Las cenizas de Ovidio (17 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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Ella esperó, sin preguntas ni comentarios. Me costaba respirar. Nunca le había dicho esto a nadie y las palabras no me salían con facilidad.

—Sucedió hace tres años. Mi madre estaba encinta; un embarazo tardío. Nadie lo esperaba, y nadie pensaba que llegaría a dar a luz. Hacía tiempo que mis padres hablaban de separarse, antes de que mi madre se enterase; pero el embarazo no cambió las cosas. Papá quería un divorcio, y lo consiguió.

—¿Por qué?

—Era un matrimonio político, desde luego. No como el tuyo, no por dinero. Nuestra clase no se casa por dinero, no se considera decoroso. —La palabra sabía agria en mi lengua—. Ahora bien, los contactos familiares son otra cosa. Eso es respetable. Entonces mi madre tenía catorce años y su padre era sobrino de Agripa. El matrimonio permitió que mi padre estrechara relaciones con las nuevas familias dominantes, o eso creía él, ya que Agripa era la mano derecha de Augusto. Pero luego todo salió mal. Un año después de la boda Agripa murió, Augusto obligó a Tiberio a divorciarse de la hija del viejo y papá comprendió que su matrimonio era un callejón sin salida. Luego, tras veintisiete años (¡veintisiete años, Perila!), cuando Tiberio llegó al trono, dio por liquidado el asunto, se divorció y tomó una nueva esposa. Una con mayor peso político. Fin del matrimonio, fin de la historia.

Perila se había incorporado. Su cabello se derramaba sobre sus pechos como oro líquido.

—¿Qué pasó con el niño? —preguntó.

—Nació muerto un mes después. El único hermano que tuve. Y el único que tendré, sospecho.

—¿Y tu madre?

—Sobrevivió, pero estuvo a punto de morir en el parto. Volvió a casarse el año pasado. Un senador llamado Prisco. Es buena persona. Su primera esposa murió de apoplejía.

—¿Ella es feliz?

—Sí, creo que sí. No la veo con frecuencia, pero creo que es feliz.

—Entonces al cabo fue para mejor, ¿verdad? A pesar del embrollo.

No respondí, y ella me besó suavemente y me apoyó la cabeza en el pecho.

—¿Hay tanta diferencia entre tus padres y nosotros, Marco? —murmuró—. Recuerda que yo también tengo esposo. Tampoco nos llevamos bien. ¿Por qué el divorcio está mal para tu madre pero bien para mí? ¿O crees que el adulterio es más «decoroso»?

—Eras virgen. En rigor, no tienes esposo. Y mucho menos hijos.

Ella irguió la cabeza.

—¡No juegues con las palabras, Corvino! ¡Sabes a qué me refiero!

—No juego con las palabras. Rufo no sólo te desagrada, sino que lo odias, y siempre lo has odiado. Tú misma lo dijiste.

—¿Entonces tu papel es más respetable?

La pregunta me dolió como una picadura de abeja. Nos encaminábamos hacia nuestra primera riña. Yo lo sabía, pero no podía hacer nada al respecto porque a pesar de mi furia veía que ella tenía razón. Sentí la tentación de irme de la cama, vestirme y abandonar su vida para siempre. Sólo por un momento. Sabía que nunca haría semejante cosa, al margen de lo que ella dijera, al margen de mi furia. No soy tan ególatra, y tampoco tan cabrón. Además, Perila formaba parte de mí. No podía abandonarla, así como no podía cortarme el brazo.

Aspiré profundamente y retuve el aliento.

—Lo lamento. Vale, quizá no haya tanta diferencia.

—¿Entonces tratarás de entender a tu padre? ¿De reconciliarte con él? ¡Por favor, Marco!

Guardé silencio largo rato. Pensé en mi padre, en su pomposo modo de hablar, su hipocresía política y la frialdad con que se había deshecho de mi madre. Luego evoqué años anteriores, cuando estábamos mucho más cerca. Pequeñeces. Cómo me había enseñado a nadar cuando yo tenía seis años. El verano en nuestra villa de las colinas Albanas. Su intento de allanar mi carrera, aunque apenas nos hablábamos. Sí, en parte lo había hecho por el nombre de la familia, pero lo cierto era que se había esmerado, según su criterio. Como decía Perila, si mi madre estaba feliz con la situación, ¿qué importancia tenía? ¿Y acaso yo no era tan hipócrita como mi padre? No políticamente, sino en lo concerniente a Perila.

Quizá no fuéramos tan distintos. No, al menos, en las cosas importantes.

—Vale —dije—. Vale. Lo intentaré. No será fácil pero lo intentaré.

Ella me besó la mejilla y se acurrucó contra mí; y cuando volvimos a hacer el amor, me sentía extrañamente sereno.

20

Supe desde el principio que era inútil tratar de impedir que Perila me acompañara a mi cita con Davo, pero tenía que intentarlo.

—¿Sabes cómo es el Velabro? —Estaba tan tenso que no podía sentarme. Caminaba de un lado a otro por el suelo de mármol del atrio mientras ella, sentada junto a la piscina, se limaba las uñas con un trozo de piedra pómez.

—Desde luego, Marco —dijo con calma—, no muy agradable, lo sé, pero no puede ser tan malo como la Suburra.

¡Por Júpiter! ¡Esto me decía la mujer que ni siquiera había estado en los malditos Jardines de Salustio!

—No estés tan segura. El Velabro tiene sus momentos. No creo que una gata tuviera muchas probabilidades de entrar y salir intacta. No digamos una muchacha despampanante como tú.

Exageraba, claro está. El Velabro es la zona portuaria de Roma, el centro de comercio mayorista que ocupa el terreno bajo que se extiende entre el Palatino y el Tíber. Aunque no es nada en comparación con la Suburra, la parte que tendría que atravesar para llegar adonde iba era bastante peligrosa, y es tan probable encontrar una dama bien nacida en esa parte de la ciudad como hallar una perla en un retrete. Así que no quería que Perila me acompañara. Ya tenía bastantes problemas sin tener que oficiar de protector viril.

Perila sonreía.

—Aprecio tu preocupación, Corvino, pero sin duda sabrás brindarme la seguridad que sea necesaria.

¡Mierda! ¿Esa mujer no me escuchaba? El vapor me salía por las orejas.

—¡Para eso necesitaría una maldita compañía de pretorianos! ¡Y aun así tendríamos un cincuenta por ciento de bajas!

—Pamplinas. Tú recorres la Suburra despreocupadamente, por lo que me has dicho. ¿Por qué un viaje al Velabro sería más peligroso?

Conté hasta diez. Luego hasta veinte.

—No has escuchado una sola palabra, ¿verdad? Claro que camino por la Suburra. Y también puedo caminar con cierta tranquilidad por el Velabro. Pero no tengo el físico de una Venus de Praxíteles mejorada con pechos que harían saltar los ojos de un sumo sacerdote octogenario a cuarenta pasos.

No dejó de mover la piedra pómez.

—Ni siquiera un sumo sacerdote puede ver a través de los flancos de una litera cerrada, Corvino. Y sabes muy bien que mis senos tienen un tamaño medio. Más pequeños, en todo caso.

—Vale, tacha la Venus. Pero también puedes olvidarte de la litera cerrada. Si llevaras una de esas cosas por el Velabro, sería como exhibir un gran letrero que dijera «He aquí un ricachón incauto». Atraerías a facinerosos de todas partes.

Ella frunció el ceño.

—De acuerdo —dijo—. Sin litera. Pero puedo ir disfrazada.

Dejé de caminar. No podía creerlo. Parecía salido de una novela romántica alejandrina del peor gusto.

—¿De qué, por amor de Dios? ¿De luchador númida? ¿De elefante amaestrado?

—No seas tonto. Bastará con usar una capa gruesa y una capucha.

Oh Júpiter, recé, tú que guías y guardas la fortuna del estado romano, fulmíname o dame paciencia.

—Perila, escúchame, por favor. Estos tipos no sabrán leer a Platón en el original pero no son estúpidos. Si bajas al río vestida como un personaje de melodrama griego, no darás diez pasos sin que alguien empiece a preguntarse qué hay debajo del ropaje. Y quizá tenga varios compinches que le ayudarán a abrir el paquete. ¿Entiendes?

Ella dejó la piedra pómez y se levantó.

—Marco, es inútil. Iré contigo, sin vuelta de hoja. Fui yo quien tuvo la idea de preguntarle a Harpala, no tú. Y además le di mi palabra de que me encargaría personalmente de que su amigo no sufriera ningún daño.

Me sentí como se debe de haber sentido Pirro cuando contó sus efectivos después de la batalla de Benevento y pensó que si eso era una victoria más le valía dejarlo. Hice un último intento.

—Vale. Entonces pídele que le diga a Davo que hemos cambiado el lugar. Que sea un sitio respetable. O que él venga aquí, o a mi casa. No hay mucha más distancia hasta el Palatino, después de todo.

Ella suspiró.

—Davo es un esclavo fugitivo, Marco. No puede acercarse al Palatino ni a ningún otro distrito de clase alta por su cuenta. Saltaría a la vista. Lo sabes.

—Entonces deja que lo vea a solas. Yo también le di mi palabra a Harpala, ¿recuerdas?

—Ahora andamos en círculos. —Se acercó para besarme—. Harpala fue mi descubrimiento, Davo es su amigo y en consecuencia es mi responsabilidad. Además, haces esto por mí y quiero participar, no quedarme sentada en casa como una púdica matrona. Así que iré contigo y se acabó la discusión. ¿De acuerdo?

—Nadie podría acusarte de ser una púdica matrona, Perila.

—No cambies de tema.

Sabía reconocer una derrota.

—De acuerdo —dije—. Si quieres, puedes venir, pero sin literas cerradas ni personajes misteriosos, ¿vale? ¿Cómo piensas ir, pues?

Si esperaba que pasarle la decisión le haría cambiar de parecer, estaba condenado a perder desde el principio. Ella ya lo tenía solucionado.

—Es fácil —dijo—. Iré vestida de muchacho.

Le clavé los ojos.

—¡Perila, estás loca!

—¿Por qué no? Creo que es una idea maravillosa.

—¿Te has mirado recientemente? Desde la pubertad, digo.

—No veo por qué no sería posible. —Se alzó el hermoso cabello—. Si me sujeto esto en un moño y uso una gorra, la gente no lo notará.

—¡Por favor! Saltaría a la vista. —Realmente parecía una novela alejandrina—. Y lo digo literalmente.

—Existen los sostenes, Corvino. Uno muy ceñido será incómodo, pero podré aguantarlo un par de horas. Y puedo usar una túnica holgada y una capa.

—No dará resultado.

—Claro que sí.

—Pues no. Por si no nos bastara con las pandillas de maleantes, atraerás a todos los pederastas de la ciudad.

—Pamplinas.

—¡Créelo!

Se preparó para lo que sospeché sería un ataque frontal a gran escala. Me replegué deprisa.

—Vale, vale. —Alcé las manos—. Haré un trato contigo. Ve a vestirte. Si te apruebo, puedes venir. De lo contrario, voy solo. ¿Aceptas?

Titubeó. Perila, a diferencia de mí, no era apostadora, pero sabía cuándo le planteaban un reto. Y no daba su palabra a la ligera.

—Mira, Perila, no hago esto por diversión. Quiero llegar allá, encontrar a Davo y largarme. Punto y aparte, sin cláusulas subordinadas. Si vienes, la vida se complica. Así que acepta o cierra el pico, ¿vale?

Apretó los labios con firmeza.

—De acuerdo, Corvino —dijo lentamente—. Acepto. Veré que podemos lograr entre Lalagia y yo. —Lalagia era su criada.

—Recuerda que debemos estar allí al mediodía.

—Está bien. Dame una hora.

No la reconocí cuando bajó. Llevaba una gruesa capa casera, de trama tupida, y debajo una túnica verde de esclavo sin cinturón que tenía el doble de su medida. Su hermoso cabello estaba totalmente oculto bajo una gorra de liberto y se había oscurecido la cara con zumo de nuez.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué te parece?

La miré de arriba abajo.

—No está mal. —Era un comentario parco, pero no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente—. Nada mal. Camina un poco.

Caminó por la sala. El resultado era tremendamente sensual.

—¡Por Júpiter, Perila! —rezongué—. ¿Qué es eso? Agacha la cabeza. Encórvate. Y trata de no menear las caderas.

—Lo estoy intentando.

—Pues pon más empeño. Si caminas por la calle así, te arrestarán a primera vista. O se te insinuarán. Tal vez ambas cosas al mismo tiempo, conociendo a algunos de esos sinvergüenzas de la guardia.

—De acuerdo. ¿Qué tal así?

Lo intentó de nuevo. Ahora estaba mejor, pero conocía al menos a una docena de romanos que pagarían una fortuna por una presentación. Luego quedarían decepcionados, sí, pero eso no solucionaba nuestro problema.

—A ver, mírame —dije. Caminé hacia la puerta y volví—. Pasos más largos. Aflójate un poco, y clava los ojos en el suelo.

Esa muchacha tenía talentos ocultos. Y no me refiero a los obvios. Al cabo de dos o tres vueltas por la sala, no podría haber jurado con absoluta certeza que no era lo que fingía ser. Mientras se mantuviera así, estábamos a salvo. Mierda.

—¿Gano la apuesta? —preguntó.

—Sí, ganas. Pero primero ven aquí.

Vino. La besé. Colaboró el tiempo suficiente para que las cosas llegaran a la etapa interesante antes de apartar la cara.

—¡Basta, Marco! ¡Me estás corriendo el maquillaje!

La solté a regañadientes.

Cuando revisas, revisas. Y sin duda era Perila.

No hicimos todo el trayecto a pie. Perila necesitaba practicar, pero yo no quería ser muy duro con ella, así que fuimos en una de sus literas hasta la vía Toscana. Desde luego, fuimos con los Amigos Entrañables; me habría gustado llevar más músculo, pero habríamos llamado la atención y calculaba que esos muchachos podían lidiar con cualquier cosa que no fuera una turbamulta. Aun así, hablé discretamente con ellos antes de partir, para cerciorarme de que supieran cuáles eran las prioridades, y qué sucedería si las confundían. Nunca había visto un conjunto de fornidos eunucos galos en el mercado, pero había una primera vez para todo.

También le aclaré la situación a Perila.

—Escucha, hay ciertas reglas básicas que no son negociables. Acéptalas ahora o quédate en casa. ¿Vale?

Debo de haberla apabullado, porque se limitó a asentir.

—Bien. Ante todo, yo sé cuidarme solo. Si hay algún problema, echas a correr.

—Sí, Corvino.

—Segundo, harás lo que te diga, tal como te lo diga, sin vueltas ni discusiones ni actos heroicos. ¿Entendido?

—Sí, Corvino.

La miré con suspicacia.

—Perila, ¿te estás burlando de mí?

—No, Corvino. —Le temblaron los labios, pero mantuvo los ojos recatadamente gachos.

—Sí, te burlas de mí. —No era momento para bromas—. Mira, hablo en serio. No te llevaré a los muelles si no aclaramos algo antes de salir. Yo sé lo que hago, y tú no. Serás una muchacha con muchas agallas pero si nos vemos en problemas la pose de patricio altanero no nos llevará a ningún lado. Esto no es un juego, y si crees lo contrario ambos estaremos en apuros. ¿Vale?

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