Pero no fue el final. Un año después Quintilio Varo es masacrado con tres legiones completas en el Teutoburgo, las defensas de la frontera norte se esfuman de golpe y el águila romana se ve en problemas por segunda vez en tres años.
En medio de los dos desastres, pillan a la nieta de Augusto sin las bragas mientras su marido Paulo se lo juega todo conspirando contra el emperador. O contra quien sea…
Tenía que haber un lazo. La conspiración de Paulo tenía que encajar en alguna parte. Y yo estaba seguro de que la clave se hallaba en la identidad de nuestro cuarto conspirador.
¿Era Varo un posible candidato? ¿Un agente de Augusto, como le había sugerido a Perila? Bebí el vino con especias y repasé mentalmente lo que sabía sobre ese hombre. Ex cónsul. Gobernador del África, luego gobernador militar de Siria, donde aplastó la rebelión judía. Finalmente designado por Augusto como virrey personal en Germania…
Y en esta misión protagonizó el mayor desastre de que se tenía memoria.
Sacudí la cabeza. No tenía sentido. Sí, suponiendo que Augusto se prestara al juego de los conspiradores, o fingiera hacerlo, Varo era un candidato natural para esa tarea. Era incuestionablemente leal al emperador, y tenía una vida de experiencia como diplomático y general. Un jugador avezado, experimentado, probado en una carreta de treinta y tantos años…
¿Cómo era posible que ese hombre hubiera cometido un error tan garrafal? ¿Cómo era posible que el general que había sofocado la revuelta judía casi sin ayuda fuera burlado por una manada de patanes velludos que ni siquiera podían formar una tortuga para protegerse?
La excusa habitual era Arminio: un cabrón romanizado, inteligente y seductor que había engatusado al pobre y senil gobernador y luego le había aplastado los genitales. Pero eso no me convencía. Varo no estaba senil, no era un novato en cuestiones militares, y como ex gobernador de Siria había lidiado con sujetos que podían derrotar a Arminio sin siquiera sudar. Tenía que haber otra explicación, y la obvia era suficiente para seguir adelante.
El fracaso de Varo era intencionado, y algo había salido mal.
La jarra estaba casi vacía. Me serví el resto del vino con especias y pensé en llamar a gritos a Batilo para que trajera más; pero era tarde, ya había enviado al hombrecillo a la cama y sospechaba que otra jarra sería un exceso. Bebí el resto, alargándolo.
Digamos que al principio Varo fue un genuino agente de Augusto, y su tarea era garantizar a los conspiradores el amparo de las legiones del Rin. Pero después Augusto le revela que ha cambiado de parecer, y que Varo se limitará a entretener a los conspiradores. No les dará refugio ni el respaldo de las legiones. De pronto todo es una farsa. Pero quizá la farsa resulta tentadora. Quizá Varo piensa que, tal como van las cosas, los conspiradores tienen muchas probabilidades de éxito. Y aunque implica ciertos riesgos, su traición obedece a una buena causa, porque en secreto Augusto se alegrará de patear las verrugosas posaderas de Tiberio. Además, si Póstumo logra entrar en carrera, Varo gozará de mucho prestigio en el nuevo régimen. Así que Varo decide seguir adelante, pero en serio. Decide pifiarla en Germania, provocar la hostilidad del ejército y obligar al emperador a hacer lo que el pobre diablo realmente quiere hacer desde siempre…
Como hipótesis no está nada mal, pensé.
Pero si Varo había traicionado a Augusto, ¿por qué el emperador lo encubriría en vez de colgarlo del prepucio en las puertas del Senado?
Mierda. Empiné el resto del vino. Varo era demasiado buen candidato para pasarlo por alto. Era una pena que el cabrón hubiera muerto. Quizá pudiera encontrar a un nigromante babilonio para que invocara su espíritu desde el Tártaro o dondequiera que estuviese. Batilo conocería al menos a una docena…
Entonces recordé algo. Tenía una opción más válida. Varo había muerto, pero su hermana Quintilia aún vivía. Quizá pudiera decirme algo. Pensé en despertar a Batilo y enviarlo a concertar una cita, pero ya era demasiado tarde. Además, empezaba a tener sueño. El último sorbo de vino había sido contundente. Mañana por la mañana estaría bien. Me acosté en el diván y cerré los ojos.
Estaba en un banquete. Alrededor de la mesa central, iluminada por lámparas de aceite colgantes, había tres personajes reclinados. Reconocí de inmediato a Silano. Estaba en el diván de mi izquierda, vestido con un costoso manto de gala, con el brazo echado sobre el hombro de una mujer desnuda que lo miraba con ojos muertos y vacíos. El otro tipo, en el diván del anfitrión, estaba apoyado sobre el codo izquierdo, con pose rígida y formal, como la efigie de una vieja tumba. Una máscara mortuoria de cera le tapaba el rostro.
Supe que aguardaban la llegada del invitado principal. Las puertas del comedor se abrieron y entró un cuarto hombre. Se movía rígidamente, como si no fuera de carne y hueso sino de piedra. Silano se levantó y lo condujo solemnemente a un diván. Se reclinó, y a la luz de las lámparas le vi la cara por primera vez. Frío mármol cincelado: la cara del emperador muerto que nos mira con blancos ojos de pescado desde lo alto del mausoleo del Campo de Marte.
Augusto.
Silano batió las palmas una vez, y regresó a su sitio. Las puertas volvieron a abrirse y entró Davo, y la herida de la garganta estaba abierta y seca. Llevó una bandeja por la sala y la dejó en la mesa. En la bandeja había un mapa del mundo hecho de hojaldre y una espada de caballería. Sin una palabra, le ofreció a Augusto la empuñadura de la espada.
Cuando la mano de mármol cogió la espada, la atmósfera cambió. Silano y la mujer se inclinaron sobre la mesa, fijando los ojos en el mapa de hojaldre. El muerto no se movió, pero su máscara de cera pareció cobrar un aire de expectación. El rígido Augusto se puso de pie, blandiendo la espada con ambas manos, haciendo oscilar la punta sobre el centro del mapa. Todo se quedó muy silencioso.
La espada giró una vez, dos veces. La sangre salpicó el mapa, empapando el hojaldre, y dos cabezas rebotaron y rodaron sobre la mesa, una con trenzas de mujer, la otra con máscara. Silano no se había movido. Le sonreía a Augusto y asentía.
La estatua alzó los ojos y me miró fijamente. También sonreía. Lenta y espantosamente, con el sonido rechinante de piedra sobre piedra, la cabeza comenzó a girar en la columna de mármol que era el cuello. Giró cada vez más, más allá de lo humanamente posible, hasta que el rostro quedó de perfil y vi que no era un rostro sino dos.
Dos rostros, uno mirando adelante, el otro hacia atrás, como la estatua de Jano, dios de los portales.
La cabeza siguió girando como una piedra molar. La sala se esfumó y sólo quedó la cabeza y ese ruido espantoso y rechinante. Grité.
Me desperté sudando. La penumbra gris que atravesaba la ventana del estudio traía consigo el traqueteo de las ruedas de hierro de los carros en el empedrado de la calle.
Pensé en el sueño mientras Batilo corría a la casa de Quintilia. En general era bastante obvio. La mujer desnuda era Julia, el hombre de la máscara mortuoria era Paulo. Ni siquiera Augusto era una sorpresa. Habría esperado que el cuarto hombre fuera Varo, pero a fin de cuentas era sólo el agente del emperador. Lo único que no entendía era la decapitación. Eso era extraño.
Quizá debiera ver a un augur.
Batilo regresó con la noticia de que Quintilia me vería de inmediato. Eso sonaba prometedor. Llamé a los muchachos con un silbido y nos dirigimos al Celio. Esta vez fui en litera. Estaba bastante hecho polvo después de mi noche inquieta, y quería pensar cómo encararía el asunto. No entras en la casa de una matrona romana para acusar a su difunto hermano de cinco tipos de traición y esperas que te inviten a cenar.
Claro que Quintilia no se haría ilusiones. Los políticos necesitan chivos expiatorios, y Varo había cargado con la culpa del fiasco germano. Aun así, una cosa era la incompetencia y otra la traición. Tendría que andarme con cuidado al hablar con Quintilia.
Nos detuvimos frente a la puerta con gran pompa. Me acomodé la túnica recién lavada (Quintilia pertenecía a la vieja escuela y no apreciaría a un visitante con manchas de salsa en el pecho) y le indiqué a uno de los porteadores que llamara. Le di mi nombre al portero y fui conducido al atrio.
La anciana había resuelto brindarme una recepción formal. Estaba sentada junto a la piscina ornamental, vestida con un manto de caída impecable y una compleja peluca. Detrás de ella, un fulano en su madurez tardía le apoyaba la mano en el hombro. Su hijo, quizá. Sin duda un pariente cercano, pues tenían en común las gruesas mejillas. Ninguno de los dos sonreía, y frente a ellos había una silla vacía.
Mierda. Al cuerno con mi conversación sutil. De pronto me sentí como un acusado de asesinato que entra en un tribunal donde el juez se muere por poner a prueba una nueva clase de hacha.
—Valerio Corvino.
Ningún saludo. Ni siquiera «Encantada de conocerte». Sólo el nombre, pronunciado con una voz que congelaría el trasero de una gamuza alpina. Pensé que Quintilia podía darle lecciones a Perila.
—Así es, mi señora. He venido…
—Sé por qué has venido. Siéntate. Éste es mi sobrino, Lucio Asprenas.
Carigordo asintió. No le habrías separado los labios con una palanca.
Me instalé en la silla. La anciana se inclinó para clavarme los ojos como si fuera a susurrar un secreto, pero cuando habló no se dirigió a mí. Y tampoco susurró.
—¿Estás ahí, Agrón?
—Sí, mi señora.
—Pues ven a reunirte con nosotros.
Di media vuelta. Allí estaba el Gran Fritz, en toda su talla y fealdad, de pie detrás de mi silla. Debía de haberme seguido, y yo no había oído nada. Ese tipo podría haberle dado lecciones a una pantera, y usando botas claveteadas.
—Tranquilo, Corvino —dijo—. Nadie te lastimará si te portas bien.
—Suficiente, Agrón. —Quintilia se volvió hacia mí. Sus ojos eran extrañamente claros y vacíos—. Perdónalo, joven. Aquí estás a salvo, te lo aseguro.
Sí, claro. A salvo como una chuleta de cordero en la guarida de un lobo. Me maldije por haber dejado fuera a los Amigos Entrañables; pero, ¿quién habría pensado que los necesitaría con una viejecita respetable como Quintilia? Las apariencias engañan.
—Conque tengo razón —dije—. Varo era nuestro cuarto conspirador.
Carigordo Asprenas me lanzó una mirada que habría agriado la leche. No vi la reacción de Agrón, pero por el siseo de su aliento contenido era evidente que no estaba ahogando una carcajada.
—Me temo que no te entiendo —dijo fríamente Quintilia. Miraba a un punto que estaba a un palmo de mi oreja izquierda.
Adopté una posición más relajada en la silla. Casi me repantigué. Cuando estás entre la espada y la pared, demuestra aplomo.
—Por favor, Quintilia —dije—. Sabes a qué me refiero. Tu hermano era el agente de Augusto en la conspiración de Paulo. Pero lo venció la codicia y traicionó al emperador.
—¡Cuida esa bocaza, Corvino! —susurró Agrón.
La expresión de la anciana era una mezcla de disgusto con desconcierto.
—Debo pedirte que te expliques, jovencito.
¡Por Júpiter! ¡Había pulido a la perfección su papel de viuda respetable!
—Vale. —Erguí los hombros—. Si quieres jugar así, está bien. Augusto persuadió a tu hermano de ofrecer refugio a Julia la mayor y a Póstumo cuando abandonaran el exilio. Era una estratagema porque el emperador quería arrancarle los colmillos a la facción de los Julios. Sólo que Varo decidió actuar por su cuenta. Se sumó de veras a la conspiración y se pasó a la oposición. ―Ninguna reacción. Decidí ser más ofensivo—. ¿Qué le prometieron Paulo y Julia por desbaratar la frontera norte y poner en jaque al emperador? ¿Dinero? ¿Una tajada de poder? ¿O quizá otro lucrativo puesto de gobernador en oriente?
Quintilia se volvió hacia su sobrino.
—Lucio, ¿quieres responderle al joven, o prefieres que lo haga yo?
Su expresión no había cambiado. Carigordo, por su parte, me miraba como si yo hubiera vomitado en la piscina ornamental.
—Adelante, Corvino —dijo—. Preséntanos las pruebas. —Algo en su voz me sugería que él no creía que yo las tuviera, pero ambos me escucharon sin gestos ni comentarios mientras les exponía mis argumentos.
Había esperado rotundas negativas, exclamaciones airadas, quizá un par de veladas amenazas. Sólo me respondió el silencio.
Luego Quintilia se levantó. Aunque estaba encorvada, era más alta de lo que yo pensaba, y por la firmeza de la boca calculé que aun en su vejez era una mujer de carácter. Mi certidumbre se tambaleó. Me habría sentido mejor si hubieran negado todo y hubieran ordenado al portero que me echara a la calle.
—Excúsanos un momento, Valerio Corvino. —Aferró el brazo de Asprenas—. Mi sobrino y yo debemos hablar de algo. Agrón, agasaja al invitado, por favor.
Empecé a levantarme, pero la manaza del ilirio me obligó a sentarme.
—Ya oíste al ama —me dijo—. Tranquilo, ¿eh?
Quintilia, apoyándose en el brazo de Carigordo, desapareció en los aposentos del fondo de la casa. Agrón ocupó la silla de la anciana, la acercó y se sentó frente a mí.
—Me das asco, Corvino —dijo—. Debí haberte matado cuando tuve la oportunidad. O dejar que esos matones te liquidaran.
Buen comienzo. Ese hombre tenía ideas excéntricas sobre el agasajo.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Te lo dije en aquel momento. No me gustan las peleas desiguales. Y al ama no le habría complacido.
—Eras el protegido de Varo, ¿verdad? —Mientras disfrutábamos de ese momento de calidez, no venía mal enterarme de ciertos antecedentes—. ¿Dónde os conocisteis? ¿En Germania?
—Así es. —Él sonrió sin humor—. Aproveché la oportunidad de ingresar en las legiones cuando Tiberio reclutaba gente en Sirmio. —Conque Escílax también había tenido razón en eso. Sólo esperaba vivir el tiempo suficiente para decírselo—. Cuando terminó la revuelta, me enviaron a Renania. Yo era ordenanza del general.
Esto era algo que no me esperaba.
—¿Estuviste en la marcha final?
—Claro. No te sorprendas tanto. Algunos sobrevivimos. No demasiados.
—Creí que los germanos no tomaban prisioneros.
—No los tomaban. En todo caso, esos prisioneros no duraban demasiado. Yo sobreviví porque me oculté y luego luché para regresar al Rin. A veces es una ventaja ser experto en matar. Y lo soy, Corvino, créeme. Un experto consumado.