—¿Cómo pudo mi padrastro haber causado la muerte del tío Fabio cuando estaba en Tomi?
—Júpiter sabrá, Perila. Pero tiene que relacionarse con lo que Marcia le dijo a Harpala. Quizá… —Callé al sentir el primer cosquilleo de una idea.
—¿Quizá qué?
—Quizá Fabio no murió porque supiera sobre la visita de Augusto a Planasia. Quizá hubiera un motivo adicional.
—Corvino, ¿por qué…?
—No, espera. Déjame reflexionar. Sí, Planasia sería una buena razón para que Tiberio quisiera cerrar la boca de tu tío para siempre. Pero digamos que Fabio hubiera provocado la inquina de Verruga por otro motivo. Digamos que casi había logrado algo que no sucedió, pero podría haber sucedido si Augusto no hubiera muerto cuando murió.
—¿Eres abstruso adrede, o soy yo quien no entiende?
—Mira de nuevo esos versos y respóndeme una pregunta. ¿Quién murió primero? ¿Augusto o Fabio?
—Te lo puedo decir ya mismo. Mi tío vivió un mes más que el emperador. Tú lo sabes.
—Claro. Lee el poema de nuevo. —Ella lo leyó, y sus ojos azorados escrutaron los míos—. ¿Ves? Ahora dímelo de nuevo.
—¡Esto sugiere que era el tío Fabio!
—Así es. Ovidio cambió el orden de las muertes.
—¿Pero por qué?
Me encogí de hombros.
—Tomi está muy lejos de Roma. Las noticias viajan despacio, a veces se distorsionan. ¿Y qué es un mes, después de todo? Puede haber muchos motivos. Pero el meollo no es ése.
—¿Y cuál es?
—La reacción de tu padrastro. Dice que Augusto ya empezaba a ablandarse, pero la súplica formal de Fabio por un indulto nunca se hizo, así que todo quedó en nada. Sabemos que es así porque el emperador murió primero, pero Ovidio lo interpretó del modo contrario.
—Marco, no entiendo adónde quieres llegar.
—Es sencillo. Ovidio pensó que tu tío había muerto primero y se culpó por su muerte, ¿sí?
—Sí, pero…
La interrumpí.
—¿Y qué le hizo pensar que la muerte de Fabio se relacionaba con una intercesión a su favor? Y dado que él sabía cuál era su propio delito, ¿por qué no tendría razón?
Cuando llegué a casa, me esperaba una carta de Cayo Pértinax.
Pértinax era el hombre que podía conocer todo sobre escándalo de Julia. No la Julia de Paulo sino su madre, la hija de Augusto, que había sufrido el exilio cuando la guardia urbana la sorprendió en una de sus correrías una noche en el foro, mientras su esposo Tiberio sufría su exilio en Rodas. Harpala había sostenido que también ella era inocente. Yo no sabía qué tenía que ver con nuestro pequeño enigma (ese escándalo había estallado diez años antes de que Ovidio se fuera a Tomi) pero aun así era una pista. Y teníamos menos pistas que erecciones de eunuco.
Yo había conocido a Pértinax toda la vida. Era un ex subalterno de mi abuelo cuando el viejo era prefecto de la ciudad, cuarenta y pico años atrás, y los dos se llevaban tan bien como las habas con la salsa de pescado. Mi abuelo no había conservado ese puesto largo tiempo. Según una tradición familiar (del tío Cota, no de mi padre) había dimitido porque era, en sus propias palabras, un «gran dolor de trasero». Claro que no era la frase que había usado ante Augusto. El motivo oficial que presentó fue «antidemocrático». Supongo que era la expresión más fuerte que podía usar sin provocar un nudo en los calzones imperiales.
A diferencia de mi abuelo, Pértinax debía ganarse el pan de cada día. Trabajaba en el servicio urbano y cuando arrestaron a Julia la mayor él ocupaba uno de los puestos más altos de la guardia. Comandante regional, nada menos. De la región octava, la zona del foro…
Así es. Oro puro, ¿verdad? Si el tío Cayo no podía decirme qué había ocurrido esa noche, nadie podría.
Se había retirado tiempo atrás. Vivía en una granja de la campiña —a treinta millas, en la vía Apia— donde cultivaba las mejores peras y manzanas que uno podía saborear. Yo iba allá con mi abuelo en la época de la cosecha cuando era niño, y Pértinax me cobró afecto. Todavía me enviaba una muestra de la cosecha en otoño, y yo lo visitaba cuando estaba por allá para ver cómo andaba.
Cuando surgió el tema de Julia, había mandado a un mensajero a la casa de Pértinax con una nota en que le pedía si podía ir a verle para hacerle preguntas sobre un tema que no especifiqué. He aquí la lacónica respuesta (el tío Cayo podría haber dado lecciones de prosa a un espartano):
Cayo Atio Pértinax a Marco Valerio Mesala Corvino. Salud.
Ven cuando quieras. Trae pescado.
Sonreí al leerla. Algunos sienten debilidad por el dinero, otros por el poder, otros por las mujeres. La de Pértinax era el pescado, y vendería su alma por un esturión. Cuando iba a cenar con mi abuelo (alrededor de una vez al mes) el viejo Corvino enviaba a su cocinero Filipo a recorrer el mercado de pescado del Argileto en busca de la selección más amplia y mejor que pudiera conseguir. Le costaba bastante —el buen pescado vale un brazo y una pierna en Roma, y siempre ha sido así— pero mi abuelo era generoso con sus amigos. Nunca entendí por qué Pértinax no se había instalado más al sur al retirarse; en Nápoles, por ejemplo, cuyo marisco lograría que el mismísimo Júpiter acudiera martilleando su plato. Quizá había pensado que el exceso de perfección era peligroso. O quizá prefería cultivar buenas manzanas.
Cuando leí la nota, envié a Batilo en busca de un barril de ostras de Bayas y el esturión más grande que pudiera llevar a casa sin provocarse otra hernia, despaché un a recadero para avisar a Perila de dónde iba y por qué, y pedí el carruaje.
El viaje fue tranquilo. Sin saber cuánto tránsito habría en la vía Apia después de la fiesta (no había mucho), había llevado el gran carro dormitorio. Una treintena de millas no parece mucho, pero ya me habían pillado en una carretera lenta y era un modo sensato de viajar, a menos que uno quiera que las pulgas lo coman vivo en una pintoresca posada o tenga conocidos en el camino (y yo no tenía ninguno, o ninguno con quien quisiera pasar la noche). Aparte del cochero y mi esclavo Flavo, llevé a los cuatro Amigos Entrañables. Tres de ellos podían cabalgar sin caerse. El cuarto solía aterrizar de cabeza, lo cual no parecía preocuparlo y brindaba un inocente esparcimiento para los demás. Yo había apostado conmigo mismo (y gané la apuesta sin dificultad) a que se caería redondo al menos una vez por milla.
Pértinax se veía bastante bien para ser septuagenario, pardo como una baya y con menos barriga que yo. Cuando vio el esturión, los ojos se le iluminaron como un candelabro de veinte lámparas.
—Al vapor, despacio y con coriandro —murmuró cuando dos de sus muchachos sacaron el pescado del maletero—. Quizá con una salsa de apio y menta. ¿Qué te parece, Marco?
—Es tu pescado, tío. Sírvelo como te apetezca.
—Estoy en deuda contigo, muchacho. Veamos qué opina Néstor. —Néstor era el cocinero—. ¿Qué hay en el barril? ¿Erizos?
—Ostras.
—¿Ostras de Bayas?
—¿Qué menos?
—¡Por Júpiter! No he probado guiso de ostras desde el Festival de Invierno. Eres un auténtico romano, muchacho, y un caballero, que no es lo mismo. ―Pértinax era de Cremona—. Entra. Tengo un par de jarras de buen vino de Rodas que pide a gritos que lo beban.
Lo seguí dentro. El lugar parecía diferente de la última vez que yo había estado allí.
—Has hecho algunos cambios —comenté.
—Así es, muchacho. He construido otro estudio, para recibir la luz del sol por la tarde. Ahora iremos allí. Al mismo tiempo reformé los baños, así que podrás lavarte bien el polvo antes de comer.
La granja de Pértinax era un auténtico establecimiento agrícola, pero él nunca había sido un Catón de cara agria. Y su interés en la construcción lo había mantenido en marcha desde que su esposa había fallecido tres años atrás.
—La decoración del comedor también es nueva. Un fulano que contraté en Nápoles. Dime qué te parece.
—Primero bebamos el vino. Tengo el gaznate como el escroto de un camello de patas cortas.
Pértinax rió entre dientes.
—Tienes el modo de hablar de tu abuelo, muchacho. Y las mismas prioridades. Ponte cómodo mientras converso con Néstor sobre la cena. Te enviaré el vino, no te preocupes.
Me acosté en un diván de la sala y examiné los murales. La difunta esposa de Pértinax no los habría aprobado. A ella le agradaban las naturalezas muertas. Uvas y faisanes colgantes, ése era su límite. Las ninfas y sátiros quedaban totalmente excluidos. Y al ver estas ninfas y sátiros, se habría puesto a blanquear las paredes. Me pregunté si el tío Cayo no se encontraría aun en mejor forma de la que aparentaba.
Llegó el vino, con un cuenco de manzanas de la última temporada, un poco mustias, pero duras y dulces por dentro. Me evocaron recuerdos.
—¿Está bien? El vino, quiero decir.
Alcé los ojos. El tío Cayo había entrado mientras yo no miraba y se servía una copa de la jarra.
—Muy bien —dije con sinceridad—. Siempre he pensado que el vino de Rodas está sobrevalorado, pero éste no. ¿Dónde lo consigues?
—Otro fulano de Nápoles. El primo del arquitecto. Los griegos hacen las cosas en familia.
—¿El arquitecto también hizo el mural?
—Así es. ¿Te gusta? A mí me pareció bastante bueno.
—Tendrás que darme su nombre. Ese tipo tiene talento.
—Espera a ver el comedor. Te deslumbrará. —Se acomodó en el diván y eligió una manzana—. Muy bien. Los baños se están calentando y nos quedan un par de horas antes de la cena. ¿De veras quieres hablar de arte pornográfico o te gustaría decirme a qué has venido?
Sorbí el vino.
—Háblame de Julia —dije.
—¿Qué Julia?
—La hija del viejo emperador.
—Ah. —Apoyó la copa en la mesa—. Me imaginé que sería algo así, joven Marco.
Mierda. Estábamos lejos de Roma, pero el tío Cayo aún tenía sus contactos.
—¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que dije. —No soltaba prenda, por lo visto—. ¿De veras necesitas saberlo?
—Absolutamente.
Pértinax miró su copa.
—Aunque vivo aislado, me entero de ciertas cosas, Marco. Y seré viejo, pero no tonto. ¿Qué responderías si te dijera que lo que pasó con Julia ya no tiene importancia, y que más te valdría no saberlo?
Ya me lo habían dicho antes. Al parecer había viajado en vano.
—Respondería que soy yo quien debe decidirlo, tío. Y que debo saberlo, al menos para mi paz de espíritu.
Me miró a los ojos.
—Eres como tu abuelo, Marco, muy parecido. Es como si él mismo hablara. —Titubeó—. Hay una mujer metida en esto, ¿verdad?
Ni siquiera pensé en mentir. Era lo menos que le debía.
—Sí, hay una mujer. Una cliente. Se llama Rufia Perila. Es la hijastra de Ovidio.
—¿La amas?
Tenía la garganta seca.
—Sí.
—¿Tanto como para sacrificar tu carrera política?
—Sí.
—¿Estás seguro, Marco? ¿Absolutamente seguro?
—Sí.
—Porque ésa podría ser la consecuencia Y quizá no valga la pena. No me refiero a ella. Me refiero a lo que sucede si posees la información pero no eres la persona indicada. ¿Entiendes?
—Sí, entiendo.
—¿Aun así quieres que responda a tu pregunta?
—Sí.
Suspiró y desvió los ojos.
—Entonces eres un necio, muchacho. Aun así, te diré lo que pueda.
Me relajé.
—Gracias, tío. Te lo agradezco. De veras.
—No quiero gratitud. Tu padre me mataría por esto, si lo supiera. Pero nunca soporté al joven Mesalino y creo que tu abuelo lo habría aprobado, lo cual es mucho más importante. Además, soy demasiado viejo para inquietarme. Pregunta, hijo.
—Creo que Julia era inocente.
—Ésa no es una pregunta.
—¿Lo era?
Vaciló un rato. Un rato muy largo.
—Sí —dijo al fin—. Julia era inocente. Del adulterio, al menos.
Estaba cansado de escarceos. Quería los hechos concretos.
—Sólo dime qué ocurrió esa noche, tío Cayo. Por favor.
Se levantó y fue hasta el sitio donde el esclavo había dejado la jarra de vino. No me miró mientras llenaba su copa.
—Muy bien, Marco. Te diré lo que ocurrió. Con exactitud. ¿Sabes que nuestra compañía era responsable de la región octava, la zona del foro?
—Sí. Por eso te pregunto.
—Bien. Pues yo había salido con los muchachos. Comenzamos nuestra patrulla al anochecer, como de costumbre. Recogimos a un par de borrachos revoltosos cerca del teatro de Marcelo y les machacamos la crisma. Luego caminamos hacia la calle Palacina. Uno de los muchachos creyó ver que alguien irrumpía en una taberna, pero era un gato. Regresamos por el lado norte del Capitolio, pasando la linde de la Ciudadela y entrando en el foro. Luego subimos por la vía Sacra. El joven Publio Áfer tenía una piedra en la bota, así que nos detuvimos mientras él se apoyaba en la pared de una tienda para sacársela.
¿Qué demonios pasaba? No era típico de Pértinax alargar una historia. Él hablaba como escribía. Si le dabas una nuez para cascar, iba directamente al medio.
—Mira —le dije—, sólo me interesa Julia, ¿recuerdas? ¿Esa criaturilla cachonda que follaba en grupo en la plataforma de los oradores?
—Y yo te estoy contando lo que pasó, Marco. Con exactitud. Cuando Publio se puso la bota, seguimos hacia la Suburra. Estaba bastante tranquilo…
Al fin comprendí.
—¿Quieres decir que no pasó nada? ¿Nada en absoluto?
Pértinax llevó la copa a su diván y se acostó. Ahora sus ojos relucían como fichas de mármol.
—No pasó nada, muchacho. Absolutamente nada. Si la hija del emperador fornicó en el foro, no fue esa noche. Y si alguien la vio, no fuimos nosotros.
—¡Pero tiene que haber estado allí! Todos dicen… —Me detuve. Perila había probado ese argumento conmigo cuando hablábamos de la otra Julia. Y entonces tampoco era convincente.
Pértinax asentía.
—Así es, Marco. Lógica circular. Todos dicen que estuvo allí, así que estuvo allí.
Quod erat demonstrandum
. —Bebió un buen trago de vino—. Sólo que no estuvo. El cuento de la orgía es un mito. Créeme.
—¿Y qué hay de los hombres que estuvieron? ¡Se acostaba con los tipos más destacados de Roma!
—Dame nombres, Marco.
—Eh… —reflexioné—. Sulpiciano. Uno de los Escipiones. Sempronio Graco. No recuerdo a los demás, pero consta en los documentos. Y Julio, desde luego. —Mencionaban a Julio Antonio como el principal amante de Julia.