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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (30 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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—No importan los nombres, Marco —dijo—. Sólo confía en mí. Es todo lo que pido.

Yo yacía en el suelo sucio, jadeando y tocándome las costillas. Era como si una columna dórica desbocada me las hubiera triturado.

—Vale —respondí cuando recobré el habla—. Vale, tú lo has pedido. Pero no me culpes si mañana te despiertas con un tajo en la garganta.

Sonrió y me ayudó a levantarme.

—Tengo el sueño ligero, Corvino. Además, ¿quién quiere llegar a viejo?

Así que le conté toda la historia desde el principio, sin omitir ningún detalle. Pensé que la cuestión política lo aturullaría, pero no fue así. Escílax tenía mundo, y no era estúpido.

—¿Estás seguro de que la familia imperial está detrás de esto?

—Tiene que estar. Me frenaron ese primer día en el palacio, y nadie más tiene tanta influencia. Además, afecta a sus intereses. —Lo miré de soslayo—. ¿Preocupado?

—Muerto de miedo, a decir verdad. ¿Quién no lo estaría?

—¿Eso cambia las cosas?

Escílax inspeccionó la hoja de la daga y la soltó.

—Te di mi palabra ¿recuerdas? No lo hago con frecuencia, muchacho, y cuando la doy nadie la cuestiona, ni siquiera tú. ¿Me entiendes?

Tragué saliva y no dije nada.

—Vale. Tiberio y Livia no participarían directamente en un asunto tan turbio. Si quieres encontrar a tu amiga, tendremos que buscar al intermediario. Haré correr la voz. Entre tanto, te observamos. Te vigilamos a ti, vigilamos tu casa.

—¿De qué servirá eso?

—¡Por Júpiter, Corvino! —Escupió—. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Dices que esta gente aún no se puso en contacto contigo?

—Todavía no.

—Lo hará. Y cuando lo haga, tendremos una cara que podremos seguir.

—Sí, pero lo que ellos quieren es parar la investigación. La familia imperial, quien sea… no tienen que ponerse en contacto para decirme lo obvio.

—¿Tienes una idea mejor, muchacho?

—No, pero…

—Entonces cierra el pico y confía en mí. No es mi primera vez, y sé lo que hago. Tarde o temprano alguien te dirá algo, y yo lo sabré. Lo sabré sin que él sepa que lo sé. Y luego encontraremos al hombre y lo haremos picadillo. ―Sonrió—. A menos que sea el mismísimo Tiberio con una gran capa negra y una barba postiza, en cuyo caso lo dejaré de tu cuenta. Así que lárgate y déjame organizar las cosas, ¿de acuerdo?

De regreso pasé por la casa de Perila, por si las dudas; pero aún no había noticias.

36

Me preparaba para acostarme cuando Batilo asomó la cabeza por la puerta para decirme que Agrón aguardaba para hablar conmigo a solas.

A solas. Seguro. Ya me imaginaba las palabras. Tenemos a tu amiga, compadre. Deja de fastidiar o despídete de ella. Parecía que la vieja Quintilia me había hecho soltar la lengua. Mierda, había creído en ella y su sobrino carigordo, y parecía imposible que pudiera equivocarme tanto. Podía entender a Asprenas; sospechaba que Carigordo no le haría ascos a un secuestro si pensaba que era el único modo de silenciarme. Pero no Quintilia. Pensaba que la anciana tendría más orgullo.

Saqué la espada y le dije a Batilo que lo hiciera entrar y se cerciorara de que los Amigos Entrañables estuvieran a la vista en el vestíbulo. El ilirio pasó de largo como si formaran parte del mobiliario. Si hubiera llevado sombrero, lo habría colgado de uno de ellos.

—Siento lo de tu amiga, Corvino —dijo.

Le apoyé la punta de la espada en el pecho.

—Bien, dime dónde está. Tienes tres segundos.

Aunque yo tenía cara de pocos amigos, Agrón ni siquiera parpadeó. Apartó la espada, cogió una silla y se sentó.

—Guarda ese espetón, muchacho, estás ridículo. Si no sabes cuidar de tus mujeres, no es problema mío.

Envainé lentamente la espada y me senté frente a él. Ese hombre tenía más agallas que yo, debía concederlo, pero no dejaría las cosas así.

—Si le pasa algo —dije lentamente—, date por muerto, ¿entiendes? Tú y ese mofletudo de Asprenas. Te lo aviso desde ahora.

Se rió.

—¿Crees que te irá mejor que la última vez? ¿Y qué tiene que ver Asprenas?

Hice una señal a los Amigos Entrañables, que aguardaban en la puerta abierta. Entraron sonriendo y codeándose, haciendo crujir los nudillos y flexionando los bíceps. Como actuación, era tan sutil como un atraco en la Suburra, pero yo no tenía reparos. Quería comunicar este mensaje con mayúsculas.

Agrón ni siquiera volvió la cabeza.

—Mira, Corvino, quizá no nos tengamos mucha simpatía, pero no busco problemas ni vine a fastidiarte. Te digo sin rodeos que no tengo la menor idea del paradero de la muchacha, ni de quién se la llevó. Tampoco Asprenas, ni el ama. Así que diles a tus monos amaestrados que se vayan antes de que te pongas aún más en ridículo que ahora.

Quizá mintiera, pero algo me decía que no. En todo caso, su coraje era admirable.

—Está bien, muchachos. —Alcé la mano—. Cambio de planes. Largo. Id a jugar al lado con vuestros chismes. —Los crujidos de nudillos y las flexiones de bíceps cesaron y las sonrisas se borraron. Hay chiquillos que ponen esa cara cuando alguien les ordena que dejen de torturar al gato—. Y decidle a Batilo que nos traiga una jarra de vino con especias.

—Así está mejor. —Agrón se cruzó de brazos y me miró mientras los galos salían dando un portazo—. Ahora dime qué ocurrió.

—Un momento. Primero dime tú cómo supiste que la muchacha había desaparecido.

—No yo. El ama. Y antes de que te apresures a sacar conclusiones infundadas, la mayor parte de Roma lo sabe. Dale las gracias a tu papi.

Naturalmente. Mi padre no tendría motivos para ocultar la noticia, todo lo contrario. Le había pedido ayuda, y en esas circunstancias lo primero que hace un aristócrata que se precie es propagar la novedad. La vieja relación entre patrones y clientes quizá fuera más endeble que en el pasado, pero cuando se trataba de obtener resultados daba por tierra con los canales oficiales. Estaba sorprendido de que se hubiera tomado tantas molestias. Y agradecido, además.

—Vale —dije—. Si quieres saberlo, fue de visita hace un par de noches y no volvió a casa. El día en que tuvimos nuestra charla sobre Varo.

Si reparó en el tono de esta frase, no lo demostró.

—¿Secuestrada?

—Así parece.

—¿Alguien te pidió rescate?

—Todavía no. Pero no creo que sus captores estén interesados en el dinero.

—¿Entonces qué?

—¿Qué crees? Quieren que deje de hacer preguntas. Lo mismo que querías tú.

—Pero nosotros te lo pedimos amablemente, Corvino. ¿Crees que es tan importante?

—Sí. Yo diría que es importante. ¿Qué te parece?

Llamaron a la puerta y Batilo entró con la bandeja. Le dirigió al grandote su mejor mirada reprobadora, sirvió y se fue.

—¿Qué te trae por aquí? —Sorbí el vino caliente—. Aparte de la curiosidad.

—Al cuerno la curiosidad. Ya te lo he dicho. Si no sabes cuidar a tus mujeres, no me incumbe. El ama me envió para preguntarte si puede hacer algo.

—Puedo apañármelas. Pero agradéceselo de mi parte.

Agrón frunció el ceño y dejó la copa en el suelo sin probar el vino.

—Mira, Corvino. Esto no es idea mía. Quintilia se siente responsable. Quiere ayudar, ¿entiendes? Asprenas también. Sí, trataron de silenciarte, pero ahora saben que fue un error. Y no culpes al ama por lo que pasó aquel día en la Suburra. Eso no formaba parte de las órdenes.

—¿Tu iniciativa personal?

—Si gustas. Me dijeron que te siguiera, que te vigilara, quizá que te asustara un poco. Pero sin violencia. Y te salvé la vida, recuérdalo.

El hombre tenía cierta razón. Y esas palabras eran lo más parecido a una disculpa que obtendría de él.

—De acuerdo —dije—. Olvidémoslo por el momento.

—¿Aún crees que el general era tu cuarto hombre? —La pregunta fue tan inesperada que me sorprendió; pero así era como funcionaba Agrón.

Vacilé. El hecho de que el grandote hubiera dejado de amenazarme con molerme a golpes no significaba que tuviera que tomarlo por confidente. Y si trabajaba para la oposición, sería un error garrafal.

—¡Por favor, Corvino! Esto es importante.

Claro que lo era.

—¿Para quién?

—Para mí.

Acuné el vino mientras él aguardaba en paciente silencio. Si Asprenas estaba implicado en este asunto, podría haber enviado a su gorila amaestrado para sonsacarme algo, quizá para hacer algunas insinuaciones sobre cómo quería que yo actuara. Pero este argumento no me convencía. Agrón sería un cabrón, pero parecía un cabrón sincero.

—Bien —dije al fin—. No lo sé. Francamente no lo sé. Seguro, Varo estaba metido en esto. Así lo prueba esa carta. Pero es muy probable que le hayan tendido una trampa. O al menos que lo usaran.

Se relajó.

—Ansiaba que me dijeras eso. ¿Quién le tendió la trampa?

—Si supiera eso, amigo, sabría todo lo demás. ¿Por qué te importa tanto?

—Sabes lo que pienso del general, Corvino. Habrá sido codicioso, habrá aceptado sobornos de los germanos, pero, como te he dicho, cuando llegó el momento pagó con creces. Esa parte ha terminado. Si Varo es el traidor, no quiero saberlo y de ninguna manera ayudaré a demostrarlo. ¿Me entiendes?

Me pareció comprender su plan.

—Te entiendo. Ahora dime el pero.

Asintió.

—Correcto. Si no fue el general, si Varo fue embaucado, quiero pillar al culpable. Quiero pillarlo tanto como tú, Corvino, quizá más. No sólo por Varo, sino por otros quince mil pobres diablos y tres águilas doradas. Así que si ése es tu rumbo, quizá estemos en el mismo bando. Quizá.

Como ofrecimiento de paz, los había oído mejores, pero sonaba auténtico. Un cabrón sincero, sin duda.

—Hasta ahora todo indica que Varo era culpable —dije—. Te das cuenta, ¿verdad?

Asintió.

—Sí. Pero soy como el ama. No puedo creer que el general fuera ese tipo de traidor, y apuesto a que tengo razón.

—¿Y si no la tienes?

—Nunca apuesto a ciegas, Corvino. Varo fue víctima de una trampa. Sé que fue así.

Quizá estuviera cometiendo uno de los peores errores de mi vida, pero mi intuición visceral me decía que ese hombre hablaba con franqueza. Alcé la copa de vino.

—De acuerdo. ¿Una tregua?

Cogió lentamente su copa. Luego, con sus ojos en los míos, bebió apenas un sorbo y volvió a dejarla.

—Tregua.

—Vale. Entonces empieza a ayudarme. Si Varo no era nuestro hombre, ¿qué hay de las otras posibilidades?

—¿Por ejemplo?

—Empecemos por Numonio Vela.

Arrugó la frente.

—¿Lo mencionas por un motivo, Corvino, o sólo estás soltando nombres?

—Hay motivos. Si nuestro traidor no era Varo, tiene que haber trabajado con el general y ocupar un puesto alto en la jerarquía. Vela era el lugarteniente del general, y no se me ocurre una posición mejor para embaucar al jefe. —Sorbí el vino—. Háblame de Vela. ¿Qué clase de sujeto era?

—No era un conspirador —respondió sin la menor vacilación.

—¿Estás seguro?

—A menos que fuera un buen actor. Vela no tenía dobleces, y tampoco tenía agallas ni imaginación. Una nulidad sin cerebro que para colmo resultó ser un cobarde. Descártalo, Corvino. No me verás derramar lágrimas por Vela, pero no era el hombre que buscas.

—Un momento. No lo desechemos tan pronto. Vela fue el que le dijo a Quintilia que su hermano era un traidor. Le dio la carta que lo demostraba. Si Varo fue víctima de una trampa, yo diría que su lugarteniente es buen candidato.

Agrón enarcó las cejas.

—Claro que le dio la carta al ama. De eso se trata. Si hubiera sido el que embaucó al general, la habría conservado, pero no lo hizo. Se la envió a Asprenas por correo.

Sentí un frío en la nuca.

—Repíteme eso, por favor. Despacio.

Me clavó los ojos.

—¿Qué mosca te ha picado, muchacho? ¿Estás bien?

—¿Dices que Vela le envió la carta a Asprenas?

—Sí. A Mainz, donde estaba acuartelado. —Agrón palideció—. ¿En qué estás pensando?

—¿Asprenas estaba en Germania?

—Claro que estaba en Germania. Creí que lo sabías.

—No —dije lentamente—. No lo sabía. —¡Por Júpiter! Si Asprenas estaba en Germania…

—Tenía un par de águilas. No las que sufrieron la masacre, sino Rin arriba. Si no hubiera sido por Asprenas, toda la frontera se habría colapsado.

—¿Ah, sí? —¡Por Júpiter!—. Cuéntamelo.

Aún me miraba fijamente, lo cual era muy comprensible. Yo debía de tener el semblante de alguien que hubiera visto que el fantasma del viejo Julio entraba y se desnudaba lentamente sobre la mesa.

—Asprenas formaba parte de la plana mayor del general —dijo—. Estaba apostado río arriba, en la guarnición de Mainz. Cuando recibió la noticia de la masacre, emprendió una marcha forzada con sus dos águilas para proteger la margen sur del Rin. Como dije, de no haber sido por él, los germanos habrían cruzado y nos habrían perseguido hasta la Galia. —Hizo una pausa, y añadió con determinación—: Nonio Asprenas fue el único héroe que tuvimos, Corvino. Si piensas que él fue el traidor, puedes meterte tu opinión por el culo.

Me recliné y procuré mantener la calma. Claro, si su misión era estropear la frontera del Rin por completo, Asprenas sólo habría tenido que postergar la marcha un par de días y dejar que todo se desmoronara. A salvo, sin riesgos, y totalmente efectivo. Pero ésa no era la idea. Ni siquiera Livia llegaría a ese extremo. Ella sólo quería humillar a Augusto. Si yo tenía razón, y la masacre se debía a la traición de Arminio, su agente estaría tan desprevenido como Varo. La rápida acción de Carigordo era un argumento tanto a favor de su culpa como de su inocencia.

Luego tuve otra ocurrencia, y no era agradable. Si Asprenas era el traidor, eso explicaba por qué habían secuestrado a Perila tan pronto. Yo mismo le había dado las razones. Le había revelado cuán cerca de la verdad estaba. Y cuán importante era detenerme antes de que terminara de atar cabos…

¡Tonto!

Agrón aún me miraba. El grandote no sabía nada, estaba seguro, a menos que fuera el mejor actor que yo había conocido. Y tampoco Quintilia. Y no podía decírselo a ellos, porque no sabía qué actitud adoptarían si se enteraban. Todavía no, al menos, hasta que tuviera pruebas…

Se abrió la puerta. Entró Batilo con un papel.

—Lamento molestarte, amo —dijo—, pero creo que deberías ver esto.

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