún dedo.
—¡Diantre! —exclamé—. ¡Diantre y demontre!
—Tendría sentido, ¿verdad? —dijo jovialmente Perila.
No respondí. No podía. Pero tenía razón, toda la razón. Claro que tenía sentido. Diez años antes Verruga había sido el general más destacado del imperio. Sólo Augusto tenía más poder que él, y aunque el viejo aún no lo había designado, era el único candidato viable para la sucesión. Paulo y Julia lo habrían acogido en su pequeña conspiración con los brazos abiertos. Tendrían que darle la púrpura, desde luego, pero no podían pasar por alto esa oportunidad. Paulo no podría haber obtenido el respaldo que necesitaba para el puesto de mandamás. Como candidato imperial, él no habría sido convincente, pero como responsable del ascenso del nuevo emperador quedaría bien plantado al pie del trono. Los nuevos jefes son gente agradecida…
—Corvino, te hice una pregunta. ¿No crees que tendría sentido?
—¿Eh? —Tragué distraídamente el vino de la copa y cogí la jarra. Estaba vacía. Bien, quizá ella tuviera razón. Quizá yo bebía demasiado—. Sí, tendría sentido. ¿Pero valdría la pena para Tiberio? A fin de cuentas, el emperador era septuagenario. Y Verruga sería el sucesor de un modo u otro.
—Sólo mientras Augusto no tuviera alternativa.
De nuevo en el blanco. Tiberio nunca fue la niña de los ojos de Augusto. Se había pasado años desplazándose entre bambalinas, ida y vuelta, de protagonista a actor de reparto. Sólo llegaría a ser emperador porque no había otro candidato disponible en ese momento. Quizá se había cansado de ser siempre la segunda opción. Quizá había decidido no esperar más…
—O quizá no quería privarse de nada. —No me di cuenta de que había hablado en voz alta hasta que noté que Perila me miraba con atención.
—¿Qué has dicho?
El cécubo volvía a obrar su magia.
—Quizá Verruga quería quedarse con todo. Cuando Paulo le declara su amor, se acuesta de espaldas y abre las piernas. Luego corre a decirle a Augusto que lo han violado. No puede perder, ¿verdad? Si la conspiración tiene éxito, Augusto está liquidado y él es el nuevo emperador. Pero si las cosas no salen bien, puede acudir al emperador y decirle: «Mira, he descubierto una nueva pandilla de conspiradores. ¿Ves cuán leal soy? Podría haber sido emperador pero antepuse tus intereses y los de Roma. ¿Qué te parece si me das una porción más grande del pastel?». A la postre, eso fue lo que sucedió. Quizá no creyera que el riesgo valía la pena, y menos mientras Silano bailoteaba en los lados. Así que denunció la conspiración e hizo mutis por el foro.
—¿Y mi padrastro?
—Como decía, Ovidio descubrió que Tiberio estaba implicado. Si lo hubiera denunciado a Augusto, le habrían dicho que todo estaba bajo control y le habrían advertido que cerrara el pico. Pero no lo denunció. Se calló la boca. ¿En qué posición quedaba frente al emperador?
Perila se apoyó la barbilla en la mano.
—Augusto no sabría de qué parte estaba Ovidio —dijo—. De hecho, mi padrastro daba su respaldo tácito a los conspiradores.
—Correcto. Además, una vez que todo hubiera terminado y Tiberio hubiera salido indemne, Ovidio sería un estorbo. O un estorbo potencial. Augusto tenía que asegurarse de que no abriera la boca, ni siquiera por accidente. El emperador no gozaría de gran popularidad en las calles si se difundía la noticia de que el segundo hombre de Roma había tratado de tumbarlo, ¿verdad? Ovidio tenía que desaparecer, y pronto. El mar Negro era un lugar tan apropiado como cualquiera, a menos que le rebanara el pescuezo. Y quizá hasta Augusto tuviera conciencia.
—Eso también explicaría otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Por qué Tiberio no lo dejó regresar después del fallecimiento de Augusto.
Asentí.
—Así es. Tienes razón. Todavía podía abrir la boca. Y Tiberio nunca amó la poesía. Es ante todo un soldado. De hecho…
Me callé. De golpe.
—¿Qué pasa?
—Mierda.
—¡Corvino! ¿Quieres decirme qué pasa? Por favor.
No sabía si quebrarme y sollozar de alivio o aullar de decepción.
—Nuestro cuarto conspirador. No sé quién es, pero no es Tiberio.
—¿Qué dices, Corvino? Nos hemos pasado diez minutos deduciendo…
—No me importa. El cuarto hombre no podía ser Verruga. Él estaba fuera de Roma en aquel entonces, de campaña en Ilírico.
Silencio.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Me apoyé la cabeza en las manos—. Mi padre era el gobernador.
—Ah. —Perila guardó silencio un largo rato. Luego dijo—: En tal caso, tu comentario se justifica.
Alcé la cara.
—¿De qué comentario hablas?
—Mierda.
Una chica sorprendente, Perila.
Mi padre me esperaba en el atrio cuando regresé a la mañana siguiente. Era una locura. No nos habíamos hablado en meses y ahora no podía quitármelo de encima. Era como uno de esos resfriados de invierno que no te puedes curar. Pensé en preguntarle si Tiberio había regresado a Roma en alguna ocasión mientras él era gobernador de Ilírico, pero preferí no hacerlo. Habría calado adónde iba la pregunta y se habría negado a contestar, o habría mentido. Además, la sola idea de hacer tamaña insinuación sobre Verruga, y que Verruga lo supiera, me hacía sudar en frío.
—Hola, papá. ¿Qué te trae por aquí esta vez? ¿Se te acabó la crema de depilar?
Pensé que eso le haría perder los estribos, pero no fue así. Obviamente había decidido conservar la compostura conmigo.
—Ayer estuve hablando con Cornelio Dolabela, Marco —me dijo.
—¿Ah sí? —Me puse en guardia. Dolabela era pariente de Léntulo, y Léntulo, como recordaréis, era el que me había dicho lo de Julia. No había pensado que ese viejo demonio soltaría la lengua, pero evidentemente así era, y con la persona más improbable que podía imaginar. Dolabela era uno de los amigotes más íntimos de mi padre. Yo lo había visto un par de veces en reuniones sociales, aunque con una sola me habría bastado. ¿Habéis visto las palomas que se pasean por el templo de Cástor picoteando migajas y defecando en los bonitos y flamantes escalones de mármol de Verruga? Bien, añadid una túnica y bizquera y tendréis a Dolabela.
—Tenía noticias que podrían interesarte —dijo mi padre—. Su hermano Décimo necesita un reemplazo para su funcionario de finanzas en Chipre.
Conque Léntulo no me había delatado, a pesar de todo. Volví a respirar.
—Caracoles, papá. Y pensar que aún no había pasado el año. Perdió el que le habían dado, ¿verdad? Vaya torpeza.
Mi padre no sonrió. Yo no esperaba que sonriera.
—No fue culpa de Décimo, Marco. El joven Rufino se ahogó en un accidente marítimo frente a Pafos.
—Mierda, lo lamento. —Había conocido bastante bien a Rufino. No era exactamente un amigo, pero tenía mejores cualidades que algunos de los personajes que habitaban el mundo de papá—. Lo siento de veras.
—También Décimo. —Nunca sé si lo de mi padre es sarcasmo, humor seco o mera sangre fría—. Lo cierto es que tu nombre se mencionó para reemplazarlo.
Lo miré boquiabierto.
—No hablas en serio.
Se sentó y se envolvió en los pliegues del manto como si esperase que un artista servil entrara empujando un carrito con un trozo de mármol del tamaño de un busto.
—¿Por qué no, hijo? Es hora de que te intereses en tu futuro.
Quizá fuera telepatía. Ojalá no hubiera mencionado el tema cuando hablaba con Perila. Ahora parecía que toda Roma se empeñaba en que Corvino sentara cabeza. Cuanto antes elimináramos ese malentendido, mejor.
—Aún no he prestado servicio en una legión, papá. —Los jóvenes de buena familia suelen pasar un año en el ejército como oficiales de la plana mayor. Hasta ahora me las había ingeniado para evadirlo. La idea de estar varado en los quintos infiernos durante doce meses con una pandilla de joviales camaradas cuya idea de la diversión era cazar jabalíes por la mañana no me enloquecía de entusiasmo. Al cabo de un mes, me haría masacrar por los lugareños de puro aburrimiento.
—Sospecho que se podría hacer una excepción —dijo mi padre—. Podrías postergar tu servicio militar por un año. Existen muchos precedentes.
Esto era serio. Me senté.
—Dices que se mencionó mi nombre. ¿Quién lo mencionó?
Su rostro adoptó una expresión blanda y cauta.
—Ya conoces el sistema, Marco. Estas decisiones dependen de comités, no de individuos.
—¡A otro perro con ese hueso! —Ahora que me había repuesto de la sorpresa, comenzaba a pensar en las implicaciones, y apestaban como un barril de ostras viejas—. Sí, conozco el sistema. Claro que sí. Tú organizaste esto, ¿verdad? Con tu compinche Dolabela.
—¡Claro que no!
La negación no era convincente.
—De acuerdo. Dime quién fue.
La boca de mi padre se cerró como una trampa. No supe qué era peor: que estuviera mintiendo o que estuviera diciendo la verdad.
Me levanté y caminé hacia la columnata del jardín. Procuré no perder los estribos. A fin de cuentas, si mi padre había arreglado ese nombramiento, lo había hecho por lo que él consideraba bondad, y quizá hubiera usado un valioso favor para conseguirlo. De lo contrario, existía la posibilidad de que aún me revelara quién había sido. Y me interesaba conocer ese nombre.
—Un puesto de finanzas en Chipre me mantendría fuera de circulación por un conveniente periodo de dos años, ¿verdad, papá? murmuré.
—No sé si conveniente, Marco, pero dos años representa el periodo de gestión normal, sí.
—Y no podría surgir en un momento más oportuno. —Yo le daba la espalda—. Si alguien comete la impertinencia de andar haciendo preguntas embarazosas…
—¡Por todos los cielos! —La irritación de su voz era inequívocamente genuina—. Ese disparate no tiene nada que ver con nada. Te están ofreciendo el más espléndido inicio de una carrera política que un joven puede pedir, y sólo piensas en…
—¡Exacto! —Me giré hacia él—. Sólo pienso que me despachan a alguna parte donde no pueda causar daño con la esperanza de que el «disparate», como tú le llamas, muera de muerte natural. O quizá muera yo, como el pobre diablo de Rufino.
—Marco, no seas melodramático.
Pero no me dejaría detener tan fácilmente.
—Mira, papá, no dará resultado. ¿Está claro? ¡Ni lo sueñes! Me quedaré en Roma, y es definitivo.
—Entonces eres un tonto. —Contundente como una bofetada. Mi padre se levantó y recogió los pliegues de su manto senatorial sobre el brazo izquierdo, como si entrara en el tribunal. Tendría que haber visto venir ese discurso. Había recibido otros similares toda mi vida—. No te pediré que lo decidas de inmediato, Marco. No sería justo, ya que te lo he revelado de improviso. Pero quiero que reflexiones sobre esto. No tiene nada que ver con esa estupidez tuya… Ya conoces mi opinión sobre ello y no la repetiré, pero es una estupidez, ni más ni menos. Lo cierto es que te ofrecen un puesto por el que cualquier joven de tu edad daría los dientes. Si lo rechazas sin motivo, los demás no se olvidarán. Y cuando te dignes asumir tus responsabilidades, descubrirás que no están dispuestos a molestarse por ti. —Quitó un pelo de la ancha orla purpúrea del manto—. Luego veré a Dolabela y le diré que aún no he podido hablar contigo. Mañana comienza el Festival de Primavera, así que todo estará cerrado varios días. Eso te dará tiempo de sobra para dedicar a este ofrecimiento algo más que un pensamiento fugaz. Quizá tengas la gentileza de comunicarme tu decisión definitiva cuando haya terminado la fiesta.