Authors: David Simon
Bolas rojas. Asesinatos que importan.
En esta ciudad, un inspector vive o muere por los jodidos casos que dejan claro quién manda en la ciudad y qué quieren quienes mandan en su departamento de policía. Mayores, coroneles y comisionados adjuntos que nunca abrían la boca cuando los cuerpos caían como hojas de los árboles por todo Lexington Terrace en las guerras de drogas del 1986 están ahora mirando por encima del hombro de un inspector jefe, comprobando la letra pequeña. El comisionado adjunto quiere un informe. El alcalde necesita saber si hay novedades. Channel 11 está en la línea 2. Algún papanatas del
Evening Sun
está esperando en la otra línea para hablar con Landsman. ¿Quién es ese tipo, Pellegrini, que lleva el caso? ¿Es nuevo? ¿Se puede confiar en él? ¿Sabe lo que está haciendo? ¿Necesita usted más hombres? ¿Más horas extra? ¿Comprende que esto es prioritario, verdad?
En 1987 dos trabajadores de un aparcamiento fueron asesinados a las 4:00 en el garaje del hotel Hyatt, en el Inner Harbor —la reluciente zona de nueva construcción en la orilla en la que Baltimore ha depositado sus esperanzas de futuro—, y, a primera hora de la tarde, el gobernador de Maryland estaba ladrándole estruendosamente al comisionado de policía. William Donald Schaefer es un hombre impaciente propenso a súbitos y espectaculares histrionismos, y está considerado el gobernador que más tiempo se pasa enfadado de toda la nación. Puesto que fue elegido al cargo más importante de Maryland en buena parte por el atractivo simbólico del puerto restaurado, Schaefer dejó claro en una breve llamada telefónica que no podía haber asesinatos en el Inner Harbor sin su permiso y que este delito sería resuelto de inmediato, y, de hecho, prácticamente lo fue.
Un caso bola roja comporta jornadas de veinticuatro horas y constantes informes a toda la cadena de mando; puede convertirse en tarea de un operativo especial formado sacando inspectores de la rotación regular y poniendo otros casos en pausa indefinida. Si el esfuerzo culmina con un arresto, entonces el inspector, su inspector jefe y el teniente de su turno pueden descansar tranquilos hasta el siguiente caso importante, sabiendo que al capitán no le mordisqueará la oreja el coronel, que a su vez ya no tiene miedo de darle la espalda al comisionado adjunto, que en ese mismo momento está hablando por teléfono con el Ayuntamiento diciéndole a Hizzoner que todo está tranquilo en el puerto. Pero un caso bola roja que no se resuelve crea el impulso contrario, con coroneles maltratando a mayores que maltratan a capitanes, hasta que un inspector y su inspector jefe se encuentran poniéndose a cubierto tras informes que explican por qué alguien que el coronel cree que es un sospechoso nunca fue interrogado más sobre cierta incoherencia en su declaración, o por qué se descartó cierta pista que dio un informante de encefalograma plano, o por qué los técnicos no buscaron huellas dactilares en sus propios culos.
Un hombre de homicidios sobrevive aprendiendo a leer la cadena de mando de la misma forma que un gitano lee las hojas del té. Cuando los de arriba hacen preguntas, se hace indispensable aportando respuestas. Cuando buscan un motivo para ir a la yugular de alguien, arma un informe tan impecable que hace que piensen que duerme abrazado al reglamento. Y cuando simplemente piden un trozo de carne que colgar de la pared, aprende a hacerse invisible. Si un inspector conoce los trucos necesarios para seguir en pie tras la bola roja de turno, el departamento le concede algún crédito por haber demostrado que tiene cerebro, y le deja tranquilo para que pueda volver a contestar el teléfono y mirar cuerpos muertos.
Y hay mucho que ver, empezando con los cuerpos destrozados a golpes de palos o bates de béisbol, o aplastados con barras de hierro o bloques de hormigón. Cuerpos con heridas abiertas hechas con cuchillos de cocina o por escopetas disparadas tan de cerca que la vaina del cartucho está profundamente incrustada en la herida. Cuerpos en las escaleras de los bloques de viviendas sociales, con las jeringuillas todavía clavadas en el antebrazo y esa mirada patética de calma todavía en sus ojos; cuerpos extraídos del puerto con reticentes cangrejos azules enganchados a sus manos y pies. Cuerpos en sótanos, cuerpos en callejones, cuerpos en camas, cuerpos en el maletero de un Chrysler con matrícula de otro estado, cuerpos en camillas tras una cortina azul en emergencias del Hospital Universitario, con vías y catéteres todavía saliendo del cadáver como una burla a lo mejor que puede ofrecer la medicina. Cuerpos y partes de cuerpos que caen de balcones, de tejados, de las grúas de carga de la terminal del puerto. Cuerpos aplastados por maquinaria pesada, ahogados en monóxido de carbono o suspendidos por un par de calcetines de deporte del techo de un calabozo del distrito Central. Cuerpos sobre colchones de cuna, rodeados de peluches, pequeños cuerpos en brazos de madres destrozadas que no pueden entender que no hay ningún motivo, que el bebé simplemente dejó de respirar.
En invierno el inspector aguarda entre el agua y la ceniza mientras percibe el inconfundible olor cuando los bomberos apartan los escombros que cubren los cuerpos de niños que fueron olvidados cuando la estufa eléctrica de su habitación tuvo un cortocircuito. En verano, espera en un apartamento del tercer piso sin ventanas y mal ventilado a que los ayudantes del forense muevan el hinchado pecio de un jubilado de ochenta y seis años que murió en su cama y allí se quedó hasta que los vecinos ya no pudieron aguantar el olor. Se retira cuando giran al pobre hombre, sabiendo que el torso está maduro y listo para explotar y sabiendo, también, que el olor se va a pegar a las fibras de su ropa y a los pelos de su nariz durante el resto del día. Ve los cuerpos de los ahogados durante los primeros días cálidos de la primavera, y los asesinatos absurdos a tiros en los bares, que se han convertido en un rito durante la primera ola de calor de julio. A principios del otoño, cuando las hojas se vuelven marrones y las escuelas abren las puertas, se pasa unos pocos días en Southwestern o Lake Clifton o algún otro instituto en el que prodigios de diecisiete años acuden a clase con .357 cargadas y acaban su jornada lectiva volándole los dedos a algún compañero de clase en el aparcamiento de la escuela. Y en mañanas selectas durante todo el año, se queda cerca de la puerta en una sala embaldosada viendo cómo los patólogos desmontan a los muertos.
Por cada cuerpo da lo que puede permitirse dar y no más. Mide cuidadosamente la cantidad de emoción y energía requeridas, cierra la carpeta del caso y pasa a la siguiente llamada. E incluso después de años de llamadas y cuerpos y escenas del crimen e interrogatorios, un buen inspector sigue descolgando el teléfono con la terca e inflexible convicción de que, si hace su trabajo, la verdad es siempre cognoscible.
Un inspector de homicidios resiste.
El Gran Hombre se sienta con la espalda contra la gran mampara de metal que separa las oficinas de homicidios y robos, mirando abstraídamente el perfil de los edificios de la ciudad a través de la ventana de la esquina del edificio. En la mano izquierda mece una taza de cristal en forma de globo terráqueo, llena hasta el círculo ártico con bilis marrón del mismísimo fondo de la cafetera de la oficina. Sobre la mesa frente a él hay una gruesa carpeta roja con la notación H8152 estampada en la cubierta. Se aparta de la ventana y contempla la carpeta con malevolencia. La carpeta le sostiene la mirada.
Es el turno de cuatro a doce, y para Donald Worden —el Gran Hombre, el Oso, el único inspector natural que ha sobrevivido en Estados Unidos— es el primer día de vuelta de un largo fin de semana que no hizo nada para cambiar su temperamento. El resto de la brigada lo percibe y le concede su espacio, entrando sólo en la sala del café cuando necesitan algo de allí.
—Eh, Donald —aventura Terry McLarney durante una de esas salidas—. ¿Cómo ha ido el fin de semana?
Worden se encoge de hombros frente a su jefe.
—¿Has hecho algo?
—No —dice Worden.
—Vale —dice McLarney—. Hasta aquí ha llegado la charla trivial.
El asesinato de la calle Monroe es lo que le ha hecho eso, varándole en un escritorio en la esquina de la sala del café como si fuera algún acorazado que hubiera encallado en los bajíos y, para salir, esperara una marea que puede que no llegara nunca.
Ya con cinco semanas de existencia y ni un ápice más cerca de resolverse que la mañana después del asesinato, la muerte de John Randolph Scott en un callejón de la calle Monroe sigue siendo la máxima prioridad del departamento de policía. Los informes que escribe Worden y su compañero no se copian sólo a su inspector jefe y a su teniente, como en cualquier otra investigación, sino también al teniente administrativo y al capitán al mando de delitos contra las personas. Desde allí, los informes viajan por el pasillo hasta el coronel y luego hacia el comisionado adjunto Mullen, dos pisos por encima.
Los informes no incluyen mucho que pueda calificarse de avance. Y en toda conversación con un superior es palpable cierta paranoia. Donald Worden casi puede sentir cómo la cadena de mando del departamento se agita de nervios. También en la mente de Worden el caso de la calle Monroe es un polvorín que está esperando sólo a que el activista social o predicador de escaparate adecuado lo agarre y se ponga a gritar sobre el racismo o la brutalidad policial, o que ha habido un encubrimiento lo bastante fuerte o durante el tiempo suficiente para que el alcalde o el comisionado empiecen a pedir cabezas. Worden se pregunta a menudo cómo es posible que no haya sucedido ya.
Mirando al oeste por la ventana de la sala del café, Worden contempla cómo el cielo de invierno se torna azul oscuro y la luz rosa y anaranjada del sol poniente desaparece tras los edificios. El inspector acaba su primera taza de café, se desplaza pesadamente hacia el colgador de metal y saca un puro del bolsillo interior de un abrigo beis. Su marca es Backwoods, un cigarro negro y malo que se vende en los mejores 7-Eleven.
Un fino rizo de humo acre sigue a Worden de regreso a su escritorio y le rodea cuando abre la carpeta roja.
H8152
Homicidios/Disparo de policía
John Randolph Scott B/M722
3022 Garrison Boulevard, Apt. 3
CC# 87-7L-13281
Qué montón de mierda ha resultado ser esto, dice Worden suavemente, hojeando los informes al principio del expediente. Empujando hacia atrás su silla, pone una pierna sobre el escritorio y abre una segunda carpeta con una serie de fotografías en color grapadas de dos en dos en los separadores.
John Randolph Scott está de espaldas en el centro del callejón. Su rostro tiene un aspecto suave y descansado; parece más joven que los veintidós años que tiene. Sus ojos fijos y vacíos miran hacia la pared de ladrillo de una casa adosada. Sus ropas son las de cualquier chico de cualquier esquina: chaqueta de cuero negro, téjanos azules, camisa beis, zapatillas de tenis blancas. Otra foto muestra a la víctima girada de lado, con un inspector señalando con su mano metida en un guante de goma hacia un pequeño agujero en la espalda de la chaqueta de cuero. Una herida de entrada, con el correspondiente orificio de salida encontrado en el centro del pecho hacia la izquierda. Sobre el ojo del joven hay una contusión sangrienta que se hizo al caer al suelo.
El forense determinó luego que la bala que mató a John Randolph Scott le atravesó completamente el corazón en un ángulo ligeramente inclinado hacia abajo, coherente con la pendiente descendente del callejón en que se encontró el cuerpo. Scott murió casi instantáneamente, acordaron los patólogos, por el disparo que recibió por la espalda mientras huía de los agentes del departamento de policía de Baltimore.
Al principio, el caso de Scott no se consideró un asesinato, sino un tiroteo en que estaban implicados policías, un mal disparo que iba a necesitar un informe cuidadosamente redactado para evitar que un gran jurado descuartizara a un agente, sí, pero ni mucho menos nada que nadie pudiera calificar de asesinato.
La víctima era uno de los dos jóvenes que iban en un Dodge Colt que una patrulla de dos agentes del distrito Central identificó como robado y persiguió desde el bulevar Martin Luther King por la 1-170 y luego hasta la avenida Raynor, donde Scott y un compañero de veintiún años saltaron del coche y corrieron en direcciones opuestas a través de los callejones del gueto de casas adosadas. Cuando los dos agentes del Central salieron de su coche patrulla para perseguir a los sospechosos a pie, uno de ellos, Brian Pedrick, de veintisiete años, tropezó y disparó una bala con su revólver reglamentario. Pedrick les dijo luego a los investigadores que el disparo había sido un accidente, un tiro díscolo que se le había escapado mientras salía a trompicones de su coche. Pedrick creía que su arma estaba apuntando hacia abajo y que el disparo había impactado en el asfalto frente a él; en cualquier caso, la bala pareció no tener ningún efecto en el sospechoso que perseguía, que desapareció en el laberinto de callejones. Pedrick perdió de vista al chico, pero para entonces otros coches patrulla de los distritos Central, Oeste y Sur ya vigilaban las calles y callejones de la zona.
Minutos después, un sargento del distrito Central pidió una ambulancia y una unidad de homicidios al encontrarse un cuerpo en un callejón que salía de la calle Monroe, a unas tres manzanas de donde Pedrick había disparado su bala. «¿Está algún policía implicado en el tiroteo?», preguntó el operador. «No», dijo el sargento. Pero luego el propio Pedrick llegó a la escena y admitió haber disparado su arma. El sargento volvió a apretar el botón de su micrófono. «Corrección —dijo—: sí, hay un policía implicado en el tiroteo.»
Worden y su compañero, Rick James, llegaron a la escena del crimen pocos minutos después, miraron al joven muerto, hablaron con el sargento del distrito Central y luego inspeccionaron el revólver reglamentario de Pedrick. Una bala disparada. Se le confiscó el arma al agente y se le condujo a la unidad de homicidios, donde reconoció haber disparado, pero se negó a hacer ninguna otra declaración hasta haber hablado con un abogado del sindicato de policías. Worden sabía lo que esto quería decir.
Un abogado del sindicato respondía siempre de la misma manera a la petición de un inspector de interrogar a un agente como parte de una investigación criminal. Si se le ordena hacerlo, el agente presentará un informe explicando sus acciones durante el incidente; si no es así, no ofrecerá ninguna declaración. Y eso es porque, cuando un informe de ese tipo es escrito como consecuencia de una orden directa, no se considera una declaración voluntaria y, por lo tanto, no puede usarse en un juicio contra el agente. En este caso, el fiscal del Estado que estaba de guardia esa noche se negó a ordenar el informe y, como consecuencia de ese impasse legal, la investigación se fijó en un curso obvio: demostrar que el agente Brian Pedrick —un veterano con cinco años de experiencia y ningún antecedente de brutalidad ni uso excesivo de fuerza— había disparado por la espalda con su revólver reglamentario a un hombre que huía de él.