Silano también había oído los pasos. Sus ojos entornados iban y venían entre la puerta y yo.
—¿Noble, dices? —dijo—. Yo no pude elegir.
Estaban a punto de llegar. Podía distinguir entre los pasos delicados de los pies etéreos de Lucio y el mazazo de las botas claveteadas del portero en el corredor de madera. Quién sabe cuánto les costaría reparar el suelo. No porque a Silano le importara un bledo, a juzgar por su expresión. Su prioridad era mandarme a paseo, y cuanto antes, lo cual era interesante. Me lancé a la yugular y recé para estar en lo cierto.
—Quizá no tuvieras elección. Quizá sólo hiciste lo que te decían. Eso no importa. Pero fue bastante noble por tu parte responsabilizarte de algo que no habías hecho.
Ladeó la cabeza como si lo hubiera abofeteado; y al mismo tiempo la puerta se abrió y me encontré aferrado por dos brazos enormes y velludos y elevado sobre el suelo. No me importaba, pues tenía lo que había ido a buscar. La inequívoca expresión de culpa de Silano me indicaba que había acertado.
—No te acostabas con Julia, ¿verdad, cabrón? —le grité mientras el portero me empujaba hacia la puerta—. ¡Nadie se acostaba con ella! ¡Le tendieron una trampa!
Silano se había levantado de la silla. Estaba blanco como un papel, de miedo o furia o ambas cosas. El loro chillaba, colgando de la percha por la cadena que le sujetaba las patas, batiendo frenéticamente las alas recortadas. Pensé en las gallinas de esa vieja de la Suburra.
Silano habló en voz queda, tan queda que apenas pude oírle en medio de los chillidos del loro.
—¡Geta! ¡Sácalo de aquí! ¡Es una orden!
La manaza del portero me apretaba la boca y su otro brazo me estrujaba dolorosamente las costillas. Mis pies se despidieron del suelo y de pronto recorrí una serie de habitaciones profusamente decoradas, pataleando y forcejeando. Dejamos atrás coros de esclavos boquiabiertos y un patio y llegamos a la entrada.
Geta me arrojó a la calle y aterricé sobre una oreja, y entonces las cosas se pusieron incómodamente interesantes.
Había ido a recuperar mi manto cuando esos miserables me atacaron; eran cuatro, y no eran matones de Silano, a menos que hubiera contratado a su propio ejército. Esos tipos eran sicarios profesionales.
No tenía sentido correr —no había dónde ir en ese descampado— y sabía que podía gritar a todo pulmón sin que los esclavos de Silano acudieran a ayudarme. Busqué la daga que llevaba en la muñeca. Pero después del zamarreo general de los últimos minutos, ya no estaba allí.
Mierda. Lamenté mi afición por las apuestas. Te pones a evaluar las probabilidades casi sin pensarlo, y yo calculaba las mías en cincuenta contra uno. Con esas posibilidades, no habría jugado a mi favor aunque la mismísima sibila de Cumas se me hubiera aparecido con los nueve libros proféticos bajo el brazo y me hubiera dado su aprobación.
—Vale, muchachos. —Alcé las manos—. No quiero problemas. Si queréis mi cartera, es vuestra.
Se habían desplegado sobre el sendero, y avanzaban despacio hacia mí. El tipo del centro sonreía con una boca que parecía la salida de la Cloaca Máxima.
—Tranquilízate, Corvino —dijo—. Allá donde vas, no deberás preocuparte por el dinero.
Vaya. Así que no había ningún premio por adivinar para quién trabajaban estas bellezas. Y parecía que esta vez buscaban una solución definitiva.
—Mirad, os pagaré el doble de lo que os paga Verruga. —Retrocedí hacia el lado—. El triple. Bien, el cuádruple. —Aplasté la espalda contra la mampostería del muro de Silano—. ¿Qué viene después de cuatro?
—No viviríamos para cobrarlo. Date por muerto, muchacho.
Yo fijaba los ojos en la punta del cuchillo que se mecía a la altura de mi vientre, y se me retorcieron las tripas al imaginar que ese trozo de hierro me desgarraba y subía hacia mis costillas. Era ahora o nunca. Murmurando una rápida plegaria para los dioses que protegen a los niños ricos que cometen la tontería de salir sin niñera, me ladeé y pateé al hombre en los genitales. Gruñó, soltó el cuchillo y se plegó como una copia vieja de las
Actas del Senado
.
No es exactamente lo que enseñan en las mejores escuelas (ojalá que mis ancestros no estuvieran mirando) pero dio resultado. Uno menos, faltaban tres.
Los otros me cercaron como si estuviéramos en el Festival de Invierno y yo fuera el esclavo que tenía las nueces. Me agaché, cogí una teja que se había caído del tope del muro y le partí los dientes al primero. Dos menos. Bien, pero insuficiente.
Después de eso, las cosas se animaron bastante. No se puede hacer mucho cuando son dos contra uno y has perdido el elemento sorpresa, así que supuse que mi destino era la máscara mortuoria y la cripta familiar. Acababa de enzarzarme con uno de esos cabrones cuando alguien me apoyó un atizador candente en el hombro. Tardé bastante en comprender que era el cuchillo del otro. Miré en torno y vi que echaba el brazo hacia atrás para hacer otro intento. Qué diablos, pensé. Fue una buena vida mientras duró. Me habría gustado acostarme con Perila, sin embargo…
En ese momento, aquello que los griegos llaman lo divino metió la mano. Literalmente.
El que me había apuñalado no tuvo la menor oportunidad. Una manaza peluda bajó del cielo, lo alzó en vilo y lo aplastó contra la pared como un escarabajo. Luego otra manaza me apartó suavemente del cabrón que yo abrazaba y lo sostuvo en alto mientras un puño del tamaño y dureza de un perno de catapulta desparramaba sus dientes por medio Janículo.
Se hizo el silencio, como si hubiera caído un rayo. Incluso oía el canto de las aves. Me apoyé en la pared con el brazo sano y miré en torno. Los dos matones que había visto caer yacían en el suelo con el aspecto de haber perdido una pelea con un rinoceronte rabioso. Los que yo había tumbado no estaban por ninguna parte. Tal vez se los habían comido.
Entonces vi a quién debía agradecerle el rescate. Por el tamaño, había presumido que era el Geta de Silano, aunque no entendía por qué se había tomado la molestia.
No era Geta. Era el Gran Fritz, el mismo de la tienda del alfarero, y ya nada tenía sentido.
—¿Estás bien, Corvino? —Se estaba sacando dientes rotos de entre los nudillos.
—Sí —dije—. Mejor que nunca. Salvo por este boquete en el hombro, por donde podría pasar una cuadriga.
Me cogió el brazo, inspeccionó la herida, me palmeó la espalda. Fue como ser atropellado por la Gran Pirámide. Y no mejoró el estado de mi hombro.
—Apenas un rasguño. El cuchillo debe de haber patinado en el hueso. Mantenía limpia y sanará en pocos días.
—¿Así que eres médico? —Traté de ser sarcástico, pero él sólo asintió.
—Cuando es necesario. —Sacó un trapo de su túnica y me lo dio. Pensé que estaría mugriento, pero estaba limpio y descolorido por los lavados—. Toma, usa esto.
Y sin decir otra palabra echó a andar rumbo al puente Sublicio. Al principio me quedé mirando. Cuando fue evidente que no pensaba detenerse, lo llamé a gritos.
—¡Oye!
Ninguna respuesta. El grandote siguió andando como si tal cosa. Lo seguí cojeando y le aferré el brazo.
—¡Oye! ¿Adónde crees que vas?
En cuanto lo hice, supe que era un error, como tirar de la cola de un tigre cuando no quiere tu compañía. Giró sobre los talones y lo solté al instante. Nos miramos de hito en hito unos segundos mientras yo rezaba para estar en otra parte. Nápoles, por ejemplo.
—No abuses de tu suerte, Corvino —gruñó al fin—. Sólo agradece que no te dejé liquidar por esos cabrones.
Estupendo.
—Vale. ¿Y por qué lo hiciste?
—Nada personal. No me gustan las peleas desiguales. Una suerte para ti, amigo, porque preferiría que estuvieras muerto y putrefacto.
Ay. Lo decía en serio.
—¿Te molesta decirme por qué?
Me apuntó con el dedo.
—¡Escucha, Corvino! Basta de juegos. No sabes el daño que podrías causar. Es la última advertencia. Termina con las preguntas, o la próxima vez que alguien te ataque, seré yo. —Escupió impecablemente en la espalda de uno de los matones caídos—. Y haré el trabajo mejor que esta escoria, ¿te enteras?
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y se marchó por el camino.
—¿Para quién trabajas? —le grité a su espalda—. ¿Quién te envió?
No cambió el paso. Creo que ni siquiera me oyó.
Volví a trompicones hasta la encina del muro para recoger mi manto. Así que los tipos que me habían atacado no eran amigos del Gran Fritz. Si lo habían sido, no necesitaban enemigos. Es decir, si el Gran Fritz trabajaba para Verruga, ellos no. Y viceversa. A menos que fueran…
Mierda. No podía pensar. Estaba aturdido, me dolía el hombro y tenía un chichón del tamaño de un huevo de ganso en el lado de la cabeza, donde me había golpeado cuando Geta me echó.
No sabes el daño que podrías causar
. Sin duda. Si hurgaba entre los trapos sucios imperiales, no encontraría rosas, y como no tenía la menor idea de lo que buscaba, salvo que Tiberio no quería que se conociera, tenía que agradecer lo poco que conseguía. Aun así, las palabras del Gran Fritz tenían un toque personal. Las había dicho con sentimiento, como si afectaran a un ser querido…
Sonreí y sacudí la cabeza dolorida. Claro, el Gran Fritz es el mancebo de Verruga y el viejo bujarrón lo usa para repartir tortazos. Qué idea brillante. Sigue soñando, Corvino.
Encontré mi manto y me envolví en él como pude, que no era exactamente el modo en que los elegantes de Roma lo llevaban esa temporada. Batilo sufriría un vahído cuando yo llegara, pues no le gustaba verme desaliñado. Cojeando deprisa, me dirigí al Sublicio y a mi casa.
Varo a sí mismo
La farsa, primer acto.
Vela acaba de irse, tras informarme, para mi inmensa sorpresa y consternación, que presuntamente la tribu de los queruscos prepara una revuelta armada. Reparo en el adverbio, desde luego. Arminio sabe que para mí será importante cuidarme la espalda, y no quiere que yo parezca apresurado al tragar el cebo que ha puesto ante mis codiciosas fauces romanas.
—¿Presuntamente?
—Sólo un rumor, general —me asegura Vela—, traído por nativos de dudosa probidad en circunstancias harto sospechosas.
Trato de no hacer una mueca. Vela tiene una pésima opinión de los germanos, lo cual dice más de él que de nuestros hermanos bárbaros. Irónicamente, en este caso sus sospechas tienen fundamento: los germanos no se proponen iniciar una gran guerra. Hasta mi traición tiene sus límites.
Cuando todo haya terminado, Vela, como lugarteniente mío, tendrá que prestar declaración sobre mi conducta en este asunto. En consecuencia, debo actuar con cautela.
—¿Desechas el rumor, entonces?
—Sí, general, así es. —Sólo eso. Ni una palabra más. De nuevo me cuido las espaldas, y coincido con un gruñido.
—Me alegra —digo—. Debemos pensar en el ejército, y la temporada. Nuestra intervención supondría una marcha por una comarca difícil y peligrosa. —Endurezco la mandíbula con gravedad—. Antes de impartir semejante orden, Vela, necesitaré pruebas mejores que un rumor infundado.
Ya está asintiendo con aprobación total.
—Exacto, general. Coincido plenamente.
—Sin embargo… —Dejo colgar la palabra. He arrojado mi mendrugo a Cerbero. Ahora debo sortearlo—. Si surgieran esas pruebas, sería otra cuestión, ¿verdad? —Vela no dice nada, pero tensa los labios—. ¿O discrepas conmigo?
Titubea. Al fin adopta la posición que ha escogido hace tiempo.
—Sí, general. Recelaría de la veracidad de tales pruebas, aunque resultaran convincentes. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que Segestes nos dijo antes de marcharnos.
Esas palabras me dan un escalofrío. No es típico de Vela ser tan dogmático. Ni tan perspicaz. Segestes es el padre de la esposa de Arminio, Trusnelda, y un romanófilo de proporciones temibles. Peor aún, sabe de qué habla. O cree saberlo. Aparto la cara de la lámpara, buscando la sombra, y mantengo una voz impasible.
—¿Crees que es una treta? ¿Una estratagema germana para desviarnos?
—Quizá, general.
Habla con voz neutra; eso debería tranquilizarme, pero surte el efecto contrario. ¿Vela tendrá sospechas? Peor aún, ¿sabrá algo? Si es así, estoy acabado. Y también Arminio.
—Enviaremos exploradores —digo abruptamente—. Averiguaremos la verdad y actuaremos en consecuencia. ¿Estás de acuerdo? —Silencio—. Vela, ¿estás de acuerdo?
Una pausa. Una pausa demasiado larga.
—Sí, general, estoy de acuerdo. —Le tiembla un músculo de la mejilla. ¿Sospecha? ¿Desagrado? ¿Nerviosismo?
—Bien, haz los preparativos, por favor. —Miro los papeles de mi escritorio como si fueran de interés vital (se relacionan con una queja del jefe de muleros sobre la mala calidad del cuero de las bridas). Como no se va, alzo la cabeza con impaciencia—. Eso es todo, Vela, por el momento.
Vela se cuadra con su saludo blando como un budín y me deja a solas con mis cavilaciones, que no son agradables.
¿Sabe algo? ¿Puede saber? ¿O existe otro motivo para esta conducta?
La «prueba» aparecerá, desde luego. Arminio lo ha manejado bien; pero su corazón es romano, así que tiene un talento natural para la organización…
Es tarde. Estoy cansado. No puedo pensar más, y mis viejos huesos están fríos. Le diré a mi ordenanza que me sirva vino para calentarme y luego, como un hombre virtuoso, me arrebujaré en mi capa de general para dormir.
Cuando llegué a casa, más muerto que vivo, me esperaba mi padre. La culminación de un día perfecto. Batilo tenía instrucciones estrictas y permanentes de tener preparada una jarra de vino en la mesa, junto a la puerta, toda vez que yo llegara, sin importar de dónde. Recogí la jarra, llené la copa y la vacié de un trago.
—¿De qué se trata, papá? —dije—. ¿Otro mensaje de palacio? Déjame adivinar. Verruga necesita una esponja limpia para lavarse.
Mi padre clavaba los ojos en las manchas de mi túnica (me había quitado el manto en el vestíbulo), los coágulos de sangre de mi cabello y sobre todo el tajo sangriento de mi hombro izquierdo.
—¿Qué sucedió, Marco? —preguntó.
—Tuve un topetazo con gente ruda. —Me senté en el diván, volví a llenar la copa y dejé la jarra en la mesa—. No hay motivo para preocuparse, papá. Si es que estás preocupado.
Se volvió hacia Batilo, que revoloteaba en la entrada.
—Manda buscar a Sarpedón —rugió—. ¡Ya! —Sarpedón era uno de los mejores médicos de Roma. Le había costado a papá una pequeña fortuna cuando lo había comprado cinco años atrás—. Y procura que los baños estén calientes.