Authors: David Simon
Bajo el nombre de cada sargento hay breves listados de personas muertas, las primeras víctimas de homicidios del primer mes del año. Los nombres de las víctimas de casos cerrados están escritos con rotulador negro; los nombres de las víctimas de investigaciones abiertas están escritos en rojo. A la izquierda del nombre de cada víctima hay un número de caso —88001 para el primer asesinato del año, 88002 para el segundo, y así en adelante—. A la derecha de cada nombre de víctima hay una letra o letras —A para Bowman, B para Garvey, C para McAllister— que corresponden a los nombres de los inspectores asignados listados en la parte inferior de cada sección.
Un inspector jefe o teniente que quiera saber quién es el inspector principal de cualquier homicidio o viceversa, puede repasar unos segundos el gran rectángulo blanco y en cuestión de segundos determinar que Tom Pellegrini está trabajando el asesinato de Rudy Newsome. También puede determinar, viendo que el nombre de Newsome está en rojo, que el caso sigue abierto. Por este motivo los supervisores de la unidad de homicidios consideran el rectángulo blanco un instrumento necesario para asegurar la asunción de responsabilidades y una precisión clerical en el trabajo de la unidad. Por este mismo motivo, los detectives de la unidad consideran el rectángulo una desgracia, una creación despiadada que ha perdurado mucho más allá de las expectativas de los ya jubilados inspectores jefe y ya fallecidos tenientes que lo crearon. Los detectives lo llaman, simplemente, «la pizarra».
En el tiempo que tarda la cafetera en llenarse, el responsable de turno, el teniente Gary D'Addario —conocido por sus hombres como Dee, LTD o simplemente como Su Eminencia— se puede acercar a la pizarra como un sacerdote pagano se acercaría al templo del dios Sol, repasar la escritura jeroglífica en rojo y negro bajo su nombre y determinar quién de entre sus tres inspectores jefe ha cumplido sus mandamientos y quiénes se han apartado de la recta vía. Puede comprobar las letras en código junto al nombre de cada caso y determinar lo mismo sobre sus quince inspectores. La pizarra lo revela todo: sobre su acetato está escrita la historia del pasado y del presente. Quién ha engordado con asesinatos domésticos presenciados por media docena de familiares; quién ha pasado hambre con un asesinato por drogas en una casa adosada abandonada. Quién ha recogido la generosa cosecha de un asesinato-suicidio con nota de confesión póstuma y todo; quién ha probado el amargo fruto de una víctima sin identificar, atada y amordazada en el maletero de un coche alquilado en el aeropuerto.
La pizarra que se encuentra hoy el teniente responsable del turno es un despropósito sangriento y contrahecho, con la mayoría de los nombres anotados bajo los inspectores jefe de D'Addario escritos en rojo. El turno de Stanton empezó a media noche con el Año Nuevo y se cargó con cinco asesinatos en las primeras horas del 1 de enero. De esos casos, sin embargo, todos menos uno fueron consecuencia de peleas de borrachos y disparos accidentales, y todos menos uno están ya en negro. Luego, una semana después, vino el cambio de turno, y los hombres de Stanton pasaron a trabajar de día, y el equipo de D'Addario a encargarse de los turnos de cuatro a doce y de medianoche y, con ello, cazaron sus primeros casos del año. La brigada de Nolan se encargó del primer asesinato del turno el 10 de enero, un robo relacionado con drogas en el que la víctima fue apuñalada hasta la muerte en el asiento de atrás de un Dodge. A la brigada de McLarney le tocó uno de novela policíaca esa misma noche, cuando un homosexual de mediana edad recibió un tiro de escopeta nada más abrir la puerta de su apartamento en la parte baja de Charles Village. Luego Fahlteich se adjudicó el primer asesinato del año para la brigada de Landsman, un robo con paliza en Rognel Heights sin sospechosos, después del cual McAllister rompió la tendencia al rojo con un arresto fácil en la calle Dillon, donde un chico blanco de quince años fue apuñalado en el corazón por una deuda de droga de veinte dólares.
Pero la semana siguiente aparecieron asesinos por todas partes, con Eddie Brown y Waltemeyer llegando a un edificio de apartamentos en Walbrook Junction para encontrar a Kenny Vines tirado sobre su estómago en un pasillo del primer piso, con una masa rojiza y húmeda donde solía tener el ojo derecho. Brown no reconoció el cuerpo al principio, aunque, de hecho, había conocido hacía muchos años a Vines, que, al fallecer, tenía cuarenta y ocho; diablos, todos los que habían trabajado en el oeste de la ciudad conocían a Kenny Vines. Propietario de un taller de reparaciones de coches en Bloomingdale Road, Vines había estado durante muchos años metido en deudas y en la venta de partes de repuesto sacadas de coches robados, pero no empezó a hacer enemigos importantes hasta que comenzó a mover grandes cantidades de cocaína. Dos noches después se sumaron los asesinatos de Rudy Newsome y Roy Johnson, las dos caras de la moneda para los hombres de Landsman, que fueron seguidos a su vez por un asesinato doble en la calle Luzerne, cuando un hombre armado irrumpió en una casa alijo, en una disputa sobre territorio de traficantes de droga, y empezó a disparar a diestro y siniestro, matando a dos personas e hiriendo a dos más. Por supuesto, a los supervivientes no les interesaba recordar nada.
La cuenta final fue, de nuevo, cuerpos en ocho casos, con sólo un caso cerrado y otro a punto de conseguir una orden de arresto, un porcentaje de resolución tan bajo que hacía que D'Addario pudiera describirse con toda honestidad como uno de los tenientes menos satisfechos de todo el departamento de policía.
—No he podido evitar darme cuenta —dice McLarney siguiendo a su supervisor a la sala de café—, y estoy seguro de que usted también lo habrá visto, en su infinita sabiduría…
—Prosiga, mi buen sargento.
—… de que hay una notable cantidad de tinta roja en nuestro lado de la pizarra.
—Sí, ahora que lo decís, así es —dice D'Addario, en el mismo tono clásico y palaciego, una broma que siempre divertía a sus sargentos.
—¿Puedo ofrecerle una sugerencia, señor?
—Tiene usted toda mi atención, inspector jefe McLarney.
—Creo que tendría mejor aspecto si escribiéramos los casos abiertos con tinta negra y los resueltos con roja —dice McLarney—. Eso despistaría a los jefes durante un tiempo.
—Es una solución.
—Por supuesto —dice McLarney—, otra opción es que salgamos ahí fuera y encerremos a alguien.
—Esa es otra solución.
McLarney se ríe, pero no mucho. Habitualmente sus inspectores consideran a Gary D'Addario como un príncipe, un autócrata benevolente que sólo exige competencia y lealtad. A cambio, defiende a capa y espada a los hombres de su turno y los protege de los peores caprichos y estrambotes de los jefes. Un hombre alto con el cabello gris plata cada vez más raro y un aire sereno y digno, D'Addario es uno de los últimos supervivientes del califato italiano que reinó brevemente en el departamento tras una larga dinastía de irlandeses. Fue un respiro que se inició con el ascenso de Frank Battaglia al puesto de comisionado y que se prolongó hasta que la pertenencia a la organización Hijos de Italia era tan importante para ascender profesionalmente como aprobar el examen de sargento. Pero el Sacro Imperio Romano duró menos de cuatro años; en 1985 el alcalde reconoció que la demografía de la ciudad había cambiado, apartó a Battaglia a un puesto muy bien pagado de consultor y le concedió a la comunidad negra la propiedad de los escalafones superiores del departamento de policía.
Si esa bajamar es la que había acabado varando a D'Addario en homicidios como teniente, entonces los hombres que trabajaban para él tenían mucho que agradecer a la discriminación positiva. Un hombre introspectivo que hablaba sin levantar la voz, D'Addario era una raza de supervisor poco habitual en una organización paramilitar. Hacía tiempo que había aprendido a reprimir el primer impulso de la persona al mando, que es el de intimidar a sus hombres, vigilar cada uno de sus movimientos y no despegarse de ellos en sus investigaciones. En los distritos, ese tipo de actitud solía ser el resultado de la primera conclusión de un supervisor de que la mejor manera de evitar ser percibido como blando era comportarse como un pequeño tirano. En cada distrito había algún teniente de turno o sargento de sector que exigía que cualquiera que llegara diez minutos tarde a un pase de lista rellenara un formulario 95s, o que paseaba por los antros del distrito a las cuatro de la madrugada con la esperanza de encontrar a algún pobre agente dormido dentro de su coche patrulla. Los supervisores de ese tipo o bien crecían con el puesto y maduraban, o sus mejores hombres se mantenían agachados y a cubierto el tiempo suficiente como para pedir un traslado a otro sitio.
Arriba, en homicidios, un responsable de turno autoritario será pronto despreciado por sus inspectores, hombres que, de hecho, no estarían en el sexto piso de la central si no fueran dieciocho de los policías con más capacidad de automotivarse del departamento. En homicidios rige la ley de la selección natural: un policía que resuelve muchos casos, se queda; un policía que no lo hace, se va. Teniendo en cuenta ese hecho básico, no existe en la unidad mucho respeto por la noción de que un policía lo bastante inteligente como para maniobrar en el departamento hasta acabar en homicidios y luego resolver cuarenta o cincuenta casos necesita, por algún motivo, que el responsable de turno le meta el dedo en el ojo. El rango, por supuesto, tiene sus privilegios, pero un supervisor de homicidios que ejercita su derecho divino a dar por el culo en todas y cada una de las ocasiones creará, al final, un turno en el que los sargentos estarán de los nervios y los inspectores se mostrarán demasiado cautelosos, poco dispuestos o incapaces de actuar según les dicte su instinto.
En cambio, y no sin cierto coste para su propia carrera, Gary D'Addario le dio a sus hombres espacio de maniobra, constituyéndose en un amortiguador entre ellos y el capitán y los demás altos jerarcas de la cadena de mando. Su método comportaba riesgos considerables y la relación entre D'Addario y su capitán se había ido desgastando por los bordes durante los últimos cuatro años. Por el contrario, Bob Stanton, el teniente del otro turno, era un supervisor más del gusto del capitán. Era un encorsetado veterano de la unidad de narcóticos al que el capitán había escogido especialmente para que dirigiera el segundo turno. Stanton ejercía más mano dura. Sus inspectores jefes controlaban más de cerca a sus hombres, y sus inspectores estaban presionados para conseguir las horas extra y el pago por asistencia a tribunales que lubricaban todo el sistema. Stanton era un buen teniente y un policía avispado, pero, cuando se lo comparaba con su alternativa, su frugalidad y su estilo de hacer las cosas siempre según el reglamento hacían que bastantes de los veteranos de su turno expresaran un ávido deseo de unirse a la cruzada de D'Addario a la primera oportunidad.
Para los inspectores jefes e inspectores que vivían una vida bendita bajo la benevolencia de D'Addario, el
quid pro quo
era a la vez sencillo y obvio: tenían que resolver los asesinatos. Tenían que resolver los suficientes asesinatos como para conseguir un porcentaje de resolución que reivindicara el estilo y métodos de Su Eminencia y, por tanto, justificara su benigno y glorioso reinado. En homicidios, el porcentaje de resolución es la madre del cordero, el principio y final de todos los debates.
Y eso era motivo de sobras para que D'Addario se quedara mirando fijamente y durante bastante tiempo la tinta roja que había en su lado de la pizarra. El gran rectángulo no sólo sirve para mostrar rápidamente comparaciones entre detectives, sino que también vale para hacer las mismas comparaciones superficiales entre los dos turnos. En ese sentido, la pizarra —y el porcentaje de resolución que representa— ha dividido a la guardia de homicidios de Baltimore en dos unidades separadas, en dos turnos que funcionan de manera independiente uno de otro. Los inspectores lo bastante veteranos como para saber cómo era la vida antes de la pizarra recuerdan que la unidad de homicidios estaba más cohesionada; los inspectores estaban dispuestos a trabajar en casos que habían empezado o terminarían en otro turno, pues sabían que el mérito de la resolución del caso se compartía con toda la unidad. Creada para fomentar la cohesión y la responsabilidad, la pizarra, en cambio, hacía que los dos turnos —y cada una de las seis brigadas— compitieran entre ellas para tener más tinta negra y menos roja, como si fueran una manada de vendedores de coches divididos en dos bandos que tuvieran que colocar los vehículos a precio rebajado en algún concesionario de segunda de Chevrolet.
La tendencia empezó mucho antes de la llegada de Stanton, pero los diferentes estilos de ambos tenientes hacían más obvia la competición. Y, durante los últimos años, los inspectores de un turno sólo habían interactuado con los del otro en las medias horas de cambio de turno o en las raras ocasiones en que un inspector que estaba haciendo horas extra en un caso necesitaba otro miembro del turno que estaba entonces trabajando, para que hiciera de testigo en un interrogatorio o le ayudara a echar abajo una puerta. La competencia siempre quedaba en un segundo plano, pero pronto hasta los inspectores, cada uno por su lado, empezaron a contemplar el rectángulo blanco, calculando en silencio los porcentajes de resolución de las demás brigadas o turnos. Eso, también, fue irónico, puesto que todos y cada uno de los inspectores de la unidad reconocían que la pizarra era en sí misma un instrumento defectuoso para medir el rendimiento del departamento, pues sólo reflejaba los homicidios. Una brigada se podía pasar tres semanas trabajando hasta el cuello durante el turno de noche investigando tiroteos con implicación policial, muertes sospechosas, agresiones graves, secuestros, casos de sobredosis y cualquier otro tipo de investigación de una muerte. Y, sin embargo, nada de ese trabajo se vería reflejado en tinta roja y negra.
Incluso con los mismos asesinatos, mucho de lo que contribuye a resolver un caso se reduce al puro azar. El vocabulario de la unidad de homicidios reconoce dos categorías distintas de homicidios: los duros y los que se resuelven solos. Los duros son auténticos misterios; los que se resuelven solos son casos que vienen acompañados de multitud de pruebas y un sospechoso evidente. El mejor ejemplo de los duros son las escenas del crimen en las que se hace ir al inspector a algún callejón dejado de la mano de Dios donde poca cosa más hay que un cuerpo tirado en el suelo. El mejor ejemplo de los que se resuelven solos son las escenas en las que el detective llega al cuerpo y, junto a él, se encuentra al marido, que no se arrepiente del crimen ni se ha molestado en cambiarse la ropa manchada de sangre, y quien, apenas se le pregunta, admite que ha apuñalado a la zorra y que lo haría de nuevo. La distinción entre los casos que requieren una investigación y los que sólo necesitan rellenar un poco de papeleo está clara y es aceptada por todos los hombres de la unidad, y más de un inspector jefe ha acusado a otro de colar a uno de sus inspectores en respuesta a una llamada que sonaba como un asesinato doméstico o, peor todavía, de evitar contestar una llamada que tenía toda la pinta de ser un asesinato por drogas ejecutado con profesionalidad.