—¿Sólo cuatro, y te cortaron? ¿Qué eran, críos, mujeres o lisiados?
—Cuatro contra uno es bastante desigual, y lo sabes. Y esos sujetos eran profesionales. Casi perdiste un patrón. Lo habrías perdido, si no hubiera recibido ayuda. Y de eso quería hablarte.
Suspiró.
—Vale, Corvino. Quizá tenga tiempo libre, a pesar de todo. Ve a los baños y te aflojaré los músculos.
¡Por Júpiter! ¡No necesitaba eso!
—Oye —dije—, sin masajes, ¿eh? Ya me han golpeado bastante en los últimos días, gracias.
Se detuvo de nuevo. Sus ojos me escrutaron con ansiedad.
—¿Quieres decir que ocurrió más de una vez? ¿Qué está pasando?
—Exageraba. Pero no quiero el masaje.
—Vamos, muchacho. —Me asió el brazo (el bueno, por suerte; Escílax usa las manos como un cangrejo usa las pinzas) y me llevó hacia los baños—. Un buen masaje no le hace mal a nadie. Te aflojará.
Sí, sin duda eso le dijeron a Prometeo antes de soltarle el buitre, pensé; pero no lo dije en voz alta. No quería ofender al hombrecillo.
La sala de masaje estaba vacía, aunque oí jirones de una alegre gresca militar en la piscina de al lado. Alguien llamado Tito había cogido la toalla de otro y se negaba a devolverla. Me pregunté cómo habíamos logrado armar un imperio, y encima conservarlo.
—Vale, cuéntamelo —dijo Escílax cuando me tuvo de bruces en una de las mesas y me había cubierto de aceite.
Se lo conté. Pareció entender lo esencial, aunque no sé si los detalles eran inteligibles entre tantos gritos. Y no me refiero a la algarabía que hacía la flor y nata de Roma en la sala contigua.
—¿Por qué dejaste que todos te atacaran al mismo tiempo? —preguntó Escílax.
—¿Debí sugerirles que se turnaran?
Nunca recurras al sarcasmo con tu masajista. Escílax me aferró el cuello y hundió los pulgares bajo los omóplatos mientras yo chillaba y le suplicaba que parase.
—Lo lamento, Corvino. ¿Ése era el brazo lastimado? —dijo al fin, antes de que yo me desmayara. Ese sádico sabía que era ese brazo. La venda de Sarpedón cubría la mitad del hombro—. Tendrías que haber huido, muchacho. Lograr que se separasen, y cogerlos uno por uno.
Intenté una sonrisa. No funcionó muy bien.
—Claro. También me llaman Filípides. Corro una maratón todas las mañanas antes del desayuno.
Escílax gruñó.
—¿Dices que ese tipo era extranjero?
Sentí que me insertaba un nudillo entre dos capas de músculo y gemí, sabiendo lo que vendría. Vino. Después de bajarme del techo, respondí:
—Sí, del norte, quizá. Podría ser germano. Pero hablaba buen latín. Y no era ningún palurdo.
Escílax me estrujó las costillas con las manos y tiró las carnes hacia abajo. Es magnífico si a uno le gustan esas cosas. No era mi caso. Me sentí como si me despellejara un pulpo.
—Dices que tenía un tajo de espada en la mejilla izquierda.
—Eso parecía. Le faltaba media oreja. Venga, Escílax, necesito un nombre.
Calló un buen rato. Le oía pensar mientras su mano se abría paso palmo a palmo, torturándome la espalda. Apreté los dientes y traté de no aullar.
—No es gladiador, eso es seguro. Un tipo de tal tamaño y habilidad sobresaldría en los equipos. —Esto era definitivo. Lo que Escílax no sabía sobre el mundo de la esgrima profesional no sólo carecía de importancia, sino que no existía—. Podría ser un soldado. Ex soldado, quizá.
—¿Un auxiliar? ¿Qué haría un auxiliar en Roma?
—¿Quién dijo auxiliar? Por lo que dices, parece un legionario. ¿Crees que era germano?
—Sí. O quizá eslavo.
—Es posible que sea eslavo. Tiberio alistó a muchos campesinos ilirios en la época de los disturbios.
Eso encajaba. Doce años antes la provincia de Ilírico se había rebelado (mi padre era gobernador provincial en aquella época) y durante un tiempo pareció que todo el territorio entre los Alpes Julios y Macedonia se iría al traste. La emergencia significó que el general Tiberio tuvo que zumbar como una mosca de trasero azul, juntando todos los reclutas que podía para impedir que se propagara la revuelta.
—Me has convencido —dije—. Más aún, ese tipo aún podría tener contactos.
—¿Contactos con Tiberio? —Escílax dejó de mover las manos—. ¿Estás en problemas? ¿Problemas oficiales?
Mierda. Había hablado de más. Escílax era un amigo, pero el caso Ovidio era privado. Borré mis huellas.
—No, puramente personal.
—¿Quieres hablarme de ello?
—No hay nada de que hablar. Sabes tanto como yo. Quizá me acosté con la hermana de alguien.
—Ajá. —No parecía convencido. Las manos siguieron machacando. No era tan doloroso ahora que me estaba acostumbrando. O quizá se había roto algún órgano vital y ya no podía sentir nada—. Dices que has visto a ese hombre más de una vez.
—Así es. Hace unos días tuvimos un encontronazo en la Suburra. Sólo que entonces él no estaba de mi lado.
Escílax chasqueó la lengua.
—Esto suena cada vez más raro, muchacho.
No me creía, eso era seguro. Y no era sorprendente. Pero tampoco podía llamarme mentiroso, porque no era de su incumbencia.
—Vale —dijo al fin—. Pero si necesitas ayuda, dímelo, ¿de acuerdo? Quizá la próxima vez no tengas tanta suerte.
—Gracias —respondí, con toda sinceridad. Si se trataba de usar los músculos, habría escogido a Escílax contra un escuadrón selecto de pretorianos—. Pero hazme el favor de indagar, ¿vale? Quiero saber quién es ese sujeto.
—Cuenta con ello. —Estaba sobando y frotando suavemente con las yemas de los dedos. Yo casi ronroneaba—. Si ese cabrón está en Roma, lo encontraré. Y después, si quieres, lo haré trizas.
Cuando llegué a la casa de Perila, ella había salido.
—El ama está en casa de Marcia, señor —dijo Calías—. Dejó dicho que fueras allá si pasabas a visitarla. Queda cerca del templo de Cibeles.
—Ya sé dónde queda la casa de los Fabios. Estupendo, Calías. —Marcia era la viuda de Fabio Máximo y, como recordaréis, pariente de la madre de Perila. Era prácticamente vecina mía, colina arriba. Yo podría haberme ahorrado el viaje. Perila no había pensado en pasar para dejarme el mensaje. Claro, yo era sólo su patrón, ¿verdad?
Llamé con un silbido a mis cuatro nuevos guardaespaldas, que holgazaneaban en la esquina. Se aproximaron flexionando los bíceps y mirando a Calías como preguntándose hasta dónde rebotaría. Estos cuatro eran los tipos más corpulentos y recios que yo poseía, galos corpulentos cuya idea de la diversión era partir nueces entre el pulgar y el índice. Y no me refiero a las que crecen en los árboles.
Estaba harto de que me atacaran. La próxima vez que alguien lo intentara, tendría que vérselas con los Amigos Entrañables.
La mansión Fabio era una de las más grandes y antiguas de Roma, y ocupaba el espacio que mediaba entre la choza de Rómulo y la casa de Augusto; no puede haber vecinos más selectos. Uno de los Amigos Entrañables llamó a la puerta y gritó mi nombre al oído del portero septuagenario, y me hicieron pasar. Los muchachos se acomodaron de espaldas contra la pared para jugar a los dados; al menos, jugaron los tres que podían contar hasta seis. El cuarto se contentó con mirar lascivamente las literas que pasaban.
Perila estaba sentada en el jardín con una anciana, y supuse que era Marcia. Llevaba mis aros, noté, y una capa celeste que hacía juego con el pavo real que se paseaba al lado de ella. Sonrió cuando atravesé la columnata.
—Hola, Corvino. ¿Entonces recibiste mi mensaje?
Ni una traza de culpa en su adorable voz, ni una chispa de remordimiento en sus adorables ojos. Qué diablos. Suspiré y me senté en la silla que me había llevado el esclavo.
—Supongo que no estaba en casa —dije—. Lamento llegar tan tarde. Tuve que visitar a un cliente. —Miré de soslayo a la anciana. No se había movido, ni siquiera había reparado en mi presencia. Fijaba su atención en el pavo real, que se preparaba para exhibirse. Recordé mis modales (sí, tengo algunos) y añadí—: Preséntame a tu tía, pues.
Perila abrió la boca para responder, pero entonces el pavo real desplegó la cola con un graznido susurrante y la anciana se volvió hacia mí. Vi ojos brillantes y desorbitados en una cara pastosa y mustia empeorada por el maquillaje, y una boca floja que babeaba en un movimiento constante.
—La tía Marcia no está en este momento, Corvino —dijo Perila en voz baja—. Ésta es mi madre.
El pavo real tembló y giró en un círculo lento. Su cola era una masa de ojos muertos que me observaban. Me observaban…
Me las apañé de alguna manera, no me preguntéis cómo. Júpiter sabrá lo que dije; no recuerdo una palabra, sólo que sudaba constantemente. Luego salió una esclava y condujo a la anciana adentro, dejándonos a solas. Guardamos silencio un rato.
—Es uno de sus días malos —dijo al fin Perila—. Nunca es racional, pero al menos a veces está presente, al menos reconoce que los demás existen y les habla.
—¿Cuánto hace que está así? —Yo todavía estaba temblando. Si hay algo que no resisto, es la locura y los locos. No aguanto la falta de contacto, de terreno común. Siempre me hace trizas. Una vez conocí a un sujeto, un oficial del ejército que había prestado servicio en todas partes y había ganado todas las condecoraciones existentes, y le aterraba que una pluma le rozara la piel. No podía acercarse a la tienda de un vendedor de gallinas sin sudar en frío. Así es como me afecta la locura.
—Empeoró en los últimos años —dijo Perila—. Nunca estuvo bien desde que exiliaron a mi padrastro. Luego, la tensión de procurar que lo repatriaran, administrar sus propiedades, más todos los problemas con Rufo… —Titubeó—. Fue demasiado para ella. Ahora vive aquí, como antes de casarse. La tía Marcia es muy bondadosa.
—¿No puedes hacer algo por ella? Debe haber médicos, médicos griegos…
—Lo hemos intentado. Es inútil, no pueden hacer nada. En cierto modo, me alegra. Creo que es más feliz así, en su propio mundo.
Sacudí la cabeza pero no dije nada. ¡Por Júpiter! ¿Cómo podía ser feliz una criatura que farfullaba y babeaba así? Yo preferiría cortarme las venas. O, si no pudiera, que un buen amigo lo hiciera por mí.
—En fin. —Perila se arrebujó en la capa y esbozó una sonrisa frágil—. No viniste para conversar sobre mis problemas. No de ese problema, al menos. ¿Cómo andan las investigaciones? ¿Hablaste con Silano?
—¿Quién? —Intenté recobrar la compostura—. Ah sí. Sí, hablé con él. En los cinco minutos que le llevó llamar a su gorila domesticado y hacerme echar, claro.
—¡Corvino, por todos los cielos! —Ensanchó los ojos—. ¿Qué le dijiste?
—Nada. —Me froté el sudor de las palmas. Empezaba a sentirme mejor, aunque un buen trago de falerno puro no me habría venido mal—. Al menos, nada insultante. Fui un dechado de cortesía, como de costumbre. Quizá no le gustó mi perfume.
—Pamplinas. Habrá tenido algún motivo para echarte.
—Bien, creo que no le agradó mucho que yo sugiriese que le habían pagado para cargar con la culpa. —¡Por Júpiter! Eso era un modo moderado de expresarlo—. Pero eso fue hacia el final. La fuerza de choque ya estaba en camino. —Hice una pausa—. Perila, ¿puedo beber un trago, por favor? He tenido un día bastante agitado.
—Aún no es mediodía.
—Lo sé, pero aun así quisiera un trago. Por favor.
—¿Zumo de fruta? —preguntó dulcemente.
—¡Oh, por favor!
—Bebes demasiado vino —dijo, pero aun así llamó a un esclavo que andaba por allí.
—Sólo bebo para olvidar.
Arrugó la frente.
—¿Olvidar qué?
—No sé. Lo he olvidado.
Noté que procuraba entender esa broma trillada. Como he dicho, Perila sería hermosa, pero su sentido del humor era nulo. Al fin desistió y volvió al tema.
—¿Por qué dices que le pagaron por cargar con la culpa?
—Para que no armara escándalo por la acusación de seducir a Julia.
—Corvino, Silano no fue recompensado, sino exiliado.
—Te equivocas. No hubo ningún exilio. Silano se fue de Roma voluntariamente.
—Pero le han prohibido ejercer la función pública.
Me encogí de hombros.
—Quizá no le interese la política. El descender de una buena familia no significa que te lo hagas en los pantalones para llegar a cónsul. Mírame a mí, por ejemplo.
Perila me miró, y lamenté no haberme arrancado la lengua de una dentellada. Mierda.
—Eso me tenía intrigada, Corvino —dijo fríamente—. ¿No tienes ambiciones políticas? ¿Ninguna inquietud? ¿Ningún sentido del deber hacia tu familia o el estado?
Cambié de terreno rápidamente. Podía prescindir de los sermones edificantes de mis clientes.
—Bien, olvidemos eso, ¿quieres? Sólo concede que a veces sucede. Un alma sencilla como Silano… o un cabrón perezoso, si prefieres…
—No lo prefiero.
—… puede haber optado por el dinero y la vida fácil en vez de la gloria política. Además, había una razón más importante para que Augusto no lo castigara.
—¿Y cuál es?
—El tipo no folló con Julia. Nadie lo hizo. Nunca existió tal adulterio.
—¿Qué?
—Claro que no. La acusación era falsa, y todos los implicados lo sabían.
Perila me miraba como si mis orejas se hubieran puesto verdes.
—Corvino, ¿has perdido el juicio? ¡Claro que Julia cometió adulterio!
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?
—Bien… —Perila vaciló visiblemente—. Todos saben que fue así.
—Todos saben que fue acusada. Acabo de decírtelo. La acusación era falsa.
—¡Silano confesó que la había seducido!
—Claro que sí. —Yo sonreía. No siempre le llevaba ventaja a Perila, y lo estaba disfrutando—. Por eso le pagaron, amiga mía.
—¿Qué hay de Augusto? Él mismo hizo la acusación. La envió a Trímero. ¡Corvino, era su nieta!
—Mira, Perila. No dije que Julia fuera inocente. Dije que no había cometido adulterio.
—¿Entonces por qué la exiliaron?
Abrí la boca, y me callé. Me había topado con una pared de ladrillo. Buena pregunta, sin duda. Ojalá supiera la respuesta.
—No lo sé —confesé—. Todavía no. Pero juraría por las tetas de la loba que amamantó a Rómulo que no fue por brincar de cama en cama.
Perila calló largo rato.
—Corvino —dijo al fin—, lamento haber sido tan desdeñosa.
¡Vaya! ¡Disculpas!
—Te lo agradezco.
—Quizá tengas razón. Quizá Julia no cometió adulterio.