Estupendo, pensé. Dime algo que ya no sepa.
—Quizá no sea demasiado tarde. —Giró sobre los talones—. ¡Oíd, cabrones! ¿Queda alguno con vida?
—Sólo fiambres, decurión —respondió jovialmente el chico que había arrojado la jabalina.
—¿Estás seguro esta vez, Marco?
—Sí, decurión.
—¡Mierda! —Se volvió hacia mí—. No importa, señor. No tiene remedio. ¿Puedes darme tu nombre? Lo necesito para el informe.
Sabía que no me convenía mentir. Era fácil corroborar los nombres.
—Corvino —dije—. Valerio Mesala Corvino.
Ensanchó los ojos.
—¿Algún parentesco con el cónsul? ¿Valerio Mesala Mesalino?
—Sí, es mi padre.
La cara del decurión se iluminó. Se cuadró en un impecable saludo militar.
—Sexto Pomponio. Fui soldado en la tercera centuria, Vigésima Valeria. Serví al mando de tu padre en Ilírico.
Vaya, sensacional. Justo lo que necesitaba, una reunión de veteranos. Pero el hombre me había hecho un gran favor. Lo menos que le debía era la cortesía de un poco de cháchara.
—¿Estuviste en la rebelión?
—Así es. Casi perdimos la puta provincia. Con perdón de la expresión, señor.
—¿Qué tal era mi padre? ¿Como general?
De veras quería saberlo. Si creías lo que mi padre decía sobre su desempeño en la revuelta iliria con Verruga, era César y Alejandro en uno. Me interesaba saber qué pensaban los soldados comunes. Pomponio endureció el rostro como cemento.
—Era aceptable, señor —dijo cautamente.
—¿Pero nada especial?
—No es aplicable, señor. El gobernador no era soldado. Con todo respeto. No era culpa suya si era un chupat… un administrador, señor.
Sonreí. ¡Maravilloso! Había calado bien a mi padre.
—Entiendo, Pomponio. Lo de chupatintas describe perfectamente a mi padre.
No respondió con una sonrisa. El decurión me miró como una matrona anticuada cuyo loro la mandase a la mierda.
—Como decía, señor. El gobernador era aceptable. Para tratarse de… un administrador.
—¿Y Tiberio?
Pomponio se relajó visiblemente.
—Tiberio —dijo simplemente— era el mejor general con quien serví, señor. Sin excepciones.
Un gran elogio, viniendo de ese hombrecillo. Era probable que Pomponio estuviera masticando un yelmo cuando le salió el primer cliente.
—Oí decir que no gozaba de mucha popularidad entre la tropa —observé.
—Era severo, señor. Quizá demasiado severo. Pero con el general uno sabía a qué atenerse. Aunque refunfuñáramos en los años previos al estallido de las fronteras, nunca se dijo nada personal contra Tiberio. Ahora será primer ciudadano, pero el general lleva las águilas en la sangre. Es un militar hecho y derecho, un auténtico profesional. No se pillan peces cogiéndolos por la cola, hay que andarse con cuidado. Mira al viejo Varo…
—¡Oye, decurión! ¡Mira esto! —Era el listillo de Marco, el rey de la jabalina. Estaba agazapado frente al tipo que yo había matado junto al carruaje.
Nos acercamos. El muerto estaba boca arriba, el brazo derecha extendido al lado, con la mano arqueada.
—Mirad la muñeca. —El chico señaló. En el lado interior del antebrazo había un carnero azul.
—Mierda —murmuró Pomponio.
Yo sólo había visto esas cosas en los galos. Son muy aficionados a eso, aun en las zonas más civilizadas. Punzan la piel con agujas que forman un dibujo, y luego se frotan tintura en las heridas. No sale aunque lo raspes. Mis cuatro muchachos estaban cubiertos de esos garabatos.
—¿Significa algo para ti, decurión? —Traté de mantener la voz calma.
—Claro. Es una insignia de legionario. La Quinta de Alaudae.
Cuadraba a la perfección. Era de esperar que las tropas de las Alondras, que era una legión de la Galia, fueran aficionadas a los tatuajes. Así que el sujeto era del ejército, tal como parecía.
—¿Sabes dónde está acuartelada la Quinta?
Era como preguntarle a un panadero si había oído hablar de la harina. El decurión me marchitó con la mirada.
—Claro que sí, señor. En Vetera.
Vetera, Germania.
El tipo había estado en una legión del Rin.
Me balanceé sobre los talones y reflexioné.
Era tarde cuando regresé, así que le pedí al cochero que me dejara en casa de Perila.
Nos acostamos temprano, en cuanto le di el parte. Al principio estaba preocupada por la estocada que me habían dado en las costillas, pero a insistencia de Pomponio me había hecho revisar la herida en el camino y no era demasiado grave. No tan grave, al menos, como para estropear mi estilo al cabo de dos días de ausencia.
—Debe de haber sido el aire fresco, Marco —dijo ella cuando habíamos terminado—. O quizá las emboscadas te sientan bien.
—Es el guiso de ostras. Pértinax insistió en que comiera tres porciones.
Noté que se reía.
—¡Puerco!
—Los puercos no comen ostras.
—Pero el efecto ya se habría disipado.
—No con las ostras de Bayas. Son las mejores del mundo.
Me estrechó en sus brazos y me besó el lado del cuello.
—Te amo —dijo.
—Ajá.
Guardamos silencio un largo rato.
—Perila —dije—, se me ha ocurrido una cosa.
—¿Sí?
—Sobre la conspiración de Paulo. Quizá…
—¡Ahora no, Marco! —protestó—. ¡Por favor!
—¿No quieres oírlo?
—No eres nada romántico, ¿sabes?
—Sólo estoy agotado. Pienso mejor cuando estoy agotado.
Me sonrió.
—Muy bien. ¿Cuál es tu gran idea?
—No. Si no quieres oírme, no me oigas.
—Corvino…
—Vale, vale. ¿Estás segura?
—Estoy segura.
—Bien. —Me volví y me tendí boca arriba, con las manos en la nuca—. Damos por sentado que la conspiración era contra Augusto, ¿verdad?
—Desde luego. ¿Contra quién iba a ser?
—La emperatriz.
Perila se apoyó en un codo y me miró.
—¿Livia?
—¿Por qué no? Si estaba liquidando sistemáticamente a los Julios, tarde o temprano ellos tenían que reaccionar. No se quedarían cruzados de brazos.
—¡Corvino, es una tontería!
—No lo es. Escúchame. Digamos que el objetivo principal era deshacerse de Livia. Cayo y Lucio ya están muertos, pero Julia la mayor y Póstumo se aburren en sus islas. ¿Qué pasaría si alguien los liberase y se los llevara a alguna parte donde Livia no pudiera tocarlos?
Perila suspiró.
—Absolutamente nada.
Respuesta equivocada.
—¿Por qué no?
—Porque, aunque a Augusto no le agradara que Tiberio fuera el sucesor, a esas alturas no tenía mucha opción. Aunque supiera que Livia manipulaba las cosas, lo que dudo.
Sacudí la cabeza.
—Pasas por alto un detalle. Hasta el momento Livia se había salido con la suya porque actuaba en forma clandestina, o bien porque manipulaba a Augusto para que él hiciera el trabajo sucio. El pobre diablo no tenía más remedio que prestarse al juego por que ella había eliminado las demás opciones.
Perila se volvió sobre el costado.
—He cambiado de opinión —dijo—. ¿Podemos dejar esto para la mañana, por favor?
—No, escucha. —Tiré de la manta—. Los Julios sólo podían contraatacar alterando las reglas. Si encontraban un comandante militar que los respaldara en una de las fronteras, y lograban llegar a él, estarían a salvo en un sitio donde Livia no podía alcanzarlos.
Perila gruñó.
—¡Por favor, Corvino! Sabes muy bien que el emperador controla las designaciones militares. Los comandantes deben demostrar que son leales antes de ser escogidos. Totalmente leales. Y aunque alguno no lo fuera, sería suicida aceptar fugitivos políticos. Dejemos este asunto, por favor. Quizá tú no necesites dormir, pero yo sí.
Se cubrió con la manta. Se la quité.
—Vale —dije—. Pero existe otra perspectiva en la que no hemos pensado. Que Augusto estuviera al corriente de la conspiración desde el principio.
Perila abrió los ojos y se sentó.
—¡Pero ya sabemos que era así! ¡Silano era agente del emperador!
—Desde el principio, dije. No cuando ya estaba en marcha. Quizá desde antes del principio.
—Lo siento, pero no te entiendo.
—Mira. —Me incorporé y apoyé la espalda en al cabecera—. Partimos de la hipótesis de que la conspiración era contra Livia, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Augusto sabe que ella hizo asesinar a sus nietos Cayo y Lucio. Sabe que ella se las ingenió para persuadirlo de que exiliara a su hija Julia y a Póstumo. Sabe todo esto pero, como bien dices, no puede hacer nada al respecto. Es demasiado tarde, está atorado. Livia ha vencido, y sólo le queda Verruga.
—¿Y por qué acepta la situación? Es el emperador.
—Bien, Augusto hace arrestar a Livia. Comparece ante el Senado, la denuncia como asesina y traidora, deroga las sentencias de Julia y Póstumo y manda a Verruga a rascarse los forúnculos en Córcega. ¿Qué sucede entonces?
Ella frunció el ceño.
—Destruiría por completo su credibilidad.
—Eso mismo. ¿Y al cabo con qué se quedaría? Livia exiliada o muerta. Verruga en desgracia, quizá en rebeldía. Póstumo demasiado joven para tener poder. Sí, tendría la satisfacción de saber que se ha hecho justicia, pero habría eliminado las habichuelas junto con las malezas.
—Pero si Augusto quería detener a Livia, no habría actuado de ese modo.
—¿Cómo habría actuado?
—Solapadamente. Habría… —Perila se interrumpió. Se le aflojó la mandíbula y supe que la había convencido.
—En efecto. Habría actuado en secreto, habría organizado su propia conspiración.
—Por todos los cielos, Marco. ¡Eso es descabellado!
—No, encaja. Mira, Julia y su abuelo llegan a un convenio. Augusto no puede hacer nada directamente, pero promete su respaldo para ella y Paulo. Hará la vista gorda ante la «conspiración» de los Julios mientras está en sus preparativos, y los ayudará en las fases finales.
—¿Ayudarlos cómo?
—Ya te he dicho. Asegurándose de que tengan adónde ir. A un lugar seguro, dándose aire para respirar al mismo tiempo, quizá elaborar un modo de compensarles las cosas. —Mi cerebro estaba acelerado—. ¡Perila, eso explica a nuestro cuarto conspirador! Recuerda que dijimos que tendría que ser muy poderoso para darles la influencia que necesitaban para llevar a cabo el plan. ¿Y si el cuarto conspirador era el propio Augusto?
—¡Por el amor de Júpiter!
—¿Te parece rebuscado? Bien, quizá no fuera el propio Augusto. Pero era alguien que podía actuar como su representante acreditado. Uno de los grandes comandantes de las legiones, digamos, o aspirantes a comandantes. Incluso un gobernador militar. Quizá alguien como…
Me interrumpí.
—¿Alguien como quién?
—Como Quintilio Varo —murmuré.
—Marco, te repito que es descabellado.
Sacudí la cabeza.
—No, no lo es. Varo sería perfecto, y los tiempos concuerdan. Él es el hombre del emperador, incluso está casado con la sobrina nieta de Augusto. Si él está en el equipo, los Julios tendrán adonde ir, porque cuando Paulo delate a los demás, Augusto ya le habrá dado Germania a Varo.
Perila se sostenía la cabeza entre las manos como si estuviera a punto de estallar.
—De acuerdo —dijo—. Si la conspiración tenía el respaldo secreto del emperador, ¿por qué la destruyó?
—Porque se vio obligado. Porque tenía que cortar por lo sano y abandonar la partida. Porque alguien delató todo a Livia.
—¿Alguien? ¿Quién, por ejemplo?
—Nuestro soplón original. Junio Silano.
—Corvino, es un disparate. Me dijiste que Augusto recompensó a Silano. ¿Lo habría hecho si el hombre lo hubiera traicionado?
—Claro que sí. Aunque tuviera que sacrificar a Julia. No le quedaba opción. Tenía que desligarse por completo de la conspiración, y para eso tenía que ponerse de parte del hombre que lo había traicionado. Quizá el silencio de Silano fuera parte del trato.
Perila se había puesto de costado.
—Marco, estoy cansada y esto es complicado. Quizá todo suene mejor por la mañana.
No le presté atención.
—Hay algo más. Ya tenemos una conexión con Germania. Ese muerto que tenía un tatuaje en la muñeca sirvió en una legión germánica.
—Cuéntamelo mañana —murmuró.
—Pero en tal caso, ¿quién los envió a él y sus camaradas, y por qué? ¿Livia? ¿Verruga? ¿Alguien más?
No hubo respuesta, y al mirar a Perila la encontré dormida.
Varo a sí mismo
Arminio y yo nos hemos mantenido en contacto a través de los buenos oficios de Ceonio. Fue un acierto valerme de él. Ese hombre es un conspirador nato. Nuestra sociedad ha sido provechosa para todos los interesados: para Arminio, para mí y, potencialmente, para Roma. So pretexto de cumplir mis obligaciones militares, en la campaña de esta temporada he logrado arrancar los colmillos a los caudillos germanos que eran enemigos suyos, con el resultado de que él va camino de esa preeminencia que es nuestro objetivo.
La última etapa del plan es la más difícil. La primera parte ha concluido. Tal como acordamos, he permitido que mi ejército se desviara para marchar hacia el Teutoburgo. En la linde del bosque, Arminio nos atacará con todas sus fuerzas. Yo ordenaré una retirada, Arminio proclamará que nos ha infligido una derrota y demostrará su valía ante sus aliados. Mi ejército quedará intacto, y yo lo conduciré de vuelta al Rin. Los germanos le atribuirán el mérito a Arminio y derramarán más cerveza en el festín de la victoria que sangre en el campo de batalla. Los germanos adoran a los ganadores, y una «derrota» romana, por simbólica que sea, contribuirá más que un centenar de discursos a unir a las tribus bajo la égida de Arminio.
Claro que en Roma harán preguntas. Mi defensa será irrefutable: que volví a evaluar la situación y los riesgos y decidí abandonar el avance de mala gana. Me criticarán, pero no me acusarán abiertamente. Luego me retiraré discretamente de la vida pública (a mi viejo cuerpo, después de todo, no le restan muchos años más) y disfrutaré de las recompensas de una carrera sólo levemente empañada hacia el final. El oro de Arminio será un gran consuelo en mi infortunio. Le deseo suerte, y el mayor éxito.
Mañana entraremos en el Teutoburgo. Mis exploradores no se han topado aún con fuerzas hostiles, pero la «batalla» no puede estar lejos. Medio día de marcha, a lo sumo. No veo el momento de que llegue. El tiempo está empeorando y estos bosques germanos son espantosos, aunque uno no crea en lo que los supersticiosos nativos llaman el
Waldgespenst
. Ojalá que Arminio no nos haga esperar mucho.