—Ya me oíste. Julia. La nieta del viejo emperador. La que mandaron a Trímero por adulterio.
—Conque has hecho esa asociación.
No supe cómo interpretar su tono de voz. No era enfado. Quizá resentimiento. Como si yo la hubiera defraudado, pero lo estuviera esperando.
—¡Por favor, Perila! Tú también habrás pensado en ello. Ese asunto de Julia es tan obvio que hasta yo lo deduje sin reventarme un vaso sanguíneo. —No dijo nada, así que aproveché mi ventaja. O lo que consideraba una ventaja—. Si Ovidio tenía una aventura con Julia, su abuelo tendría derecho a patearle el trasero, verdad? Sobre todo porque la niña estaba casada. Y también sería una cuestión personal de la familia, así que no sería asunto de estado. Pero quisiera saber por qué…
—Corvino. —La voz de Perila se podría haber usado para hacer un sorbete helado de uva en verano—. Aclaremos una cosa. No hubo ninguna aventura con Julia. Mi padrastro era varios años mayor que ella, amaba a mi madre, y además era el hombre más moralista de Roma.
No me reí. Estuve muy a punto, y en mi feble estado casi me tronché, pero no me reí.
—Sí, naturalmente. Por eso Augusto prohibió su poesía, por causar un cosquilleo en los paños menores de los caballeros y damas impresionables.
—¡Confundes la poesía con el poeta!
—Quizá. Pero la poesía de Ovidio me parece bastante autobiográfica. Por lo que he leído, el hombre debía andar siempre encorvado. Sin afán de criticarlo, desde luego.
—¡Parecía autobiográfica porque era un gran poeta!
—Mira, no discutamos. Si dices…
Pero ella no había terminado conmigo. Perila era hermosa cuando se sulfuraba.
—Yo lo conocí, Corvino, y tú no. Era el hombre más gentil, más fiel, más moderado…
Alcé la mano.
—Ya, vale. ¡Vale! De acuerdo, lo lamento. Alimentaba avecillas con su mano blanca como un lirio y se sonrojaba hasta los tobillos si una muchacha se le insinuaba. Seguro. Acepto tu palabra. Pero, Perila, por favor. Tiene que haber una conexión con Julia. Es mucha casualidad que a ambos los exiliaran el mismo año.
—Cosas más extrañas han pasado.
—No estés tan segura. —Tomé otro sorbo de vino. Maravilloso—. Bien, encarémoslo de otro modo. Tu padrastro dijo que lo habían exiliado por algo que vio y no denunció, ¿sí?
Asintió brevemente. Aún parecía que alguien le hubiera puesto cemento en la boca.
—Pues bien, si Ovidio no estaba liado con Julia, ¿qué tiene de malo la teoría de que él sabía que alguien se acostaba con ella y no le pasó la información a Augusto?
—Nada, salvo que no tendría sentido silenciar esa acusación. Si Augusto estaba dispuesto a permitir que se conociera el delito, ¿por qué se preocuparía por lo que había visto Ovidio? ¿Y por qué lo castigaría tan severamente?
—Sí, claro. Pensé en ello. Pero quizá lo que vio Ovidio tuviera otras implicaciones. Quizá se relacionara con el adulterio pero no fuera parte de ello.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro. Quizá nada. Sólo una idea, pero si hubiera algo más, todo cambiaría. En todo caso, necesitamos más información, y no será fácil obtenerla. Más aún, te apuesto un cesto de lampreas contra una aceituna sin hueso a que encontraremos la boca de la gente más cerrada que el culo de un mosquito.
Perila frunció el ceño, y pensé que por mi grosería (la frase se me había escapado), pero me equivocaba.
—Corvino, ¿es necesario todo esto?
—¿Todo qué?
—Esto: escarbar en el pasado. Remover viejas osamentas. Mi madre y yo sólo queremos traer las cenizas de mi padrastro. No nos importa lo que él hizo.
Me recliné y la miré azorado. Esa muchacha hablaba en serio. ¡Sí, hablaba en serio, con genuina franqueza! Le importaban un bledo trivialidades tales como las motivaciones. Para mí, ahora, la recuperación de las cenizas era accesoria; mejor dicho, sólo era parte del juego. No podía desistir, al margen de lo que quisiera Perila. Estaba enganchado, tenía que saber qué había hecho Ovidio, al menos para mi satisfacción personal. Y presentía que las dos cosas iban juntas, que nunca obtendríamos la autorización imperial para traer los restos de Ovidio a menos que resolviéramos el misterio de su exilio.
—Sí, es necesario —respondí—. Créeme.
—De acuerdo. —Su respuesta llana me sorprendió, y también me calentó por dentro—. Entonces, ¿a quién le pedimos la información que necesitamos?
Reparé en el plural. Parecía que ambos estábamos otra vez en el mismo bando. Mi calor interior aumentó.
—Has dado en el blanco —dije—. Ése es el problema, ni más ni menos.
—¿Y la solución?
Eso era lo que me gustaba de Perila. Si había un problema, tenía que haber una solución. Sencillo.
Quod erat demonstrandum
.
Sólo que en este caso no era así.
—Aguarda —dije—. Déjame pensar.
Bebí un sorbo de vino. Esta cuestión era engorrosa. No tenía sentido abordar a personas de mi edad. Aunque fueran más accesibles, eran niños como yo cuando exiliaron a Julia diez años atrás, así que ninguno podría revelarme mucho más de lo que ya sabía. Aunque fueran sujetos rastreros como Celio Crispo. Por otra parte, los mayores, los que tenían más de treinta años y disponían de la información por experiencia personal, en general eran amigotes de mi padre y de ellos sólo conseguiría una mirada impávida y un chasquido de lengua. No podía correr el riesgo de acudir a un desconocido, ni tampoco a un enemigo político de mi padre, porque necesitaba la certeza de que el hombre mantendría el pico cerrado, al margen de que me revelara algo o no. Si se difundía que el joven Corvino estaba sacando los trapos sucios imperiales al sol, obtendría algo más que unos tajos y magulladuras. Tiberio no era un tirano, pero no toleraría que un listillo metiera las narices en los secretos de la familia. Esa intromisión era un atajo al exilio, o algo peor. ¿Qué me quedaba entonces? Que se pudrieran todos. A menos…
De pronto recordé al senador gordo que me había echado una mano en el palacio.
—Léntulo.
—¿Quién?
—Cornelio Léntulo. ¿No conoces a Cornelio Léntulo? En el foro lo llaman el Gran Elefante Blanco. Y no sólo por su tamaño.
—Corvino, no sé de qué estás hablando.
—Léntulo lo sabe todo. Y nunca se olvida. —Bebí un buen trago de falerno y dejé que se deslizara suavemente por mis amígdalas—. Más aún, le importa un rábano lo que opinen los demás. Léntulo es perfecto. Hablaremos con Léntulo.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Terminé el vino y me levanté—. Estoy tan seguro que iré ahora al Celio y lo pillaré antes de que empiece a prepararse para su fiesta nocturna.
—¿Qué fiesta?
—Para Léntulo siempre hay una fiesta. Si tengo suerte, el vejete ya estará medio borracho.
—¿Te vas enseguida? —Creí detectar decepción en la voz de Perila, pero quizá fuera sólo una expresión de deseos—. ¿Ya?
—Sí. Creo que es la mejor hora para encontrarlo. —Luego tuve otra idea, muy egoísta y totalmente ajena a Ovidio—. Mira, si me da alguna información, ¿puedo regresar después? Quizá al anochecer.
—Desde luego. —¿Ella estaba más roja que de costumbre o era mi imaginación?—. Ven a cenar. Esta noche no tengo invitados. Nunca los tengo, en verdad.
Perila no dejaba de sorprenderme. Al irme me pregunté cuál de los dos había preparado el terreno. Había creído que era yo, pero al evocarlo no estaba tan seguro. Y eso era interesante.
Vi la litera de mi madre en el camino. Me había olvidado de que ella y su nuevo esposo también vivían en el Celio. Las cortinas estaban abiertas, así que saludé, pero creo que no me vio. Pensé en acercarme para saludarla apropiadamente —hacía al menos dos meses que no hablaba con ella—, pero al final decidí que no. Después de mi encontronazo con el Gran Fritz no estaba muy presentable. Sólo me habría hecho preguntas incómodas, y se habría preocupado.
Varo a sí mismo
La última vez conté quiénes somos, aquí en los bosques de Germania. Veo que he sido demasiado lacónico al describir el papel de Ceonio. Lo he llamado aliado, sin cortapisas. Quizá deba decir algo más.
No me agrada Ceonio. Lo habrás adivinado. Como decía, es un personaje venal, cobarde y totalmente desagradable. No obstante, debemos usar todas las herramientas de que disponemos, y aparte de eso el hombre es totalmente utilizable. Será un piojo, pero es un piojo eficiente, que es lo que necesito. Ceonio tiene olfato para la intriga, y talento para ello, lo cual es infrecuente en mi (extensa) experiencia. Los generales son hombres públicos, sobre todo cuando se encuentran en medio de sus ejércitos. Gústeles o no, cuando se dedican a la traición deben tener aliados sin rostro (pero no sin lealtad) que manejen los asuntos sucios sin despertar sospechas en el corazón de los piadosos. Así es Ceonio, por excelencia.
Debo aclarar que su lealtad es incuestionable. Me he asegurado de que sea así. El hombre tiene ciertas propensiones que, si se conocieran en Roma, en el clima moral imperante serían su ruina militar, política y social. Incluso física, quizá. Desde luego, sabe que mi silencio sobre el tema está condicionado por la continuidad de su colaboración.
Pero el chantaje no es mi única manera de dominarlo. Tengo demasiada experiencia para confiar sólo en eso, sé muy bien que los gusanos no sólo sufren transformaciones sino que invariablemente escogen el momento más inoportuno para hacerlo. Ceonio recibe una buena paga por su asistencia. Muy buena. Arminio es generoso, así que yo puedo darme el lujo de ser generoso a mi vez. Entre el palo y la zanahoria, mantengo en marcha a mi aliado.
He ahí a Ceonio. Demos por concluida la presentación.
La casa de Léntulo era todo lo contrario de la casa de Rufo. Era grande, vieja, extensa y apestaba a complacencia. No había ningún mosaico de Augusto en el vestíbulo y los esclavos vestían de verde.
No hay dinero como el dinero viejo. De inmediato me sentí a mis anchas.
Había tenido razón en cuanto a la fiesta. El viejo estaba sentado en una silla del atrio, donde lo rasuraban y masajeaban. Observé desde la puerta mientras el barbero le recortaba la pelusa que le cubría la calva, lo palmeaba con talco aromático y eliminaba el desagradable vello de la nariz con pinzas. Cuando hizo una pausa en esa repulsiva labor, carraspeé.
Léntulo miró en torno.
—¡Hola, muchacho! —saludó—. ¿Algún marido se ha limpiado las botas en tu cara?
—Sí, algo así. —Me adelanté y me senté cuidadosamente en el borde de mármol que rodeaba la piscina ornamental. Léntulo habría disfrutado de la historia real, lo sabía, pero no quería correr el riesgo de asustarlo—. ¿Qué hay esta noche? ¿Más pitones?
—Contorsionistas pigmeas egipcias. Actúan al son de la música. —¡Por Júpiter!—. No te sientes allí a menos que quieras hemorroides, muchacho. Usa un diván. —Me tendí en el diván para huéspedes, y su esclavo trajo vino y un cuenco de fruta—. Muy bien, mozalbete, ¿qué te trae por estos parajes?
—Quisiera aprovechar tu sapiencia —dije. Los clichés son pegadizos.
Léntulo resopló, y el barbero, que le estaba introduciendo las pinzas de bronce en la fosa nasal derecha, retrocedió abruptamente con un gruñido de fastidio. Léntulo no le prestó atención.
—Adelante, muchacho —dijo—. Pero no esperes demasiado. Mi viejo maestro decía que le daba miedo pegarme demasiado fuerte, por temor a provocar una lesión mental duradera.
No sonreí. Quizá el maestro hablara en serio.
—Es sobre Julia.
De nuevo el barbero apartó las pinzas a tiempo cuando Léntulo movió la cabeza.
—¿Qué es eso? ¿Qué Julia?
—La hija del viejo emperador. La que fue exiliada hace diez años por adulterio.
Léntulo cogió la servilleta que tenía sobre el pecho y lentamente se limpió el talco y el vello recortado de la cara.
—Lárgate, Simón —le dijo al barbero—. Puedes terminar más tarde.
El esclavo lo miró con el ceño fruncido, recogió las herramientas de su oficio y se marchó.
Léntulo sonrió.
—Ese granuja quisquilloso se cree que es un artista. Desde que lo compré insiste en que pruebe una depilación, pero no me convencen esas cosas. Un amigo mío se hizo depilar una vez y se llenó de ampollas. No pudo mostrar la cara en público en un mes, ni el trasero en privado en dos. Y por si te ha entrado la duda, no estoy hablando del emperador. —Elevó la voz—. ¡Oye, tú!
El esclavo que había traído el vino se acercó deprisa.
—Probemos un poco de lo que tienes allí. —Terminó de enjugarse la cara, arrojó la servilleta al suelo y se acomodó en el diván principal—. Y llena la copa de Valerio Corvino, ya que estamos, so tacaño.
El esclavo obedeció y yo bebí con gusto. De nuevo falerno, y tan bueno como el mío, o mejor. Léntulo sería un reaccionario aún más conservador que Catón, pero sabía de vinos.
—Ahora bien… —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué quieres saber sobre Julia, joven Corvino? No pensarás hacerte historiador, ¿verdad? —Pronunció la palabra como si fuera una obscenidad.
Yo reí.
—No, sólo siento curiosidad.
—A otro con ese cuento. Dime la verdadera razón.
Lo miré. Sus ojos porcinos, hundidos en rollos de grasa, eran bastante agudos. Léntulo no aparentaba ser gran cosa pero era listo, y me convenía andarme con cuidado. No podía decirle la verdad, pero sería una necedad mentir descaradamente, porque se me abalanzaría como un armiño sobre un conejo.
—No puedo decírtelo —dije con cauta cortesía—. Pero es importante. De lo contrario no preguntaría.
—Esto no tendrá nada que ver con cierta damisela que es hijastra de cierto poeta muerto, ¿verdad?
Mierda. Al cuerno con la pose de joven ingenuo. Bien, de todos modos no era mi especialidad.
—Vale —dije—. Me has pillado. Ahora dime que olvide el asunto, como todos los demás.
Gruñó. El esclavo le dio una copa de vino y él la empinó y estiró el brazo para que se la llenara de nuevo.
—Si lo hiciera —dijo—, ¿dejarías de hacer preguntas y volverías a las cosas en que deben interesarse los mocosos consentidos?
—No creo. Trataría de aprovechar la sapiencia de otro.
—Eso pensé. —Me miró larga y reflexivamente por encima de la copa de vino—. De acuerdo, muchacho. Es tu funeral. Siempre que comprendas que hoy en día no gozas de gran popularidad en ciertos ambientes, y no vengas a llorar sobre mi hombro cuando te quemes. ¿Convenido?