Authors: David Simon
Incluso cuando otras secciones del departamento empezaron a familiarizarse a regañadientes con la idea de que hubiera mujeres policía, la unidad de homicidios siguió siendo un bastión de los policías varones, un entorno lascivo, como de vestuario, en el que un segundo divorcio se consideraba prácticamente un rito de paso. Sólo una mujer había durado una cantidad de tiempo apreciable en el departamento: Jenny Wehr había pasado tres años en homicidios, tiempo que le resultó suficiente para demostrar que era una buena investigadora y una interrogadora excepcional, pero que no bastó para dar inicio a una tendencia.
De hecho hacía sólo dos semanas que Bertina Silver había sido transferida a la unidad de homicidios, al turno de Stanton, lo que la convertía en la única mujer entre treinta y seis inspectores e inspectores jefe. Según el juicio de otros policías que habían trabajado con ella en narcóticos y cuando fue patrullera, Bert Silver era una policía: agresiva, dura e inteligente. Pero su llegada a homicidios hizo poco por cambiar la opinión mayoritaria de los inspectores, que consideraban que la decisión de entregar placas a las mujeres era una muestra indudable de que los bárbaros estaban a las puertas de Roma. Para muchos de la unidad de homicidios, la realidad de Bertina Silver no contradecía la teoría establecida, sino que era una excepción. Era un injustificable pero necesario remiendo lógico que la mantenía fuera de la ecuación aceptada por todos: las mujeres policía son secretarias, pero Bert es Bert. Amiga. Compañera. Policía.
Harry Edgerton hubiera sido la última persona en quejarse sobre Bert Silver, a quien consideraba una de las mejores incorporaciones a la unidad. Mantuvo esta opinión a pesar de la campaña de agresión y hegemonía que Bert había lanzado para hacerse con el control de parte del escritorio de Edgerton. Tras muchos años teniendo un lugar que podía llamar propio en las oficinas de homicidios, a Edgerton le habían dicho a principios de año que compartiera mesa con Bert porque faltaba espacio. Lo hizo a regañadientes y pronto se halló a la defensiva. Una vez ella se hizo sitio en el escritorio para añadidos inocuos, como fotos de familia y una estatuilla de oro de una policía, vinieron los peines y los pendientes en el cajón superior derecho. Luego la interminable acometida de pintalabios y un pañuelo perfumado que una y otra vez aparecía en el cajón más bajo, que era donde Edgerton guardaba los expedientes de los sospechosos de sus anteriores investigaciones sobre drogas.
—Hasta aquí podíamos llegar —dijo el inspector, sacando el pañuelo del cajón y metiéndolo en la bandeja de correo por tercera vez—. Si no me defiendo, acabará poniendo cortinas en la sala de interrogatorios.
Pero Edgerton no se defendió y, al final, Bert Silver consiguió la mitad del escritorio. En el fondo de su corazón, Harry Edgerton sabe que así es como debe ser. Pero claro, esa joven que está escribiendo un informe de incidente en la mesa del comedor no es Bert Silver. A pesar de las garantías que le ha dado el policía veterano, Edgerton se lo lleva a parte y le habla en voz baja.
—Si va a ser la primera agente, tendrá que esperar al laboratorio forense y luego presentar las pruebas a la unidad de control de pruebas.
El comentario es casi una pregunta abierta. Más de una vez un forense ha convertido lo que parecía un suicidio en un asesinato, y Dios sabe que no basta tener a algún recién salido de la academia a cargo de la cadena de custodia de pruebas en todos los elementos sometidos a la UCP. El de uniforme comprende sin necesidad de que Edgerton diga más.
—No te preocupes. La ayudaremos —repite.
Edgerton asiente.
—Lo hará bien —dice el agente, encogiéndose de hombros—. Joder, está mucho más puesta en el trabajo que muchos otros que hemos visto.
Edgerton abre su pequeño bloc de notas y vuelve a entrar en el comedor. Empieza a hacerles a los dos de uniforme las preguntas reglamentarias para reunir el material básico de una investigación de homicidio.
En la primera página, fechada el 26 de enero en la esquina superior derecha, el inspector ha anotado los detalles de la notificación del operador de la policía a las 13:03: «1303 horas/Operador #76/tiroteo grave/5511 Leith Walk». Dos líneas por debajo, Edgerton ha anotado la hora en que llegó a la escena del crimen.
Añade el nombre de la joven agente, su número de unidad y la hora de su llegada. Pregunta el número del informe de incidente, 4A3881, y lo anota también. El 4 significa que es un caso del distrito Noreste; la A, que es del mes de enero; y el resto de dígitos son el número de control para localizar el caso. Entonces anota el número de la ambulancia que ha acudido y el nombre del médico que ha declarado muerta a la víctima. Acaba la primera página con la hora en que el equipo de la ambulancia ha declarado la muerte.
—Vale —dice Edgerton, volviéndose para mirar por primera vez con interés al cadáver—. ¿A quién tenemos aquí?
—Robert William Smith —dice el oficial con la cara roja—. Treinta y ocho, no… treinta y nueve años.
—¿Vive aquí?
—Sí, vivía aquí.
Edgerton escribe el nombre en la segunda página seguido de V/B/39 y la dirección.
—¿Había alguien en la casa cuando sucedió?
Interviene la joven agente.
—Su esposa llamó a emergencias. Les dijo que ella estaba arriba y él abajo limpiando su escopeta.
—¿Dónde está ella ahora?
—Se la han llevado al hospital. Estaba conmocionada.
—¿Hablaste con ella antes de que se la llevaran?
La mujer asiente.
—Escribe lo que te dijo en un informe complementario —dice Edgerton—. ¿Dijo si había algún motivo por el que hubiera querido suicidarse?
—Dijo que tenía un historial de desórdenes psiquiátricos —dice el agente de cara roja, interrumpiendo—. Acababa de salir del hospital de Springfield el día once. Aquí están los papeles de su ingreso y salida.
Edgerton toma una hoja de papel verde del agente y la lee rápidamente. El hombre muerto estaba en tratamiento por desórdenes de la personalidad y —bingo— tendencias suicidas. El detective devuelve el papel y escribe dos líneas más en su cuaderno.
—¿Dónde has encontrado eso?
—Me lo ha dado su mujer.
—¿Están los del laboratorio de camino?
—Mi sargento los llamó.
—¿Y el forense?
—Déjame comprobarlo —dice la agente, apartándose a hablar por su radio. Edgerton tira su cuaderno sobre la mesa del comedor y se quita el abrigo.
No se acerca directamente al cuerpo, sino que camina por el perímetro de la sala de estar, mirando el suelo, las paredes y los muebles. Para Edgerton el empezar por la periferia de la escena del crimen para ir luego hacia el cuerpo con un movimiento en espiral se ha convertido en un ritual. Es un método que nace del mismo instinto que permite a un inspector entrar en una habitación y pasarse diez minutos escribiendo datos en el cuaderno antes de mirar seriamente el cadáver. A todos los inspectores les lleva unos pocos meses aprender que el cuerpo va a seguir allí, inmóvil e intacto, por mucho que dure la investigación de la escena del crimen. Pero la escena del crimen en sí —sea una esquina en la calle, el interior de un automóvil o una sala de estar en una casa— empieza a deteriorarse tan pronto como la primera persona encuentra el cuerpo. Todos los detectives de homicidios con más de un año de experiencia han vivido una o dos historias de policías de uniforme que caminan sobre un rastro de sangre o que tocan las armas que han encontrado en la escena del crimen. Y no sólo los policías de uniforme: más de una vez un inspector de homicidios de Baltimore ha llegado a la escena de un asesinato sólo para encontrarse con algún comandante o coronel paseando por el lugar, toqueteando los casquillos de bala o revisando la cartera de la víctima en un decidido esfuerzo por manchar con sus propias huellas dactilares hasta la última de las pruebas.
La Regla Número dos del manual de homicidios: a la víctima sólo se la mata una vez, pero la escena de un crimen puede matarse mil veces.
Edgerton marca la dirección de las salpicaduras del cuerpo, asegurándose de que las gotas de sangre y materia cerebral son coherentes con las que produciría una sola herida en la cabeza. La larga pared blanca detrás del sofá en la parte que queda a la derecha del hombre muerto está manchada con un arco de un rojo rosáceo que se eleva desde aproximadamente quince centímetros por encima de la cabeza de la víctima hasta casi la altura de los ojos cuando llega al marco de la puerta de entrada. Es un largo reguero curvado formado por salpicaduras individuales que parece apuntar, en su trayectoria final, hacia el trozo de oreja cerca del felpudo de entrada. Un arco más pequeño se extiende a lo largo de los cojines superiores del sofá. En el pequeño espacio entre el sofá y la pared, Edgerton encuentra unos pocos fragmentos de cráneo y, en el suelo, justo debajo del costado derecho del muerto, mucho de lo que había ocupado el interior de la cabeza de la víctima.
El inspector mira de cerca varias de las salpicaduras y confirma que la dispersión de la sangre es coherente con una sola herida provocada por un disparo de trayectoria ascendente en la sien izquierda. El cálculo es una cuestión de simples leyes de la física: una gota de sangre que golpea una superficie con un ángulo de noventa grados debería ser simétrica, con tentáculos o dedos de idéntica longitud que se extienden en todas direcciones; una gota que golpea una superficie con otro ángulo se secará dejando tentáculos más largos que apuntarán en dirección contraria a la dirección desde la que vino la gota. En el caso que tenía ante sí, un rastro de sangre o salpicaduras con tentáculos que apuntasen en cualquier dirección que no fuera la de la cabeza de la víctima serían muy difíciles de explicar.
—Vale —dice el inspector, empujando un poco la mesa de centro para colocarse justo frente a la víctima—. Veamos qué es lo que tienes tú.
El hombre muerto está desnudo, con la parte inferior de su cuerpo envuelta en una manta a cuadros. Está sentado en el centro del sofá, con lo que queda de su cabeza reposando en el respaldo del sofá. El ojo izquierdo mira hacia el techo; la gravedad ha hundido el otro en el fondo de su cuenca.
—Lo que tiene en la mesa es su declaración de la renta —dice el policía de cara roja, señalando hacia la mesa de centro.
—¿Ah, sí?
—Échale un vistazo.
Edgerton mira hacia la mesa de centro y ve el familiar formulario de la declaración.
—A mí también me vuelven loco esas cosas —dice el de uniforme—. Me imagino que simplemente perdió la cabeza.
Edgerton bufa sonoramente. Es todavía demasiado temprano para el humor policial desbocado.
—Debía de estar detallando las deducciones.
—Los policías —repite Edgerton— sois unos auténticos tarados.
Mira la escopeta entre las piernas de las víctimas. El arma del calibre 12 descansa con la culata en el suelo, y el cañón, sobre cuya parte superior reposa el brazo izquierdo de la víctima, apunta hacia arriba. El detective examina por encima la escopeta, pero el laboratorio forense necesitará hacer fotografías, así que la deja entre las piernas de la víctima. Coge las manos del muerto. Todavía están calientes. Edgerton manipula las últimas falanges de los dedos y se cerciora de que la muerte ha sido reciente. De vez en cuando algún marido o esposa enfurecido termina la discusión disparando a su media naranja y luego se pasa tres o cuatro horas pensando qué hacer a continuación. Para cuando se les ocurre la idea de fingir que ha sido un suicidio, la temperatura corporal de la víctima ha descendido y el rigor mortis es evidente en los músculos más cortos de la cara y los dedos. Edgerton ha tenido casos en los que los asesinos se han esforzado mucho e han intentando inútilmente que los rígidos dedos del no tan reciente difunto encajaran en el gatillo de un arma, algo que apesta a montaje y le da al cuerpo el aspecto de un maniquí de grandes almacenes con un elemento de atrezo pegado a su mano inerte. Pero Robert William Smith es un trozo de carne muy fresca.
Edgerton empieza a escribir: «Escopeta entre las piernas… boca del arma apuntando a mejilla derecha… gran HDB en la derecha de la cabeza. El cuerpo está caliente. Sin rigor mortis.»
Los dos agentes de uniforme contemplan a Edgerton mientras se pone el abrigo y se guarda la libreta en uno de los bolsillos exteriores.
—¿No se queda hasta que vengan los del laboratorio forense?
—Bueno, me encantaría quedarme, pero…
—Somos aburridos, ¿no?
—¿Qué puedo decir? —responde Edgerton, con su voz aproximándose a un barítono en una matiné—. Mi trabajo aquí ha concluido.
El agente de cara roja se ríe.
—Cuando llegue el tipo del laboratorio, decidle que sólo necesito fotos de esta habitación y que saque una buena del tipo con la escopeta entre las piernas. Y querremos llevarnos el arma y esa hoja verde.
—¿El documento de salida del psiquiátrico?
—Sí, eso hemos de tenerlo en la central. ¿Se va a asegurar este lugar? ¿Va a volver la esposa?
—Estaba bastante hecha polvo cuando se la llevaron. Supongo que encontraremos alguna forma de dejarlo todo cerrado.
—Vale, está bien.
—¿Eso es todo?
—Sí, gracias.
—Dalo por hecho.
Edgerton mira a la policía de uniforme, que sigue sentada en la mesa del comedor.
—¿Cómo está quedando el informe?
—Ya está terminado —dice, mostrando la página de cubierta—. ¿Quieres verlo?
—No, seguro que está bien —dice Edgerton, sabiendo que un sargento del sector lo revisará—. ¿Qué te parece el trabajo hasta ahora?
La mujer mira primero al muerto, luego al inspector.
—No está mal.
Edgerton asiente, se despide del agente de cara roja y sale de la casa, esta vez poniendo mucho cuidado en no pisar la oreja.
Quince minutos después está frente a una máquina de escribir en la oficina de administración de la unidad de homicidios convirtiendo el contenido de tres páginas de su cuaderno en un informe de 24 horas de una sola página, el formulario 78/151 de la división de investigación criminal. A pesar de la rudimentaria habilidad como mecanógrafo de Edgerton, los detalles del traspaso de William Smith son condensados en un memorando manejable en poco más de un cuarto de hora. Las carpetas de los casos son la documentación fundamental de los homicidios, pero los informes de 24 horas se convierten en el rastro documental de las actividades de toda la sección de delitos contra las personas. Comprobando el registro de los veinticuatros, un inspector puede familiarizarse rápidamente con todos los casos activos. Para cada incidente hay un texto de una o dos páginas con un título breve e informativo. Un detective que hojee las páginas del registro puede leer esos títulos y tener un completo registro cronológico de la violencia de Baltimore: "… tiroteo, tiroteo, muerte sospechosa, arma blanca, arresto/homicidio, tiroteo grave, homicidio, homicidio/tiroteo grave, suicidio, violación/arma blanca, muerte sospechosa/posible sobredosis, robo comercial, tiroteo…».