—Pero Fabio Máximo era amigo íntimo de Augusto. Sin duda él podría haber intervenido.
—Hizo lo que pudo. Pero no tenía atributos legales, sólo el derecho de asesorar. Y Augusto no simpatizaba con mi padrastro, como recordarás. La boda se celebró en la fecha acordada.
—¿Y Máximo dejó que ese hijoputa se saliera con la suya?
Perila sonrió y asintió lentamente.
—Dejó que ese hijoputa se saliera con la suya —dijo lentamente—. Como tan gráficamente lo has expresado. Al menos, en lo concerniente al matrimonio. Allí no tenía ninguna opción. El dinero, por suerte, era harina de otro costal.
Yo me estaba interesando a pesar de mí mismo.
—¿Y qué sucedió?
—Nos casamos. Rufo siguió acuciando a mi madre pero no podía hacer nada mientras el tío Fabio estuviera vivo para aconsejarla. Mi madre siempre escuchaba al tío Fabio. Además, como dices, era buen amigo del emperador.
—Pero luego Augusto murió.
—En efecto. Augusto murió. Y poco después le siguió el tío Fabio. Era lo que Rufo esperaba. Hacía tiempo que procuraba granjearse los favores de Tiberio. Y cuando Tiberio fue proclamado emperador, Rufo fue a verle y le pidió que el patrimonio de mi padrastro le fuera transferido legalmente, como propiedad de un delincuente convicto. Combatimos su pretensión en los tribunales y al fin ganamos, aunque a duras penas. Ahora ese patrimonio está a salvo, desde luego. Con la muerte de mi padrastro, pertenece totalmente a mi madre y Rufo no puede tocar un cobre. —Apartó los ojos de los trozos de calamar relleno que yacían desmigajados en la mesa. Yo esperaba lágrimas, pero sus mejillas estaban secas y sus ojos eran duros y fríos—. Ahora ya lo sabes, Corvino. Sabes lo que siento por mi esposo. Sabes por qué lo odio.
El silencio se interpuso entre ambos como una mortaja. Nunca me había sentido tan incapaz de responder. Ni tan abochornado. Ni tan apenado por otro ser humano. Ni tan furibundo.
Fue Calías quien salvó la situación. Empezaba a caerme bien, así que descarté el rodillazo en los genitales. Entró como uno de esos dioses que los dramaturgos griegos hacen revolotear sobre el escenario para solucionar las cosas cuando se han enmarañado en los nudos de una trama demasiado compleja. No es que estuviera colgado de una grúa, pero ya entendéis a qué me refiero.
—¿Sirvo el plato principal, señora? —preguntó.
¡Por Júpiter! Tuve ganas de darle un beso, y besar esclavos varones no es mi especialidad, y menos si son tan feos como Calías. Perila se sacudió para despejarse.
—Corvino, lo lamento mucho —dijo—. Te estaba aburriendo. Debiste habérmelo dicho.
—Oye, no, está todo bien. Fue fascinante. —¡Estupendo! Bien hecho, Corvino. Otra pifia espectacular—. Quiero decir que no te preocupes. De veras.
Calías, bendito sea, no esperó la autorización. Llamó a los subalternos que esperaban fuera y ellos entraron deprisa, se llevaron los entremeses (la mayoría intactos) y sirvieron la cena propiamente dicha. Era comida buena y sencilla: puerco en una salsa de miel y comino, lentejas con puerro, y un estofado de erizo que me hacía agua la boca de sólo mirarlo. Amén de que Calías no había olvidado mis instrucciones sobre el vino. Bebí la primera copa de un trago y pedí más.
Perila se reclinó en la silla.
—Habla tú, para variar, Corvino. Háblame de tu familia.
Un dios maligno debía de estar revoloteando sobre la mesa esa noche. No, pensé. Ni lo sueñes, amiga. Tras haber sobrevivido a una charla deprimente, no quería iniciar otra. En algunas veladas literarias (o pseudoliterarias) los invitados sacan pequeños esqueletos de plata articulados y los zarandean mientras declaman alegres odas sobre el destino, la muerte y la corrupción del cuerpo. No es un entretenimiento que me fascine. De sólo pensar en una confesión personal sobre mi padre y nuestra relación (o falta de ella), se me fruncían los genitales. En cambio, sin solución de continuidad, empecé a desgranar esas piezas de mi repertorio que siempre tenían éxito en las fiestas. Decorosamente expurgadas, naturalmente. Fue lo mejor que podía haber hecho.
Nunca creí que oiría reír a Perila, pero se rió, sobre todo cuando le conté el de la vestal y el calabacín. Ambos estábamos bastante achispados y la expurgación era cada vez más limitada; ella había llegado a esa etapa tonta en que se reía de todo (y estaba de acuerdo con todo), y sospecho que si realmente hubiera querido llevarla a la cama podría haberlo hecho sin tropiezos. Con una de mis bobaliconas habituales no lo habría pensado dos veces, pero Perila era distinta. Sabía que por la mañana ella me odiaría, y sospeché que tampoco yo me tendría mucho aprecio. Así que antes de medianoche le di las gracias, me despedí y le deslicé al viejo Calías todo el dinero que llevaba encima. Luego silbé para llamar a los muchachos de las antorchas y me fui a casa.
Durante el camino me pregunté si me estaba ablandando. O la había interpretado mal. O me había interpretado mal a mí mismo. Todo eso era posible, y también otras cosas. Sin duda me sentiría muy orondo y virtuoso por la mañana, pero en ese momento me sentía solo.
¿Orondo y virtuoso? Qué va. A la mañana siguiente tenía una resaca descomunal y sólo me sentía frágil, y era una pena porque tenía que visitar a Junio Silano. Afortunadamente, encontrar la «granja» que Léntulo había mencionado fue coser y cantar, y ni siquiera tuve que reclamar la devolución de un favor.
Si quieres saber quién es quién en Roma y cuál es su paradero, pregúntale a tu esclavo principal.
Aprendí pronto en la vida que los esclavos pueden ser gente bastante avispada, y que una marca en el brazo no significa que seas un capullo. Todo lo contrario. He visto senadores que ni siquiera llegarían a ser pigmeos intelectuales en comparación con el tipo que te abre la puerta. Y la red de rumores de los esclavos deja mal parado al servicio secreto imperial. Probadla alguna vez. Mencionad en presencia del cochero que tal o cual respetable matrona octogenaria se acuesta con un gladiador, y al día siguiente, en toda Roma, veréis esclavos que se ríen entre dientes al ver pasar su litera.
La dirección de Silano era una menudencia. Si yo hubiera querido saber dónde compraba su ropa interior, Batilo me habría informado.
Cuando dejas atrás las madrigueras proletarias que rodean los puentes, la ribera oeste del Tíber está muy poco poblada y es una zona de alta categoría, muy cotizada entre los ricachones que se ufanan de amar la vida sencilla. Las laderas del Janículo están espolvoreadas de anticuadas granjas con anticuadas galerías de pinturas y otras características austeras que el viejo Rómulo reconocería al instante: cinco o seis comedores (para tener buena luz todo el año), jardines ornamentales y hasta un zoológico particular. Al despertar por la mañana, oyes los graznidos de los pavos reales y hueles los rinocerontes y te dices que nada es tan vigorizante como estar en contacto con tus raíces étnicas.
Aun en medio de esta compañía, la villa de Silano era excepcional. Una propiedad de altos vuelos, como comprobé de inmediato: un extenso complejo de edificios en su propio terreno, con un campo de equitación, para que el dueño no tuviera que mezclarse con la plebe mientras ejercitaba sus caballos de raza, y una vereda cubierta para que pudiera tomar aire cómodamente cuando llovía. Silano habría perdido prestigio, pero no estaba en las últimas. Ojalá Julia lo supiera. La isla donde estaba ella podía flotar en el estanque de las carpas.
Me presenté en la cabaña del portero. El sujeto en cuestión era bizco, olía a plumas de pollo húmedas y era tan corpulento que habría molido a golpes a un felino del circo.
—Soy Marco Valerio Mesala Corvino —dije.
—¿Ah, sí? —El portero me clavó el ojo bueno mientras el otro estudiaba las condiciones meteorológicas de Ostia—. ¿Y qué? ¿Quieres un aplauso?
¡Por Júpiter! Tal vez ese tipo tuviera problemas para extrapolar. Traté de expresarme con meridiana claridad.
—Quiero hablar con tu amo.
—Él ha salido.
—Mira, Horacio. —Le miré el pecho. Llevaba un amuleto de un dios que yo no conocía, dentudo y barrigón. Quizá el patrono de los gorilas bizcos—. Sólo echa a correr como un monstruito bueno y dile a tu jefe que tiene visitas. ¿Has entendido o necesitas que te lo anote?
El hombre frunció el ceño, apoyó los monumentales hombros en el poste y se cruzó de brazos. Tablas. Al cuerno con el método amistoso. Recurrí al viejo gambito SAC. Soborna al cabrón.
Al parecer, eso era lo que esperaba. Examinó concienzudamente la pieza de plata que le di como si fuera un original de Creso recién acuñado. Luego la escupió para la buena suerte, alzó la túnica y se la metió en los calzones. Sospeché que era la alcancía más segura que podía encontrar.
—Vale, amigo —gruñó—. ¿Cómo era tu nombre? —Se lo dije y él desapareció en el interior, atrancando el portón.
Regresó diez minutos más tarde. La sonrisa no le mejoraba mucho la cara, pero el pobre diablo no tenía la culpa.
—Ya era hora —dije, disponiéndome a trasponer el portón entornado—. ¿Por dónde…?
Estiró el brazo. Fue como tropezar con la rama de un roble. La sonrisa se ensanchó.
—El amo dice que te largues —dijo, y me empujó.
Me cerró el portón en la cara. Parecía bastante definitivo, y oí que el grandote se perdía en lontananza con una carcajada.
Estupendo. ¿Y ahora qué? Claro, podía haber armado un escándalo, quizá patear el portón y gritar unas palabrotas. Eso habría enfadado a los vecinos, si hubiera habido vecinos para enfadar. Además, la puerta estaba tachonada con más clavos que un barco de guerra. Tenía que haber otro modo de entrar.
Inicié la larga marcha alrededor de los muros, buscando un sitio conveniente para trepar. Negativo, casi todo el camino. Cuando iba a desistir, encontré la escalera perfecta: una encina con una larga rama colgante. Encaramarme y caer del otro lado sería pan comido.
Me quité el manto, trepé por el tronco, avancé por la rama y salté al otro lado del muro. No vi a nadie mientras atravesaba rápidamente la rosaleda, dejaba atrás el estanque y cruzaba el parque con rumbo al edificio principal. Casi había llegado cuando salió un joven esclavo con una mesa plegable. Nos miramos de hito en hito. Luego, sin soltar la mesa, él regresó por donde había venido.
Mierda. Tenía que actuar deprisa.
—¡Oye! —bramé—. Sí, tú. ¡El peludo!
Nuestro rígido sistema de clases y las torturadas vocales nasales patricias tienen sus ventajas. El chico se paró en seco y se cuadró.
—¿Sí, señor?
—¿Dónde está tu amo?
—En el cuarto de estar del ala norte, señor.
—Llévame allá, ya. —Y cuando vi que vacilaba—: ¡Vamos, muchacho! ¡No tengo un plano de las habitaciones! Y puedes dejar el mobiliario. No soy un maldito cambista de dinero.
Soltó la mesa como si estuviera al rojo vivo.
—Sí, señor. No, señor, lo lamento, señor.
—Sólo haz lo que te digo.
Tragó saliva.
—Sí, señor. Si tienes a bien seguirme, por favor.
Era un sitio morrocotudo, y he visto muchos sitios morrocotudos. Caminamos a lo largo de una columnata de mármol de Paros, atravesamos un patio con una fuente donde dos sátiros rampantes hacían cosas increíbles con una ninfa. Me pregunté quién sería el artista y si todavía estaría en Roma para recibir encargos o si lo habrían desterrado por su grosera indecencia. Al fin el chico se detuvo frente a una puerta y se apartó para cederme el paso.
—Hemos llegado, señor —dijo—. Entra.
Junio Silano estaba alimentando a un loro africano encadenado a una percha. Es decir, el loro estaba en la percha. Silano estaba sentado en una silla de respaldo alto. Era un sujeto con cara de rata, bastante entrado en años. Fue repulsión a primera vista.
Obviamente, este sentimiento era recíproco. Me fulminó con la mirada como si yo fuera algo que el loro le había depositado en la comida.
—¿Quién diantres te dejó entrar?
—El gusto es mío —respondí—. Qué bonito jardín tienes. Sobre todo la fuente.
Silano se volvió hacia el joven que me había traído, que aguardaba en la puerta con ojos desencajados.
—Lucio, ve a la entrada y trae a Geta. Dile que tenemos un intruso.
El chico me dirigió una mirada rápida y temerosa, hizo una reverencia y se fue.
—¡Por favor, Silano! —dije—. Esto no es necesario.
—Corvino, ¿verdad? —Alzó una semilla de melón. El loro la cogió suavemente con el pico, dándole vueltas para romper la cáscara—. Creo que te dijeron que yo no estaba. La cortesía exigía que captaras la insinuación y te largaras. Te encarezco que lo hagas u ordenaré que seas expelido compulsivamente.
Maldito pedante. No había oído un latín tan enrevesado desde que mi maestro me machacaba con Cicerón.
—Mira, no es gran cosa. Sólo quiero hacerte unas preguntas.
—Tus deseos son insustanciales. —El loro escupió los trozos de cáscara y Silano le ofreció otra semilla—. Ésta es mi casa y has irrumpido sin autorización.
—Vale. —Había un taburete junto a la puerta. Me senté en él—. Sólo háblame de tu amorío con Julia y me iré.
Silano me miró boquiabierto. Luego se echó a reír.
—Joven, habré perdido el contacto con la alta sociedad, pero dudo que la norma actual sea entrar sin invitación y preguntar al dueño de casa con quiénes se acostó.
—De acuerdo. —Me apoyé en la pared y crucé los brazos—. Entonces hablemos de tu presunto exilio. ¿Dónde estabas? ¿Atenas? ¿Pérgamo? ¿Alejandría, acaso?
—En todos esos lugares. Y algunos otros. —Silano le dio otra semilla al loro—. Cosa que no te incumbe. Por favor, cierra la puerta al salir. Mi portero te mostrará la salida.
Ese fulano me estaba sacando de las casillas.
—Ningún sitio de mala muerte, ¿verdad? Muy grato y civilizado. Ninguna cloaca como Trímero o Tomi, y mucho mejor que lo que consiguió Paulo. —Hice una pausa—. Hablando de Paulo, ¿dónde encaja él? ¿O tampoco quieres hablar de eso?
Al fin había dado en el blanco. Si las miradas mataran, yo sería una pila de cenizas humeantes sobre su suelo de mármol de Carrara.
—Me insultas, Corvino —dijo lentamente—. No fui exiliado formalmente. Podía ir adonde me apeteciera.
—Exacto, amigo. —Sonreí—. ¿Por qué iban a castigarte? No había el menor motivo. No eras culpable, ¿verdad? —Oí rápidas pisadas que se acercaban por el interior de la casa. Lucio, probablemente, seguido por Geta, el hombre montaña. El tiempo apremiaba, y tenía que aprovecharlo—. Más aún, dadas las circunstancias, fue noble por tu parte irte de Roma. Y para colmo renunciar a una prometedora carrera política.