Homicidio

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Homicidio se subtitula «Un año en las calles de la muerte» y autores como Martin Amis tachan este libro de obra maestra. Lo es. Se trata de un trabajo magistral, impecable, que incluye un prólogo de Richard Price y que te cuenta cualquier detalle relacionado con la investigación policial: las llamadas al departamento cuando hay un asesinato, los cadáveres en medio de la lluvia, las pistas falsas, los agotadores interrogatorios, el pub irlandés donde se emborrachan al terminar sus turnos, las jornadas larguísimas en las que los polis no duermen durante días, la obsesión por esos casos convertidos en rompecabezas irresolubles, el humor negro con el que se protegen durante los levantamientos de cadáveres y durante las autopsias, los chistes entre agentes que se putean para sobrellevar la rutina, la cadena de mando propia de un régimen castrense en el que nadie olvida que "la mierda rueda hacia abajo", la trayectoria interna de los proyectiles, la lectura de los escenarios del crimen… 700 páginas asombrosas, que uno devora sin cansarse, y en las que se registran hasta los más pequeños detalles de los casos de un año: asesinatos de niñas, tiroteos entre bandas, viudas que matan para cobrar el seguro, mujeres destripadas en descampados… 

Homicidio se convirtió en la aclamada serie de televisón del mismo nombre y sirvió de base para la exitosa The Wire. 

Según Norman Mailer "...el mejor libro sobre policías de homicidios jamás escrito por un autor norteamericano".

David Simon

Homicidio

Un año en las calles de la muerte

ePUB v1.0

rosmar71
18.04.12

Prólogo de Richard Price

Traducción de Andrés Silva

Primera edición: Noviembre de 2010

Título original: Homicide

© David Simon, 1991, 2006

© de Ante Mortem, Richard Price, 2006

© de Caso cerrado, Terry McLarney, 2006

© de la traducción, Andrés Silva, 2010

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2010

Diseño de cubierta: Estudio D + C

Publicado por Principal de los Libros

C/Galileu, 333, 6º 2ª 08028 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-938316-2-2

Depósito Legal: B-41147-2010

Preimpresión: Anglofort, S.A.

Impresión y encuademación: Romanyá — Valls

Impreso en España — Printed in Spain

Para Linda

Si en el suelo que Yahveh tu Dios te da en posesión se descubre un hombre muerto, tendido en el campo, sin que se sepa quién lo mató, tus ancianos y tus escribas irán a medir la distancia entre la víctima y las ciudades de alrededor.

Los ancianos de la ciudad que resulte más próxima al muerto tomarán una becerra a la que no se le haya hecho todavía trabajar ni llevar el yugo. Los ancianos de esa ciudad bajarán la becerra a un torrente de agua perenne, donde no se haya arado ni siembre, y allí, en el torrente, romperán la nuca de la becerra.

Se adelantarán entonces los sacerdotes hijos de Leví; porque a ellos ha elegido Yahveh tu Dios para estar a su servicio y para dar la bendición en el nombre de Yahveh, y a su decisión corresponde resolver todo litigio y toda causa de lesiones.

Todos los ancianos de la ciudad más próxima al hombre muerto se lavarán las manos en el torrente, sobre la becerra desnucada. Y pronunciarán estas palabras: «Nuestras manos no han derramado esta sangre y nuestros ojos no han visto nada. Cubre a Israel tu pueblo, tú Yahveh que lo rescataste, y no dejes que se derrame sangre inocente en medio de tu pueblo, Israel».

Deuteronomio 21, 1-9

En las heridas de contacto, la boca del arma se apoya contra la superficie del cuerpo […], los bordes inmediatos de la entrada están quemados por los gases calientes y ennegrecidos por el hollín. Este se incrusta en la piel quemada y no se puede eliminar ni lavándose a menudo ni frotando vigorosamente la herida

Doctor Vincent J. M. DiMaio

Heridas de bala: aspectos prácticos de las armas de fuego, la balística y la técnica forense.

ANTE MORTEM

Jimmy Breslin escribió, refiriéndose a Damon Runyon: «Hacía lo que hacen todos los buenos periodistas: estar allí». Pero en
Homicidio
, esta crónica de un año en la Unidad de Homicidios del Departamento de Policía de Baltimore, David Simon no se limitó a estar allí, sino que plantó su tienda de campaña dentro de la policía. Como periodista y como escritor, Simon siempre ha creído que Dios es un novelista excelente y que
estar allí
mientras él va escribiendo sus historias no sólo es una forma legítima, sino también honorable, de participar en el buen combate.
[1]
Simon sabe recopilar e interpretar los hechos, pero también es un adicto, y su adicción es la de prestar testimonio sobre lo que ve.

Lo digo con absoluta seguridad porque yo también lo soy. La adicción se desarrolla del siguiente modo: todo cuanto vemos en la calle —con la policía, con los traficantes en las esquinas, con la gente que simplemente trata de sobrevivir y de mantener a salvo a sus familias en un mundo sembrado con todo tipo de minas ocultas— sólo sirve para abrirnos el apetito y despertarnos el deseo de ver más, de estar allí y estar allí y estar con quien quiera que nos acepte en una búsqueda interminable de una especie de elusiva verdad absoluta urbana. Nuestra plegaria es: «Por favor, Señor, sólo un día más, sólo una noche más, déjame ver algo, oír algo que sea la clave de todo, la metáfora perfecta que lo explique todo, que, como todo ludópata sabe, está en la próxima tirada de dados». La verdad está a la vuelta de la esquina, en el siguiente fragmento oído al azar en la calle, en la siguiente llamada por radio, en la siguiente transacción de droga por dinero, en el siguiente rollo de precinto policial que se despliegue; conforme la bestia que es Baltimore, es Nueva York, es el Estados Unidos urbano, como una esfinge insaciable cuyos enigmas no son ni tan sólo comprensibles sigue engullendo una alma desgraciada tras otra.

O quizá sea sólo que somos incapaces de cumplir las fechas de entrega…

Conocí a Simon el 29 de abril de 1992, la noche de los disturbios de Rodney King. Ambos acabábamos de publicar libros importantes. El de Simon era el libro que tiene usted entre manos, el mío era una novela,
Clockers
. Nos presentó nuestro común editor, John Sterling. El momento resultó casi cómico: «David, este es Richard; Richard, David. Deberíais haceros amigos: tenéis mucho en común». Y, por supuesto, lo primero que hicimos fue irnos derechos al otro lado del río, a Jersey City, uno de los lugares más calientes esa noche, donde fuimos a buscar a Larry Mullane, un inspector de homicidios del condado de Hudson y mi excelente Virgilio durante los tres años anteriores de mi vida como escritor. El padre de David había crecido en Jersey City, y era muy probable que los Mullane y los Simon se hubieran cruzado por el barrio durante generaciones, así que conectaron enseguida. Los disturbios de Jersey City en sí mismos se demostraron elusivos, siempre a la vuelta de la esquina pero siempre fuera del escenario, y lo que más recuerdo de esa noche es la compulsión de Simon por
estar allí
, que para mí fue como encontrarme con mi hermano siamés perdido tiempo atrás.

Nuestro segundo encuentro se produjo años después, cuando, tras el horror de Susan Smith en Carolina del Sur, me embarqué en una especie de gira de Medea para preparar el terreno para mi novela
Freedomland
. Había habido una tragedia vagamente similar en Baltimore: una madre blanca de dos niñas birraciales había prendido fuego a su casa adosada mientras las niñas dormían dentro. Alegó que quería allanar el camino al amor para su novio, a quien dijo que no entusiasmaban las niñas (algo que luego él negó).

A base de trabajar los teléfonos, David me puso en contacto con todos los personajes principales del drama dispuestos a que les entrevistara: los inspectores que realizaron el arresto, la madre del novio, la abuela tres veces desgraciada, el árabe propietario de la tienda al otro lado de la calle, donde había huido la madre, aparentemente para llamar al 911. (Su primera llamada, dijo el tendero, fue a su madre; la segunda fue para avisar a los bomberos.) Desde un punto de vista periodístico, la historia había pasado hacía tiempo su fecha de caducidad, pero Simon, en su obcecación por conseguirme la historia, se puso en modo de trabajo. Era la primera vez en mi vida que debía seguir el ritmo de un reportero de calle, tanto mental como físicamente; además de conseguir todas las entrevistas, implicaba también tratar de abrirnos paso hasta la escena del crimen por cualquier medio y a pesar del policía que todavía la custodiaba (no lo conseguimos); descartar el ataque directo y trabajar mediante tretas; dar vueltas alrededor del objetivo y escalar las vallas de los patios traseros de las casas, hasta que, finalmente, nos encontramos dentro de la casa tiznada de hollín y, subiendo por lo que quedaba de las escaleras, alcanzamos el pequeño dormitorio donde las dos pequeñas murieron asfixiadas por el humo. Al final habíamos logrado estar allí, y era como estar de pie en el estómago de un tigre translúcido, vimos por todas partes —paredes, techo, suelo— las negras estrías que habían dejado las llamas. Un desolador fragmento de infierno.

Pero volvamos a aquella primera noche en Jersey City. En un momento de aquella tarde llegaron rumores de que los alborotadores estaban atando cuerdas de piano en las calles para decapitar a los policías que iban en moto, y Larry Mullane, un ex policía de motocicleta, tuvo que dejarnos abruptamente. Nos encontramos solos en un coche de policía sin distintivos (un oxímoron como una casa), yo al volante y Simon en el asiento del pasajero. El consejo que nos dio Mullane fue: «Estad siempre en movimiento y, si alguien se os acerca, fingid estar muy cabreados y poned cara de malos». Y eso es básicamente lo que hicimos, lo que me lleva a la pregunta que siempre me ha torturado: ¿acaso los escritores como nosotros, obsesionados con ser cronistas, sea mediante el ensayo o la ficción, de los detalles de la vida en las trincheras urbanas de Estados Unidos, escritores que dependemos en gran parte de la bondad de los policías para ver lo que necesitamos ver, acaso estamos (oh, mierda…) obsesionados con la policía?

Y la respuesta en la que creo es: no más de lo que estamos obsesionados con los criminales o los civiles. Pero sentimos hacia quien quiera que nos permita ponernos en su lugar, a este o al otro lado de la ley, una inevitable empatia. En esencia, nos «incrustamos». Pero no es tan siniestro como parece mientras tu mantra de agradecimiento sea más o menos este: «Como cronista te honraré con una descripción fiel de lo que he visto y oído mientras era un huésped en tu vida. Y, en cuanto a cómo vas a quedar, tú cavas tu propia tumba o construyes tu monumento siendo quien eres, así que buena suerte y gracias por tu tiempo».

Simon escribe con honradez y claridad sobre lo imposible que resulta el trabajo de un investigador de homicidios. El policía de homicidios sobre el terreno no debe lidiar sólo con el cadáver que tiene frente a él, sino también con lo que carga a sus espaldas: toda la jerarquía de jefes que responden a otros jefes, el inmenso peso del instinto de conservación burocrático. A pesar de lo populares que se han hecho los adelantos forenses al estilo CSI, a veces parece que la única ciencia en la que pueden confiar estos investigadores que están al final de la cadena alimenticia es la ley de la gravedad jerárquica, que determina, firme e invariablemente, que, siempre que un asesinato llega a los periódicos o toca algún tipo de nervio político, la mierda fluye hacia abajo. Los mejores entre ellos —aquellos que la mayor parte de las veces, aun bajo una presión tan enorme como superflua, hacen que los nombres escritos en negro en el plafón pasen a rojo— acaban con un aire de estar de vuelta de todo y con un merecidamente ganado orgullo elitista.

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