Las cenizas de Ovidio (2 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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Al cuerno con la dignidad.

—Mira, amiga, no leo el pensamiento, así que dímelo sin más vueltas.

Ya. No era precisamente prosa ciceroniana, pero yo también me estaba hartando. Curiosamente, Perila ni se inmutó. Por un instante me posó la mirada, evaluándome con frialdad.

—Lo siento, Valerio Corvino —dijo—. Tienes toda la razón, y te pido disculpas. Como he dicho, mi padrastro acaba de morir. Nosotras, mi madre y yo, quisiéramos que sus cenizas fueran sepultadas en Roma. Como su patrón, es tu deber presentar nuestra solicitud al emperador.

Palabras literales, lo juro. Me quedé patidifuso. Cuando un cliente común quiere pedirte algo, se pasa un día entero diciéndote que eres sensacional, te manda un esturión de regalo, quizá un par de cajas de higos rellenos de Alejandría. Y después de ablandarte, quizá aborde el tema del modo más indirecto que se le ocurra. Rufia Perila acababa de cometer un traspié social que equivalía a preguntarle a Tiberio qué se ponía en sus forúnculos. Más aún, lo había hecho sin que se le moviera un solo mechón del cabello primorosamente peinado.

—Comprendo que no eres el miembro de tu familia más adecuado para este propósito —continuó—. Tu tío Marco Valerio Cota Máximo Corvino —¡Por Júpiter! ¿El tío Cota tenía todos esos nombres?— habría sido una elección más natural. Tu padre también habría sido más… —Titubeó. Noté que estudiaba mi barba crecida, mis ojeras, mi figura desgarbada—. Más apropiado.

¡Por los cojones de Júpiter!

—Un momento… —dije. Como protesta era endeble, y ella no le prestó atención.

—No obstante, aquí tengo una carta que creo que lo explicará todo.

Metió la mano bajo el manto, dándome un breve atisbo de un blusón rojo, sacó un pequeño rollo y me lo entregó. Yo aún estaba pasmado. Sin siquiera verificar si esa cosa estaba dirigida a mí, rompí el sello y esperé a que las letras dejaran de bailotear por la página.

Era una carta de mi tío Cota, en su inveterado estilo desconcertante y digresivo.

Marco Valerio Cota Máximo Corvino a su sobrino Marco, salud.

Te escribo para presentar a Rufia Perila, hijastra de mi viejo amigo Publio Ovidio Nasón, que falleció recientemente en Tomi. Te matará del susto, Marco, pero tiene el corazón bien puesto, al igual que todo lo demás, así que trata de ayudarla, muchacho. Te he propuesto a ti y no a tu padre porque ese lameculos pomposo no ayudaría a nadie a menos que pudiera sacar algún provecho personal. Además, el pobre Publio nunca lo soportó, y era recíproco, así que la hijastra no le sacaría mucho a ese viejo hipócrita. Y aunque quizá no te hayas enterado, me iré a Atenas para disfrutar de unos meses de bien merecida carnalidad, así que por la presente quedas designado. No decepciones a la familia, muchacho.

Hasta pronto.

Había una posdata:

Ella está casada con un sujeto desagradable llamado Sulio Rufo. Actualmente está en oriente y por lo que he oído no se soportan. A buen entendedor pocas palabras, ¿eh?

Cota.

Aparté los ojos de la carta y noté que ella me clavaba los suyos. Quizá la había sorprendido con la guardia baja, quizá la mirada era intencionada. No lo sé. Pero por primera vez parecía vulnerable. Vulnerable y desesperada. Yo seré un vago consentido y autocomplaciente, pero al menos soy un vago consentido y autocomplaciente de buen corazón, y esa mirada me mostró dos cosas. Primero, que al margen de la fachada que adoptara, a Rufia Perila le costaba mucho pedir ayuda, tanto a mí como a cualquier otro. Y segundo (podéis considerarme un majadero), yo sabía que haría cualquier cosa con tal de verla sonreír.

Quizá la posdata del tío Cota también hubiera influido.

—Vale —dije—. Dalo por hecho.

No sé por qué respondí semejante sandez. Si algún dios maligno prestaba atención, yo estaba pidiendo el sopapo del siglo. Y eso era lo que me esperaba, más o menos. Pero no me hubiera retractado de mis palabras aunque lo hubiera sabido, porque cuando las dije el hielo se derritió por otro momento maravilloso y asomó la otra Perila.

Eso compensaba todo.

2

«Dalo por hecho». En fin. Al día siguiente descubrí cuán estúpida era esa promesa.

El palacio es un sitio especial, un manicomio burocrático. Ante todo, es enorme. Puedes perderte literalmente si no te andas con cuidado. Suelen encontrar esqueletos allí dentro, y tipos que han entrado rechonchos salen días después dando tumbos, escuálidos y parpadeando como búhos. El lugar está lleno de escribientes que se pasan el día laboral pasándose a los clientes como si jugaran a la pelota, y no te das cuenta de que no vas a ninguna parte hasta que es hora de cerrar y esos cabrones te ponen de patitas en la calle.

En fin, una burocracia típica.

Exagero, sí, pero sólo un poco. Y no supongáis que es más fácil lograr que hagan algo porque tengo cuatro nombres. Y menos si está de por medio el emperador. Verruga tiene cosas mejores que hacer (no preguntéis qué) que sentarse todo el día ante un escritorio, rascándose los forúnculos y esperando a que la flor y nata de Roma le lleve sus problemas. Los patricios tenemos que hacer cola como todos los demás.

Claro que todo habría sido fácil si yo hubiera sido mi tío Cota o mi padre. Esa gente tiene palanca, y la palanca es todo en el palacio. Mi padre fue cónsul y gobernador provincial, lo cual os da un indicio de la torpeza con que elegimos a los magistrados. Aunque el tío Cota aún no había llegado tan alto, estaba subiendo en el escalafón, pero yo, que ni siquiera era asistente del subsecretario, tenía tanto peso propio como el esclavo que limpiaba las letrinas.

Lo mejor habría sido hacerle ojazos a un amigote de mi padre, poner cara de desvalido y morirme de gratitud cuando el sujeto condescendiera a cubrirme con su ala privilegiada. Pero eso quedaba descartado, aunque hubiera tenido estómago para ello. Hacía meses que no veía a mi padre y no habría tocado a la mayoría de sus compinches ni siquiera con una pértiga. Tampoco se habrían desvivido por ayudarme. Mi padre y yo no estábamos exactamente distanciados (sólo el lazo matrimonial se corta con sencillez en familias linajudas como la nuestra), pero eso no significaba que nuestras vidas tuvieran que cruzarse. Y no quería deberle favores a ese cabrón.

Ahí estaba, pues, después de tres horas de cola, avanzando a un paso que podía medirse en pulgadas. Me dolían los pies, me dolía la espalda, y habría cometido cualquier delito menos la sodomía por una copa de buen setino. El sexto subsecretario del sexto vicesubsecretario acababa de prometerme que vería qué podía hacer si yo tenía la gentileza de esperar unos meses cuando avisté la quilla de Cornelio Léntulo.

Sí, quilla. Es una palabra adecuada para Léntulo. Tenía la estructura de un barco mercante: grande, barrigón, y dispuesto a volcarse en cualquier cosa mayor que una calma chicha. Se lo podía describir como amigo de mi padre, pero estaba tan alejado de esa vigilante camarilla como era posible hacerlo sin perderse de vista. En fin, era humano, o lo parecía. Y el viejo tenía palanca a carretadas.

—¡Hola, mozalbete! —gritó al verme. (Sí de nuevo. No dije que Léntulo no tuviera defectos. En mi opinión, Augusto no fue tan drástico como debía cuando purgó el Senado)—. No es frecuente que te codees con el vulgo, ¿eh?

Le di las explicaciones del caso, y Léntulo casi la palma en pleno corredor.

—¡Por los dioses! ¡Esos granujas! ¡Les clavaré su prepucio en el culo! ―Enhorabuena. Qué lenguaje elevado—. ¿Un nieto de mi viejo amigo Mesala Corvino perdiendo el tiempo en la sala de espera como un plebeyo? No te preocupes, muchacho, te solucionaré todo. ¡Déjalo de mi cuenta!

Y eso hice, desde luego. De buena gana, y con el pasmo pertinente. Al cabo de diez minutos habíamos entrado en el sancta sanctórum, la antesala imperial donde hasta las moscas están castradas. Y tras presentarme a un secretario como si fuera casi tan sagrado como el escudo palatino de Marte, Léntulo se largó.

—Excúsame, mozalbete —gruñó, palmeándome el brazo—. Ya estás encaminado. Mi amigo Calícrates cuidará de ti. Buen muchacho, Calícrates. Tengo una cena a primera hora. Muchachas nubias y pitones amaestradas. El viejo Cayo Sempronio sabe agasajarte si tienes el brío necesario, ¿eh, muchacho?

Y, con un codazo en las costillas, se fue antes de que pudiera agradecérselo. Una pena. Me habría gustado preguntarle por las nubias y las pitones. No es fácil encontrar entretenimientos de sobremesa refinados, ni siquiera en Roma.

El secretario imperial era pura dentadura y aceite capilar.

—Dime, señor, ¿en qué puedo servirte?

—El padre de una cliente acaba de fallecer en las provincias. —Me apoyé en el escritorio, haciendo gala de mi nariz patricia—. Fue exiliado durante el gobierno del divino Augusto, y la cliente y su madre necesitan la autorización imperial para traer las cenizas a Roma.

El secretario sonrió y cogió su pluma y su tablilla de cera.

—Ningún problema, y menos si el caballero en cuestión ha fallecido. Creo que ni siquiera necesitamos molestar al emperador.

—¡Oye, estupendo! —le dije con sinceridad. Perila agradecería que el asunto se hubiera solucionado tan pronto. Y una Perila agradecida, teniendo en cuenta la posdata del tío Cota, podía ser interesante.

—¿Puedo preguntar algunos detalles? —El secretario preparó la pluma—. ¿El nombre de tu cliente?

—Rufia Perila.

La punta de la pluma arañó la cera.

—¿Y el difunto será un tal Rufio?

—Pues no. Era el padrastro de la dama. Se llamaba Nasón. Publio Ovidio Nasón.

El hombre dejó de escribir como si lo hubiera picado una avispa.

—¿Ovidio el poeta? —chilló—. ¿El… caballero que fue exiliado a Tomi? La expresión servil se esfumó como si la hubiera lavado una esponja. Sentí el primer hormigueo de inquietud.

—Así es. Murió el invierno pasado.

El secretario bajó la tablilla con cautela.

—Excúsame un momento, señor.

—Claro —le dije a su espalda. Ya había desaparecido entre las cortinas que había detrás del escritorio.

Me volví y traté de aparentar más calma de la que sentía. La habitación no estaba llena, pero varias personas esperaban detrás de mí: dos o tres senadores antediluvianos y un hato de comerciantes gordos en los bancos, o charlando en grupos.

Más bien, antes estaban charlando. Ya no. Reinaba tanto silencio que se habría oído el pedo de un ratón, y era un milagro que nadie mirase hacia mí. El hormigueo de inquietud se convirtió en escozor. Me apoyé de espaldas en el escritorio del secretario y me puse a silbar entre dientes. Uno de los senadores (octogenario, cuanto menos, con el físico de una momia egipcia comida por las ratas) tragó mal su saliva y se sofocó. Miré con interés mientras sus amigos (todos momias, y casi igualmente decrépitos) lo molían a golpes. Me puse a hacer apuestas conmigo mismo sobre qué parte de él se desprendería primero cuando alguien carraspeó a mis espaldas. El secretario había vuelto.

—Lo lamento, señor, pero por el momento no se podrá dar curso al requerimiento de tu cliente —dijo.

—¿Eso significa que no?

—Precisamente, señor.

Algo iba mal. El tipo estaba sudando. Y los secretarios imperiales no sudan.

—Oye, ¿qué pasa? Me dijiste que no habría problemas. —Ante la duda, busca la yugular.

Ni se inmutó.

—Me equivocaba, señor. Lo lamento, pero es imposible.

—Mira… —Empezaba a sentir fastidio—. Ese sujeto está muerto e incinerado. Sólo quiero sus cenizas.

—Lo sé, señor, pero mis instrucciones…

—Al cuerno con tus instrucciones. Exijo ver al emperador.

Con eso tenía que llegar a alguna parte. Tenía derecho a una entrevista personal. Aunque Tiberio fuera un sujeto huraño y antisocial, conocía el poder de la aristocracia. No provocas a la flor y nata si no quieres problemas. De buenas a primeras, te encontrarás marginado en los festines.

—No creo que una entrevista con el primer ciudadano sea demasiado fructífera, señor —dijo impávidamente el secretario—. Te aseguro que…

—Escucha, amigo. —Ya estaba hasta la coronilla. Cogí el cuello de su túnica con los dedos y lo atraje suavemente hacia mí—. No te estoy pidiendo consejo ni opinión. Te lo estoy exigiendo. Mi nombre es Marco Valerio Mesala Corvino, soy un noble de veintiún quilates con un linaje que tiene cuatro veces la longitud de tu polla, y si no me conciertas esa cita te cortaré los testículos y te miraré mientras haces malabarismos con ellos.

Se puso muy pálido y sus ojos hicieron señales frenéticas por encima de mi hombro. Los dos pretorianos de la puerta corrieron hacia nosotros con toda la lentitud que era posible para no llamar la atención. Mierda. Solté al secretario, y sus sandalias chocaron con el suelo de mármol detrás del escritorio.

Sudaba como un cerdo y el pequeño músculo de la comisura de la boca temblaba espasmódicamente.

—Créeme, señor, no considero que una entrevista sea posible ni aconsejable. Lamentablemente, tu requerimiento ya ha sido rechazado en el nivel más alto posible. Por favor, considera que esta decisión es definitiva. ―Recobrando el aliento, se alisó las arrugas que yo le había hecho en la túnica—. Ahora bien, a menos que accedas a marcharte pacíficamente…

Dejó pendiente el resto, pero lo que mi viejo profesor de gramática habría llamado apódosis amenazadora era bastante obvio. Miré por encima del hombro para confirmarlo. Los guardias aguardaban al acecho, dos gorilas descomunales y musculosos de armadura reluciente, empeñándose en confundirse con el mobiliario. Quizá no se atrevieran a echarme por la fuerza, pero no se bromea con esos tipos.

—Vale. —Alcé las manos, mostrando las palmas. Creo que nunca había estado tan furioso, ni tan calmado—. Vale. Me voy, amigo. Pero no des el asunto por terminado.

Di media vuelta y pasé entre los dos guardias de cara pétrea. Más allá, los senadores y comerciantes formaban un cuadro vacilante y siniestro, como un coro griego esperando su intervención. Hasta el senador que tosía se había callado. Parecía muerto, pero siempre me lo había parecido.

Me asaltó un pensamiento. Me detuve y me volví.

—¿Qué demonios hizo?

—¿Cómo has dicho, señor? —preguntó el desconcertado secretario.

—Ovidio. ¿Qué hizo para merecer el exilio, ante todo?

La cara del secretario parecía tallada en cemento.

—No lo sé, mi señor.

—Tiene que haber sido algo bastante gordo, ¿verdad? Ni siquiera dejan que el pobre diablo vuelva en una caja.

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