Como ves, soy totalmente sincero. Pero así son la mayoría de los traidores, según su propia óptica.
Hemos convenido, pues, en describir esto como una justificación. Ahora describiré la escena. ¿Quiénes somos, y dónde estamos?
Somos tres legiones. Quince mil hombres, más la caballería, las tropas auxiliares, los carros con bastimentos y las mulas. El orgullo y poder de Roma y su primer ciudadano, Augusto, con sus pertrechos, regresando al sur, a sus cuarteles de invierno de Germania, una provincia a medias donde soy gobernador y virrey del emperador. Tras completar con éxito la temporada de campañas, marchamos desde nuestro campamento estival del Weser a Vetera, sobre el Rin, donde (¡los dioses nos guarden!) se encuentra mi cuartel general: una distancia de ciento cincuenta millas en línea recta, pero mucho más larga en nuestra marcha, y mucho más extenuante.
Eso es de conocimiento público. Lo que sigue es confidencial. Pronto, quizá entre el Ems y el Lippe, recibiremos noticias de una revuelta al este, entre la numerosa y belicosa tribu de los queruscos.
¿Y luego?
Y luego, mi gentil e imaginario confidente, comenzará el último acto de mi traición.
A la mañana siguiente bajé al foro apenas me lo permitió la resaca, con una lista mental de contactos prometedores. Esa lista era bastante breve. Como he dicho, no recurría demasiado a la vieja camarilla y la sola idea de quedar en deuda con los amigotes de mi padre me daba náuseas. No obstante, podía mover algunos hilos, pedir la devolución de algunos favores y, en el peor de los casos, torcer un par de brazos con una juiciosa extorsión. No podía ser tan difícil. A fin de cuentas, ¿qué es un puñado de cenizas y huesos incinerados, estando entre amigos?
El foro bullía como un hormiguero, y como siempre ocurre por la mañana, cuando se hacen casi todas las transacciones, olía a talco de afeitar y poder en bruto. Apenas me interné a empellones en la muchedumbre, oí hablar de un par de timos comerciales, a un senador gordo que trataba de convencer a otro de apoyarlo en alguna marrullería, y a un funcionario público intermedio que aceptaba un soborno para otorgar una concesión de mármol. Un plebeyo del común no habría reparado en nada, desde luego. Estos tratos no se hacen en latín liso y llano. Para entender lo que pasa, hay que conocer el dialecto. Los patricios lo hablamos con fluidez desde la cuna, y gracias a eso seguimos vivitos y coleando cuando cabrones como César y Augusto habían creído eliminarnos.
La suerte me sonrió enseguida. Acababa de llegar al templo de Cástor cuando localicé a Celio Crispo, que bajaba aromáticamente por la escalinata de la basílica Julia y se acercaba en medio de la multitud. Juro que podía olerle el perfume aun a esa distancia: violetas, en general, con una pizca de almizcle. Su amiguito del palacio debía de haberle comprado un galón de esa fragancia. Crispo era perfecto para mis planes. Su abuelo había sido carnicero, nunca había ocupado un puesto público, ni lo ocuparía aun en estos tiempos democráticos y decadentes; mi padre no lo habría tocado ni con tres pares de guantes. Aun así, por motivos en los que no conviene profundizar, era uno de los hombres más influyentes de Roma. Mejor aún, me debía un favor, y bastante grande. No entraré en detalles. Baste decir que se relacionaba con un jovencito, un papá galo de moral muy estricta que acababa de llegar del campo, y una daga muy afilada; y que Crispo había tenido la gran suerte de que en ese momento yo pasara por allí en una litera cubierta.
—¡Oye, Crispo! —grité.
Me vio. Seguro que me vio. Ensanchó los ojos, y luego, en un alarde de histrionismo que no habría engañado a un chiquillo, desvió los ojos, saludó a un amigo inexistente en la escalera del templo de Saturno y salió pitando en la dirección de Hispania. No se lo toleraría. Nadie se hace el despistado con un Valerio Mesala, y menos cuando pide la devolución de un favor. Me lancé en su persecución, pisando algunos augustos callos senatoriales y ultrajando un par de dignidades, y lo detuve con una mano en el hombro a un paso de la plataforma de los oradores.
—Corvino. —Parpadeó como si yo hubiera salido de la nada—. Qué grata sorpresa.
—Ya lo creo. —Me enjugué la mano en la túnica—. ¿Dónde es el incendio, Crispo?
Miró a ambos lados.
—¿Qué incendio?
—Estabas corriendo, miserable. ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
—Llevaba prisa. Llevo prisa. Alguien del Tesoro. Debo hablarle con urgencia.
Estaba asustado. Se le olía el miedo a pesar del perfume, y le temblaban las comisuras de la boca.
—Él puede esperar, Crispo. —Le cogí el brazo con firmeza y traté de no aspirar hondamente mientras lo llevaba de vuelta hacia el arco de Augusto—. Él puede esperar porque yo voy a convidarte a un trago en Gorgo, ¿verdad? Y luego te diré lo que puedes hacer por mí.
Cuando llegamos a la taberna de la vía Sacra, Crispo tenía la vitalidad y el color de una lechuga de dos días. Y yo no le había dado el tarascón. ¡Qué va, ni siquiera lo había mordisqueado! Eso sólo podía significar una cosa. Él ya estaba enterado de lo que yo quería. Y eso, dada la reacción de ese desgraciado, era interesante.
Crispo era un traficante de chismes sucios, cuanto más turbios mejor. Secretos políticos, escándalos sociales. Quién follaba con quién, o preferiblemente con qué, y cómo y por qué lo hacían. No tenía escrúpulos ni conciencia. Tampoco sufría de los nervios, y ésta era la clave. Sus conocimientos le daban de comer y lo mantenían a salvo (Crispo conocía muchas cosas sobre mucha gente), pero esa vida no era ideal para la digestión: como caminar en la cuerda floja con tu segundo peor enemigo arrojándote piedras, y el primero trabajando con una sierra. Si Crispo tenía miedo de darme la información que yo buscaba (y obviamente lo tenía), yo daría mucho por saber por qué.
Era un día frío pero necesitaba aislamiento, así que ocupamos una mesa de la calle. Pedí una jarra de albano y una bandeja de queso con higos secos, y en cuanto el camarero se marchó fui al grano.
—Aún eres agregado de la rama imperial del servicio público, ¿verdad?
Asintió con discreción. Ambos sabíamos qué significaba «agregado».
—Bien. —Bebí un cauteloso sorbo y tragué con cuidado. El mejor vino de Gorgo podía caerte como un puñado de gravilla—. Últimamente he tenido ciertos problemas con ellos. Quizá te hayas enterado.
Crispo no dijo nada. Un esturión hervido tenía una cara más expresiva.
—Vale. —Fingí no alterarme—. Quizá no te hayas enterado. Quiero traer las cenizas del poeta Ovidio de vuelta a Roma y necesito ayuda. Has sacado el número de la suerte.
El cabrón temblaba tanto que la mesa se movía, pero fingí no darme cuenta.
—Me gustaría, Corvino —dijo—. Créeme, pero…
—Crispo —interrumpí—, el pobre diablo ha muerto, ¿vale? No estoy pidiendo un indulto imperial. Sólo quiero sus cenizas en una imple urna de arcilla. Venga, pórtate bien. Susurra una palabra discreta al oído de alguien, o lo que hagáis en vuestra diplomática profesión, y ahórranos problemas a todos.
—No es el tipo de cosa que maneja mi… mi sección. Y no quiero pasar por encima de nadie.
—No me vengas con eso. —Le acerqué el plato de queso e higos. Negó con la cabeza. Tampoco había tocado el vino, pero quizá sólo fuera buen gusto—. Son pamplinas y lo sabes. Si tu amigo no se encarga de esos asuntos, entonces conoces a alguien que lo hace, y sin duda sois tan buenos compadres que compartís el estrigilo en los baños.
Me miró con rabia, y comprendí que sin darme cuenta había tocado un punto flaco. Sin embargo, las complicaciones de la vida personal de Crispo no me concernían.
—No digo que no sepa con quién hablar —dijo—. Claro que sí. Pero no serviría de nada.
—¿Por qué no?
Tenía la frente lustrosa de sudor. Se la enjugó con el dorso de la mano.
—Mira, Corvino, no insistas. No serviría de nada. Créeme.
—No te creo. Trata de persuadirme. —Me metí un higo en la boca, mastiqué y tragué—. Mira, Crispo, me debes un favor. De no ser por mí, estarías cantando como soprano en el coro de empleados públicos. No te pido mucho, y no aceptaré una negativa. Así que búscame una solución, ¿sí?
—No lo entiendes. —Ahora tenía la cara gris, y el tic de las comisuras de la boca estaba empeorando—. La decisión ya está tomada, y es definitiva.
Perdí la paciencia.
—¡Pues procura que tomen otra! ¡Crispo, estoy harto de esto! ¿Desde cuándo el disgusto del emperador se extiende a una urna de puñeteros huesos? Eso es Ovidio ahora, al margen de lo que haya hecho hace diez años. Y ya que hablamos del asunto, si no puedes ayudarme a traerlo de vuelta, al menos cuéntame qué hizo.
Mientras decía estas palabras, vi que el miedo le saltaba a los ojos antes de que cerrara los postigos. Esto se estaba poniendo monótono. Primero el secretario, luego mi padre. Ahora Crispo. Al parecer toda la gente con que hablaba sabía cuál había sido el crimen de Ovidio. Yo debía de ser el único en Roma que lo ignoraba.
No tenía sentido gritar. Me apacigüé un poco, me eché hacia atrás, vacié la copa de vino y me serví más. Sonreí, o lo intenté.
—Vamos, Crispo —dije—. Una mina de información como tú podrá contarme esa historia, ¿verdad? ¿Qué crimen cometió Ovidio? ¿Por qué Verruga está emperrado en impedir que sepulten las cenizas de ese pobre diablo en suelo romano? Sólo dime eso, y te juro que si el motivo es convincente desistiré y me iré a casa. Deuda cancelada. ¿De acuerdo? —Me clavaba ojos con fascinado horror, como un conejo mirando a un armiño—. ¿Tan terrible fue lo que hizo Ovidio?
Crispo dio un rápido vistazo a ambos lados, como si esperase que el emperador en persona saliera de debajo de una mesa vecina y lo acusara de traición.
—Olvídalo, Corvino —murmuró—. No escarbes, no hagas preguntas, no hagas nada. Abandona este asunto ahora mismo si no quieres lamentarlo.
Y antes de que pudiera detenerlo, se levantó y puso pies en polvorosa, alejándose de la mesa e internándose en la calle con la rapidez de un atleta olímpico. Le arrojé unas monedas al camarero y traté de seguirlo. Pero sin duda corrió como un bólido, pues cuando lo busqué se había esfumado.
Otro tanto para los burócratas, pensé agriamente mientras regresaba para terminar el vino. Pero estaban desvariando si esperaban que desistiera tan fácilmente.
¿Dónde estábamos, pues? Hasta ahora sabía dos cosas. Primero Ovidio era culpable de algo que era conocido por todos, al menos entre los influyentes y sus «agregados». Segundo, era tan grave, o tan delicado políticamente, que aun al cabo de diez años todos tenían miedo de hablar de ello. Y eso era interesante.
¿Cómo podía averiguarlo?
La respuesta era tan ridículamente obvia que sentí ganas de patearme hasta volver al Palatino.
Perila era la hijastra de Ovidio. Ella sabría lo que había hecho. O su madre. Sólo tenía que preguntarle.
Fácil, ¿verdad?
La casa de Sulio Rufo estaba en las laderas del Esquilino, cerca de los Jardines de Mecenas. Era la propiedad típica de un adulador: llamativa, pero no tan fastuosa como para atraer una envidia peligrosa en estos tiempos hostiles al lujo. El esclavo que me abrió la puerta vestía de rojo. Dado el aspecto del lugar, eso podía deberse a dos motivos: primero, un cutre retruécano visual con el nombre de Rufo; segundo, porque el equipo de los Rojos era el favorito de Tiberio en la pista de carreras. Al menos, todos creían que era el favorito de Tiberio. Yo tenía mis dudas, pues Verruga era muy capaz de propagar un rumor así tan sólo por la diversión de ver cómo los papanatas como Rufo se desvivían por lamerle el culo.
El mosaico de la pared del vestíbulo también era políticamente correcto. Nada de «Cuidado con el perro» ni esos bodrios burgueses. Esto era arte: un divino Augusto de gran tamaño, irradiando áureos rayos de gloria desde el noble semblante, sentado en una nube rosada entre las diosas de la piedad y la liberalidad, derramando su insigne resplandor en la diminuta ciudad de Roma, que estaba a sus pies. Todo hermosa y exquisitamente trabajado en piedras del tamaño de una uña. Hasta se distinguían los pezones de las diosas.
Esa cosa debía de haber costado un brazo y una pierna. Casi le vomité encima.
Le di mi nombre al esclavo y él me condujo por el atrio de columnas de mármol hasta el jardín. (En la piscina, noté al pasar, había una Venus bañándose con varios cupidos. Quizá otro cumplido a la familia Julia, los antepasados adoptivos de Augusto. O quizá Rufo era un lujurioso desenfrenado.) El día estaba más radiante, pero aún hacía frío. Perila, sentada en una silla al amparo de un madroño y vestida con un atractivo vestido amarillo que parecía más destinado a mostrarla que a abrigarla, no parecía preocupada. A sus pies estaban desparramados la mitad de los libros de la biblioteca Polio; que era más o menos lo que esperaba. Después de su última visita, yo había investigado a la dulce Rufia Perila. Era una tipa bastante lista, no sólo hijastra de un poeta sino una poetisa que conocía al dedillo a los campeones de la literatura. Como ofrenda de paz para una de las bobaliconas de costumbre, yo habría llevado perfume o alguna bagatela de Argirión, la tienda del Saepta. Para Perila había escogido un libro: una valiosa obra de un marica alejandrino que escribía sobre pastorcillos (no, no sé quién era, pero sé que era caro).
Ignoro por qué quería disculparme cuando era ella quien me había insultado. Pero así funcionan las cosas. Si entiendes eso, entiendes a las mujeres.
—¡Corvino! —Apartó la cara sonriente del rollo que estaba leyendo—. ¡Encantada de verte! —Buena noticia. Parecía que me había perdonado, aun sin el libro. De todos modos, se lo entregué. Miró la etiqueta del título y ronroneó con ese tipo de placer que yo reservo para el esturión horneado con salsa de membrillo—. ¡Ah, una maravilla absoluta! ¡Gracias! —Se volvió hacia el esclavo—. Calías, trae una silla y un poco de vino para Valerio Corvino.
Una dama sensible, sin duda. Quizá la había juzgado mal.
El esclavo salió como un bólido y volvió en tiempo récord. Tenía un aspecto aturullado y mustio que reconocí, y me compadecí del pobre infeliz. Ser esclavo en casa de Perila debía de ser tan enervante como ser manicuro de los leopardos de Cleopatra.
Me senté y bebí vino. Era falerno, así que tendría que haber sido bueno, pero era de pésima calidad. El ausente Rufo tendría sus virtudes (y debía de tener algunas, aparte de una labia seductora), pero obviamente no incluían un paladar con discernimiento. O quizá fuera culpa del bodeguero. En tal caso, el desgraciado merecía que lo crucificaran con una jarra de ese vino en el culo. Aparté la copa con disimulo.