Authors: David Simon
Muertos, moribundos o simples heridos, hay un formulario 78/151 por cada víctima de la ciudad de Baltimore. En poco más de un año en homicidios, Tom Pellegrini probablemente habrá llenado las casillas de más de cien veinticuatros. Más o menos al mismo ritmo, Harry Edgerton ha rellenado quinientos formularios desde que fue transferido a homicidios en febrero de 1981. Y Donald Kincaid, el inspector más veterano de la brigada de Edgerton, que está en homicidios desde 1975, probablemente habrá escrito bastantes más de un millar.
Más que la pizarra, que sólo registra homicidios y su resolución, el registro de 24 horas es la medida básica de la carga de trabajo que tiene un inspector. Si tu nombre está en la casilla de firma de un veinticuatro, significa que estabas contestando al teléfono cuando llegó la llamada o, mejor todavía, que te presentaste voluntario cuando otro detective levantó un recibo verde de una tienda de empeños con una dirección apuntada en él y formuló una pregunta más antigua que el propio edificio de la central de policía:
—¿Quién se anima?
Harry Edgerton no se presentaba voluntario muy a menudo y, entre los demás miembros de su brigada, ese simple hecho se había convertido en una herida abierta.
Nadie en la brigada dudaba de la capacidad de Edgerton como investigador, y la mayoría admitía que, personalmente, el tipo les caía bastante bien. Pero en un equipo de cinco hombres en el que todos los detectives trabajaban también en los casos de los demás y aceptaban cualquier tipo de llamada, Harry Edgerton era una especie de lobo solitario, un hombre que regularmente emprendía sus propias aventuras durante largos periodos de tiempo. En una unidad en la que la mayoría de los asesinatos se ganan o pierden en las primeras veinticuatro horas de investigación, Edgerton perseguía un caso durante días o incluso semanas, interrogando a testigos o dedicándose a labores de vigilancia como si se rigiera por un calendario propio. Aunque siempre llegaba tarde a pasar lista y al relevo del turno nocturno, se lo podía descubrir armando el expediente de un caso a las tres de la madrugada, cuando su turno había terminado a medianoche. En la mayoría de las ocasiones trabajaba sus casos sin la ayuda de ningún detective segundario. El mismo tomaba declaración a sus testigos y realizaba los interrogatorios, ajeno a las tormentas que pudieran estar afectando al resto de la brigada, que consideraba a Edgerton más un fino estilista que un velocista, y en un entorno en que la cantidad parecía importar más que la calidad, su ética de trabajo era una fuente constante de tensión.
La procedencia de Edgerton contribuía a su aislamiento. Era hijo de una respetada pianista de jazz de Nueva York, un vástago de Manhattan que se había alistado en el departamento de Baltimore por impulso después de ver un anuncio en la sección de clasificados. Mientras muchos de los inspectores de homicidios habían pasado su niñez en las mismas calles en las que ahora ejercían de policía, el marco de referencia de Edgerton era la zona alta de Manhattan y estaba teñido con sus recuerdos de visitas al Metropolitan Museum después del colegio y actuaciones en clubes en las que su madre acompañaba a figuras como Lena Horne o Sammy Davis, Jr. Su juventud estuvo lo más apartada que pueda imaginarse del trabajo policial: Edgerton podía jactarse de haber visto a Dylan en sus primeros años en Greenwich Village y de más adelante haber sido el cantante de su propia banda de rock, un grupo con el bonito nombre de Aphrodite.
Una conversación con Harry Edgerton podía oscilar entre películas extranjeras de arte y ensayo y el jazz fusión, pasando por la calidad de los diferentes tipos de vinos griegos importados, un conocimiento que adquirió a través de la familia de su esposa, que pertenecía a una familia de comerciantes griegos de Brooklyn que habían llegado a Nueva York después de varios años comerciando con mucho éxito en Sudán. Todo ello convertía a Harry Edgerton, incluso a la serena edad de cuarenta años, en todo un enigma para sus colegas. En el turno de medianoche, cuando el resto de la brigada estaba sentada junta viendo cómo Clint Eastwood pegaba tiros con la mayor y más potente pistola del mundo, podía encontrarse a Edgerton escribiendo un informe en la sala del café mientras escuchaba una cinta de Emmylou Harris cantando canciones de Woody Guthrie. Y a la hora de cenar, Edgerton solía desaparecer en la parte de atrás de un local de comida para llevar de la calle East Baltimore, donde aparcaba frente a una fila de máquinas de marcianos y se perdía en un denodado esfuerzo por aniquilar a todas aquellas criaturas multicolores del espacio con su rayo mortal. En un ambiente en el que llevar una corbata rosa se considera sospechoso, Edgerton era considerado más raro que un perro verde. Una de las frases célebres de Harry Landsman sintetizó a la perfección el sentimiento de toda la unidad: «Para ser un comunista, Harry es un detective cojonudo».
Y aunque Edgerton era negro, su educación cosmopolita, su amor por las cafeterías e incluso su acento neoyorquino resultaban tan inesperados que la mayoría de los inspectores blancos, acostumbrados a ver a los negros a través del limitado prisma de sus propias experiencias en los barrios bajos de Baltimore, creían que era poco auténtico. Edgerton trascendía los estereotipos y confundía las líneas raciales preconcebidas de la unidad: incluso los inspectores negros con raíces locales, como Eddie Brown, sugerían rutinariamente que, aunque Edgerton era negro, desde luego no era «malo y negro», una distinción que Brown, que conducía un Cadillac Brougham del tamaño de un pequeño barco mercante, reservaba para sí mismo. Y en las ocasiones en que los inspectores necesitaban que alguien llamara de manera anónima a alguna casa del oeste de Baltimore para ver si un sospechoso estaba en casa, intentaban evitar que Edgerton hiciera la llamada.
—Tú no, Harry. Necesitamos a alguien que suene como un tío negro.
La distancia entre Edgerton y el resto de la unidad se agravaba por tener como compañero a Ed Burns, con el que había sido apartado a un operativo especial antidroga de la DEA en una investigación que había durado dos años. Esa investigación empezó porque Burns se enteró del nombre de un importante traficante de drogas que había ordenado el asesinato de su novia. Burns no pudo demostrar el homicidio, así que, en vez de ello, Burns y Edgerton se pasaron meses en una operación de vigilancia electrónica y telefónica y luego arrestaron al tipo por tráfico de drogas y consiguieron que le cayera una condena de treinta años, sin fianza. Para Edgerton, un caso como ese era muy importante como declaración de intenciones, un aviso al crimen organizado que traficaba con drogas de que no podían encargar asesinatos con impunidad.
Eran argumentos muy convincentes. Aunque se creía que casi la mitad de todos los asesinatos que se cometían en Baltimore estaban relacionados con el uso o la venta de narcóticos, el porcentaje de resolución de los asesinatos relacionados con drogas era inferior al de cualquier otro tipo de muertes. Y, sin embargo, la metodología de homicidios no había cambiado para hacer frente a esta nueva tendencia: los inspectores seguían trabajando los asesinatos de drogas de forma independiente, como si fueran cualquier otro homicidio. Tanto Burns como Edgerton habían argumentado que buena parte de la violencia estaba relacionada con las grandes organizaciones que traficaban con droga en la ciudad y que, por tanto, si se atacaba a estas, se podría disminuir esa violencia o, aún mejor, prevenirla. Según su lógica, la violencia repetitiva en los mercados de la droga de la ciudad dejaba al descubierto las debilidades de la unidad de homicidios, es decir, que las investigaciones eran individuales, desorganizadas y reactivas. Dos años después del caso inicial de la DEA, Edgerton y Burns volvieron a demostrar que tenían razón con una investigación sobre una red de narcos relacionada con una docena de asesinatos e intentos de asesinato en las viviendas sociales de Murphy Homes. Ninguno de esos asesinatos había podido ser resuelto por los inspectores que los habían investigado siguiendo el procedimiento habitual; sin embargo, como resultado de aquella larga investigación, cuatro de los asesinatos fueron aclarados y los acusados clave recibieron sentencias de doble cadena perpetua.
Era trabajo policial de precisión, pero otros inspectores se apresuraban a añadir que aquellas investigaciones consumieron tres años y dejaron a dos de las brigadas de la unidad con un hombre menos la mayor parte de ese periodo. Había que seguir respondiendo al teléfono, y con Edgerton yendo a trabajar a la oficina de la DEA en la ciudad, los otros miembros de su brigada —Kincaid y Garvey, y McAllister y Bowman— tuvieron que encargarse de más tiroteos, más muertes sospechosas, más suicidios y más asesinatos cada uno. Las consecuencias de las prolongadas ausencias de Edgerton habían contribuido a alejarlo más de los otros inspectores.
Y fiel a su carácter, Ed Burns está en estos mismos momentos asignado a una investigación cada vez más compleja del FBI sobre unos narcotraficantes de las viviendas sociales de Lexington Terrace, una investigación que acabaría durando dos años. Al principio Edgerton le acompañó, pero hace dos meses lo enviaron de vuelta a la unidad de homicidios después de una fea disputa entre supervisores municipales y federales sobre presupuesto. Y el hecho de que Harry Edgerton esté de vuelta en la rotación normal, picando un informe de 24 horas sobre algo tan trivial y poco dramático como un suicidio, es motivo de regocijo para el resto del turno.
—Harry, ¿qué estás haciendo con la máquina de escribir?
—Eh, Harry, ¿no habrás contestado a una llamada, no?
—¿Y de qué se trata Harry? ¿Es una investigación importante?
—¿Te van a volver a destinar a un operativo especial, Harry?
Edgerton enciende un cigarrillo y se ríe. Después de todos los operativos especiales se veía venir esta reacción.
—Muy graciosos —dice, sin dejar de sonreír—. Chicos, sois el puto club de la comedia.
Llevando su propio papeleo a la otra máquina de escribir, Bob Bowman se agacha para leer el encabezamiento del veinticuatro de Edgerton.
—¿Un suicidio? Harry, ¿saliste por un suicidio?
—Sí —dice Edgerton, entrando en el juego—. ¿Veis lo que pasa cuando se contesta al teléfono?
—Apuesto a que no lo volverás a hacer nunca.
—No, si puedo evitarlo.
—No sabía que te dejaran hacer suicidios. Creía que sólo podías encargarte de grandes investigaciones.
—Estoy probando a vivir como los pobres.
—Eh, Rog —dice Bowman a su inspector jefe, que está entrando en la oficina—, ¿sabías que Harry ha salido por un suicidio?
Roger Nolan se limita a sonreír. Puede que Edgerton sea un hijo problemático, pero Nolan sabe que es un buen inspector y, por tanto, tolera sus peculiaridades. Además, Edgerton tiene más que un simple suicidio en su casilla: le cayó el primer asesinato del año de la brigada de Nolan, un apuñalamiento particularmente salvaje en el noroeste que no parecía que fuera a resolverse con facilidad.
Fue en el primer tramo del turno de medianoche, hace dos semanas, cuando Edgerton conoció a Brenda Thompson, una mujer con sobrepeso y cara triste que terminó sus veintiocho años de vida en el asiento trasero de un Dodge de cuatro puertas que se encontró abandonado al ralentí en una parada de autobús junto a una cabina en el bloque 2400 del bulevar Garrison.
La escena del crimen era fundamentalmente el Dodge, con la víctima tirada en el asiento de atrás con la camisa y el sujetador rotos, dejando a la vista un pecho y un estómago marcados por una docena o más de heridas de arma blanca verticales. En el suelo del asiento trasero, el asesino había vaciado los contenidos del bolso de la víctima, lo que aparentemente indicaba que había sido un robo. Más allá de eso no había ninguna otra prueba física en el coche. No había huellas, ni cabellos, ni fibras, ni piel desgarrada ni sangre en las uñas de la víctima, nada. Tampoco había testigos, así que Edgerton tenía las cosas bastante cuesta arriba.
Durante dos semanas había trabajado en la reconstrucción de las últimas horas de vida de Brenda Thompson, y había descubierto que la noche de su asesinato estaba recogiendo dinero de un grupo de camellos que vendían la heroína de su marido en la avenida Pennsylvania. Las drogas podían ser un móvil, pero Edgerton no podía descartar que se tratara simplemente de un atraco. Esa misma tarde, de hecho, había estado al otro lado del pasillo, en la sección de robo del departamento de investigación criminal, comprobando ataques con arma blanca en el noroeste, en busca de cualquier detalle que le aportara una pista.
Que Edgerton haya estado trabajando en un asesinato fresco no le vale de mucho. Tampoco le importa a nadie de la brigada que contestara la llamada del suicidio sin quejarse. La carga de trabajo de Edgerton sigue siendo un tema que escuece a sus colegas y, en particular, a Bowman y Kincaid. Y, como su inspector jefe, Roger Nolan sabe que las cosas sólo pueden ir a peor. Es responsabilidad de Nolan evitar que sus inspectores se tiren unos a la yugular de otros y, por eso, más que nadie en la habitación, el inspector jefe está muy atento a cuanto se dice, consciente de que todos los comentarios de sus hombres van con segundas.
Bowman, por su parte, no es capaz de dejarlo correr.
—Debemos de estar en las últimas para que Harry tenga que salir a llevar un suicidio.
—No te preocupes —murmura Edgerton, sacando el informe de la máquina de escribir—. Acabo este y no voy a hacer ni uno más en lo que queda de año.
Y, llegados a este punto, hasta Bowman se echa a reír.
Es la ilusión de las lágrimas, nada más que eso. La lluvia cae como pequeñas perlas sobre los hoyuelos de su cara. Los ojos marrones, oscuros y fijos, están clavados en el pavimento mojado. Las mechas de pelo negro estallan alrededor de su piel oscura, enmarcando sus pómulos altos y una nariz coqueta y respingona. Tiene los labios entreabiertos y fruncidos en una ligera mueca. Incluso ahora, es hermosa.
Descansa sobre su cadera izquierda, con la cabeza girada hacia el otro lado, la espalda arqueada y una pierna doblada encima de la otra. Su brazo derecho está encima de la cabeza, y el izquierdo está completamente recto. Los dedos, pequeños y delgados, se estiran como si quisieran alcanzar algo o a alguien, que ya no está allí, al otro lado del asfalto.
Tiene la parte superior del cuerpo parcialmente envuelta en una gabardina de vinilo rojo. Lleva pantalones amarillos estampados, pero están sucios y manchados. La parte delantera de su blusa y la chaqueta de nailon bajo su gabardina también están desgarradas, empapadas de sangre por donde la vida se deslizó de su cuerpo. Una única marca de ligaduras —la profunda mordedura de una cuerda o de un cordón— cruza toda la circunferencia de su cuello y cierra el círculo en la base del cráneo. Encima de su brazo derecho hay una mochila de tela azul, aún erguida en la acera y repleta de libros, algunos papeles, una cámara de fotos barata y un juego de maquillaje y sombras de ojos de tonos rojos, azules y púrpuras. Colores exagerados e infantiles, que apuntan diversión, más que seducción.