—¿Crees que el emperador lo sabía, entonces? ¿Que Varo seguía sus instrucciones?
—No. —Asprenas meneó la cabeza—. Me gustaría decir que sí, Corvino, pero no era así. Éste era un convenio personal entre Arminio y mi tío. Quizá Augusto lo hubiera aprobado si lo hubiera sabido, pero no lo sabía.
—¿Entonces Varo había aceptado permitir que Arminio obtuviera un poco de gloria? Pero Arminio llevó la idea un poco más lejos. —¡Por Júpiter! Todo encajaba—. Aceptó el convenio pero traicionó a Varo en el último momento. Lo que debía ser una acción militar limitada se transformó en un ataque a gran escala y se perdieron tres legiones.
—Correcto.
—Pero el viejo debía sospechar algo. Corría un riesgo descomunal al confiar en que Arminio contuviera sus puñetazos, y no era ningún tonto.
Asprenas se encogió de hombros.
—Yo no soy mi tío —dijo—. No sé cuáles eran sus razones. Conocía bien a Arminio. Quizá tuviera cierta debilidad por él, y se confió demasiado. Recuerda que ese hombre no era un nativo común. Estaba educado y adiestrado en Roma. Sabía exponer argumentos convincentes con palabras convincentes. Ante todo, no sabemos qué se le prometió a mi tío a cambio.
—Así que todo fue un error. Varo creyó que tenía un pacto de caballeros con Arminio, mientras que Arminio planeaba asegurarse de que Roma se retirase de la Germania de allende el Rin.
—En efecto. —Asprenas estiró el brazo y cogió la tablilla—. Y en la práctica así ocurrió. La pérdida de tres legiones alteró el equilibrio. Dudo que aun ahora tengamos fuerzas para una expansión a gran escala más allá del Rin, si quisiéramos intentarlo. Tal vez nunca lo hagamos. —Hizo una pausa—. Así que ya tienes todo, Corvino. La sucia verdad. Estamos en tus manos. ¿Qué piensas hacer con nosotros?
Había esperado que nadie me hiciera esa pregunta, porque no tenía una respuesta. Quintilia también me observaba, al igual que Agrón. Noté que la anciana ansiaba que yo tomara cierta decisión pero que, a diferencia de su sobrino, era demasiado orgullosa para pedirlo. Habían hablado sin tapujos. Lo menos que podía hacer era ser sincero con ellos.
—No lo sé, francamente no lo sé —respondí sin rodeos—. Pero creedme que no usaré la información a menos que sea necesario.
La tensión se disipó. Hasta Agrón dejó de fruncir el ceño.
—Es todo lo que podemos pedir dentro de lo razonable, joven. Quintilia sonrió por primera vez.
—Hay una sola cosa que todavía me intriga —dije.
—¿Qué es?
—No tiene nada que ver con lo que sucedió en Germania. Al menos, no directamente. Sólo me gustaría saber por qué Augusto no condenó a tu hermano con los demás conspiradores.
—Lo siento, no te entiendo.
—Si Varo estaba implicado en la conspiración de Paulo, genuinamente implicado, ¿cómo se salió con la suya? Al principio contaría con la protección de Augusto, sí, pero el emperador habría retirado esa protección al descubrir que actuaba por su cuenta. Si el cuarto conspirador era tu hermano, ¿qué fue lo que lo protegió?
—Quizá no lo identificaron —dijo Asprenas.
Sacudí la cabeza.
—No, imposible. Y menos cuando Silano hacía de soplón. Y los contactos de Varo no lo habrían ayudado esta vez, porque hasta Julia fue desterrada. A menos que tuviera algún dato sobre Silano que le obligara a cerrar el pico…
—Lo lamento, Corvino. —Quintilia se levantó—. Me temo que no podemos ayudarte más. Como te dije, no sabíamos nada sobre la participación de mi hermano en la conspiración de Paulo. Sin duda hay una explicación, pero me temo que tendrás que buscarla en otra parte.
Eso era todo, pues. Aun así, debía agradecer lo que había conseguido. Al levantarme, disponiéndome a murmurar las frases de cortesía, reparé en una tablilla de niño tirada junto a la piscina ornamental. La recogí. En la superficie estaba garabateado el re trato de un viejo.
—¿Tienes nietos, Quintilia?
—Bisnietos. —Echó una ojeada a la tablilla—. Eso debe ser de Hateria. Por lo que dicen, es una pequeña artista.
—Es muy bueno —comenté, mintiendo descaradamente. Era un mamarracho. Había algo mal en la parte inferior de la cara, los ojos estaban muy bajos y la frente era un desbarajuste.
—Mi secretario griego le enseñó el truco. Muy ingenioso, en verdad. Dale la vuelta y verás a que me refiero.
Invertí el tosco dibujo. Los trazos parecieron modificarse, y una cara se convirtió en otra. El viejo sonriente se metamorfoseó en una anciana ceñuda. Una cabeza, dos caras. Recordé la imagen de Augusto en mi sueño, y algo se alteró.
El mundo quedó patas arriba.
—No es un hombre —susurré.
—¿Cómo dices?
—El dibujo. —Le alcancé la tablilla—. Creí que era un hombre, pero no lo es. Es una mujer.
—Claro que sí. Pero sólo cuando lo miras de cierto modo. De eso se trata.
Me eché a reír, y una vez que empecé no pude contenerme.
—¡Corvino! ¡Por el amor de Júpiter! ¿Qué mosca te ha picado? —Asprenas me aferró.
—No era Augusto —logré articular—. ¡Nunca fue Augusto! ¡Joder, era Livia!
Asprenas se quedó de una pieza.
—¿Qué?
Recobré la compostura, pero tuve que sentarme. Temblaba tanto que me habría caído si no hubiera tenido la silla.
¡Comprendía! ¡Al fin comprendía! ¿Por qué no había escuchado a Perila cuando ella sugirió que yo interpretaba mal la conspiración de Paulo, que iba dirigida contra Livia? O quizá sí había escuchado, y por eso había tenido el sueño.
Quintilia estaba erguida, olvidando su encorvamiento.
—Joven —dijo—, ésa fue la más vergonzosa exhibición de malos modales y lenguaje grosero que he tenido la desgracia de presenciar. Por favor, abandona mi casa de inmediato.
—No. —Sacudí la cabeza—. No. Lo lamento, mi señora. Lo lamento profundamente. Me disculpo por mis malos modales, de veras. Pero aún no puedo irme.
—Si el ama dice que te vayas, Corvino, pues te vas. —Agrón seguía plantado detrás de la silla de Quintilia—. Si prefieres salir con los pies por adelante, es tu decisión.
—No, Agrón, espera. —Quintilia se volvió hacia mí—. No entiendo. ¿Por qué de golpe estás tan ansioso por quedarte?
—Porque no he terminado —dije—. Porque acabo de comprender cómo encajan todas las piezas.
Los tres me clavaron los ojos. Luego empezaron las preguntas.
Alcé la mano.
—Por favor, ¿puedo beber antes una copa de vino?
Tenía la garganta seca. Respetar la cortesía era una cosa, pero después de lo que había pasado habría matado por un trago. Además, esto era una celebración. Aunque el rompecabezas no estaba completo, al fin veía dónde encajaban las piezas faltantes.
—Desde luego. —Quintilia se esforzaba para mantener su impasible dignidad—. Claro que sí. Agrón, busca a un esclavo y pídele que traiga una jarra de la reserva para huéspedes. —Se volvió hacia mí mientras el grandote salía—. Ahora soy yo quien debe disculparse, joven. Mi falta de hospitalidad fue imperdonable. Pedí a los sirvientes que se mantuvieran alejados hasta que hubiéramos terminado nuestra conversación, pero al menos debí ofrecerte vino.
—Olvida el vino. —Asprenas me taladraba con los ojos—. ¿A qué te referías, Corvino, al mencionar a la emperatriz?
—He encarado mal las cosas —expliqué—. Era un error natural, desde luego. Como se infiltraron en la conspiración de Paulo y Augusto fue quien tomó las decisiones, pensé que él sabría desde el principio lo que ocurría. Tal vez no fue así. Tal vez fue Livia quien frustró el plan y Augusto no se enteró de nada hasta que ella se lo contó. —¡Por los dioses! ¿Dónde estaba ese vino?
Asprenas aún me miraba como si yo hubiera hecho una sugerencia indecente.
—¿Por qué la emperatriz no le mencionaría a Augusto una conspiración contra el estado, Corvino?
Pero Agrón al fin llegaba con el esclavo que servía el vino. Cogí la copa de un manotazo y la vacié, luego la volví a llenar con la jarra. Agrón señaló la puerta con un cabeceo y el esclavo se esfumó.
Me volví hacia Asprenas.
—Pero no era una conspiración contra el estado —dije—. De eso se trata. Los conspiradores no querían organizar una rebelión, sino frenar a Livia y Tiberio. Eran los Julios contra los Claudios. ¿Quién tenía el mayor interés personal en frustrar el plan? ¿Tanto interés, en realidad, como para ponerlo en marcha, para luego poder descalabrarlo?
Noté que había sorprendido a Asprenas.
—¿Estás diciendo que Livia alentó la conspiración de Paulo? ¿La emperatriz?
—¿Por qué no? Ella les dio la soga y miró mientras los pobres diablos se ahorcaban.
—¿Entonces cómo funcionó?
Bebí otro sorbo de vino. Era bueno. Mis ideas empezaban a aclararse.
—Ante todo, debía tener el respaldo del emperador, ¿de acuerdo? Paulo y Julia debían pensar que Augusto los apoyaba en secreto.
—Supongo que eso tendría sentido.
Gran deducción, Carigordo. Enhorabuena.
—Así que tenemos tres conspiradores. Paulo, Julia y Silano. Silano es un agente doble, pero los demás no lo saben. También hay un cuarto participante que para Julia y Paulo representa al emperador.
—Este cuarto conspirador, presuntamente, era mi tío.
—Sí. —Miré de reojo a Quintilia. Estaba petrificada—. Sí. La tarea de Varo, al menos, era cumplir con ciertos requisitos. Él les garantizaba una salvaguarda, era su póliza de seguro. ¿Está claro?
Asprenas asintió. Quintilia fruncía el ceño. Pensé que ya la había desorientado. La anciana había tenido un día ajetreado.
—Ahora viene el punto de inflexión —dije—. Augusto no sabe nada sobre la conspiración. Varo no le es leal. Tampoco Silano. Ambos trabajan para Livia. Desde luego…
—Lamento interrumpir, joven —dijo Quintilia—, pero eso es imposible.
Me paré en seco como si me hubiera chocado contra una pared de ladrillo.
—¿Ah, sí? ¿Y se puede saber por qué?
No era un modo cortés de preguntarlo, pero no había esperado ninguna oposición de su parte, y me había descolocado.
—Porque Publio se llevaba muy mal con la emperatriz. Nunca se habría aliado con ella por ningún motivo. Y Livia, por su parte, nunca habría confiado en él para actuar flagrantemente contra Augusto, aunque él se lo hubiera ofrecido. No sé para quién trabajaba mi hermano, pero no era Livia. O, si prefieres, si la emperatriz manipulaba las cosas, su agente no habría sido Publio.
—¿Estás segura de eso?
—Claro que estoy segura. Cuando dijiste que Publio trabajaba para el emperador, y luego para sí mismo, no vi motivos para no creerte. Pero presumir que trabajaba para Livia es otra cuestión.
—¿Sin importar las circunstancias?
—Sin importar las circunstancias —replicó con la contundencia de un portazo.
Mierda.
—¿Entonces qué hago con mi cuarto conspirador?
—No es mi hermano. Me temo, Corvino, que tendrás que buscar en otra parte.
Cogí la jarra y llené la copa para cubrir el súbito silencio. Necesitaba pensar. Quintilia había sido tajante, pero ella era una persona tajante. Eso no significaba que tuviera razón. No estaba dispuesto a soltar a Varo, de ninguna manera. Encajaba a la perfección, y la verdad concreta de la carta me respaldaba. Sabía que Livia habría podido ejercer presión si quería valerse de esa persona. El chantaje, quizá. Varo parecía un candidato natural para el chantaje.
Noté que Carigordo me hablaba.
—¿Cómo cuadra la matanza con todo esto, Corvino?
Casi sentí alivio. En ese aspecto, pisaba un terreno más firme en lo concerniente a Varo. Él había orquestado todo el asunto, aunque hubiera salido mal. Y dado el contacto con Julia, sus motivaciones eran bastante obvias.
—Vale —dije—. Por el momento olvida a los Julios y míralo desde el punto de vista de Livia. Desde el principio quiere vestir a su niño con la púrpura. Quiere que resalte, que la gente repare en él. El único problema es que Tiberio no es un dechado de seducción. Tiene forúnculos, halitosis, caspa, todos los problemas personales que se te ocurran, y para colmo sus modales harían que un rinoceronte pareciera sociable. Y Augusto lo detesta.
—Estás hablando del emperador, Corvino. —Carigordo no parecía muy contento—. Un poco más de respeto, por favor.
—¡No seas engolado, Lucio! —exclamó Quintilia—. Corvino tiene toda la razón. Quizá Tiberio tenga excelentes cualidades, pero es un patán y siempre lo ha sido. Adelante, joven.
¡Por Júpiter! La anciana nunca dejaba de sorprenderme. Asprenas se puso tieso como si ella le hubiera pinchado el culo con una aguja y cerró la boca tan pronto que pude oír el chasquido de los dientes.
—Vale —dije—. Ahora bien, Verruga no aparenta gran cosa, pero es un general de primera. El único problema es que nadie repara en él ni siquiera cuando obtiene victorias. Y recientemente no ha brillado mucho en el aspecto militar. Más aún, sufrirá una buena bronca por su conducción de la campaña iliria cuando vuelva a casa. ¿De acuerdo?
Asprenas inclinó la cabeza rígidamente, pero noté que lo tenía enganchado. También a Agrón.
—Así que la emperatriz tiene un problema. Debe manipular el asunto para que su bebé huela a rosas. Pero tiene que hacerlo por su cuenta, no como representante del padrastro. La diplomacia queda descartada. Verruga no tiene carisma. Pero un gran éxito militar es otra historia, y es una especialidad de Tiberio. El problema es que ya los ha obtenido y nunca lo llevaron a ninguna parte. Para alterar esta situación, el plan exige dos requisitos.
—¿Cuáles? —preguntó Carigordo sin mover los labios.
—Primero. —Bajé un dedo—. Verruga se lleva los laureles, no sólo una palmada en la espalda como delegado de Augusto. Segundo, en relación con esto… —Bajé el segundo dedo—. Debe tratarse de una campaña que arregle un desbarajuste que haya sido responsabilidad personal de Augusto. —Hice una pausa. Se podría haber cortado el silencio con un cuchillo—. Germania era perfecta. Si Livia podía impulsar un desastre y una recuperación, todo le saldría a pedir de boca. La política de fronteras era la predilección de Augusto. Y Varo era la elección personal del emperador para la gestión de Germania.
—Y si se demostraba que era incompetente —dijo Quintilia—, Augusto también sería culpable. Sumamente ingenioso.
—Y funcionó muy bien. —Al fin Asprenas había abierto la boca—. La masacre lo desquició. Pensó en suicidarse, ¿lo sabías? —Negué con la cabeza. No, no lo sabía, pero no me asombraba—. No es de conocimiento público, por razones obvias, pero es un hecho. Y desde luego tienes razón en cuanto al desenlace. Cuando la crisis terminó y Tiberio regresó a Roma, obtuvo el cogobierno. Me disculpo, Corvino. Y coincido con mi tía. Tu teoría es tan plausible como ingeniosa.