Authors: David Simon
Durante doce horas, la investigación de la calle Monroe fue un ejemplo de certeza y cohesión, y hubiera seguido siéndolo de no ser por un detalle clave: el agente Pedrick no disparó a John Randolph Scott.
La mañana después del suceso, los ayudantes del forense desnudaron el cuerpo de Scott y hallaron una bala del calibre .38 todavía alojada entre la ropa ensangrentada. Se comparó esa bala en el laboratorio de balística esa misma tarde, pero no pudo relacionarse con el revólver de Pedrick. De hecho, la bala que mató a Scott fue una bala de punta redonda de 158 granos, un tipo común de munición de Smith&Wesson que no se había usado en el departamento de policía desde hacía más de una década.
Worden y varios otros inspectores regresaron entonces al escenario de la persecución y, a la luz del día, peinaron cuidadosamente el callejón donde se creía que Pedrick había disparado su arma. Removiendo la basura de ese callejón que salía de la avenida Raynor, encontraron una marca en el pavimento que parecía un residuo de plomo de una bala perdida. Los inspectores siguieron por el callejón la trayectoria más probable de la bala y llegaron a una parcela contigua donde, increíblemente, un vecino estaba limpiando su terreno de basura esa misma mañana. De todos los patios llenos de basura de todos los guetos del mundo, pensó Worden, este tío tiene que ponerse a limpiar el nuestro. Justo cuando los inspectores estaban a punto de vaciar en el suelo la media docena de bolsas de basura que había llenado el último buen samaritano del oeste de Baltimore, encontraron la bala del calibre .38, todavía parcialmente enterrada en la tierra de la parcela. Las pruebas balísticas demostraron que era una bala del arma de Brian Pedrick.
Pero si Pedrick no era el asesino, ¿quién lo era?
A Worden no le gustaba nada la respuesta obvia. Worden era un policía y había pasado su vida adulta en compañía de policías en comisarías y coches patrullas, en los pasillos de los juzgados y en calabozos de distrito. No quería creer que alguien que vestía el uniforme pudiera ser tan estúpido como para disparar a una persona y luego salir corriendo, dejando el cuerpo tirado en un callejón como cualquier otro asesino hijo de puta. Y, sin embargo, no podía negar el hecho de que John Randolph Scott había sido asesinado con una bala del calibre .38 mientras huía de hombres que tenían revólveres del calibre .38. En cualquier otra investigación no habría ninguna duda de cómo debería proceder un inspector de homicidios. En cualquier otro caso, un inspector empezaría con los hombres que tenían las armas.
Y siendo Worden quien era, eso fue precisamente lo que hizo. Ordenó a casi dos docenas de policías de tres distritos distintos que presentaran sus revólveres reglamentarios al departamento de control de pruebas, donde les suministrarían otros. Pero por cada revólver presentado por los agentes llegó un correspondiente informe de balística que indicaba que la bala letal no había procedido del arma reglamentaria de ese agente. Otro callejón sin salida.
¿Llevaba alguno de los policías una segunda pistola, también del .38, que desde entonces ya debía haber tirado desde alguno de los muelles del puerto? O quizá el chaval huía de la policía e intentó robar otro coche y algún civil enfurecido le disparó y luego desapareció en la noche. Era una carambola muy difícil, Worden debía admitirlo, pero en ese barrio nada era imposible. Un escenario más probable era que el chico hubiera palmado por un arma que él mismo llevara, un .38 que uno de los oficiales que iba arrestarlo le hubiera arrebatado durante un forcejeo. Eso explicaría por qué la bala encontrada en el cadáver no era de las que usaba el departamento, y explicaría también los botones arrancados en la ropa del cadáver.
Worden y Rick James habían recuperado cuatro de ellos en el cuerpo de la víctima o cerca de él. Uno de los botones parecía no tener nada que ver con la víctima; se demostró que otros tres procedían de la camisa del hombre muerto. Dos de aquellos botones se encontraron cerca del cuerpo y estaban ensangrentados; el tercero se encontró cerca de la boca del callejón. Tanto para Worden como para James los botones arrancados indicaban que la víctima había forcejeado con alguien, y la presencia del botón que se había encontrado en la boca del callejón sugería que la pelea había empezado a muy pocos metros de donde la víctima había caído. Más que un disparo directo de un hipotético sospechoso civil, ese escenario sugería un intento de arresto en la calle, un esfuerzo por agarrar a la víctima o detener su huida.
Para Donald Worden, la muerte de John Randolph Scott se había convertido en un asunto turbio, y cada posible resultado del caso resultaba más inquietante que el anterior.
Si el asesinato no se resolvía, parecería que el departamento tratara de encubrirlo. Pero si se acusaba a un policía, Worden y James se convertirían, como los hombres responsables del encausamiento, en auténticos parias para los agentes que patrullaban la ciudad. Los abogados del sindicato de policías ya estaban aconsejando a sus miembros que no hablaran con homicidios, que la sección de delitos contra las personas era sinónimo de la división de investigaciones internas. ¿Cómo diablos iban a poder trabajar en los asesinatos si los policías de uniforme estaban contra ellos? Para colmo, la tercera posibilidad, la mínima posibilidad de la implicación de un civil —que John Randolph Scott hubiera sido asesinado por un vecino mientras intentaba entrar en una casa o robar un segundo coche para huir de la persecución de los policías—, era, en cierta manera, la peor de todas. Worden razonaba que, si alguna vez daba con un sospechoso civil, los jefazos harían cualquier cosa para vendérselo a los líderes políticos de la ciudad, por no hablar de los poderes fácticos dentro de la comunidad negra. Bien, señor alcalde, pensábamos que quizá lo hubieran hecho los policías blancos que perseguían al señor Scott, pero ahora estamos convencidos de que un hombre negro del bloque 1000 de la calle Fulton es el responsable del asesinato.
Sí. Seguro. Por supuesto.
Veinticinco años en el departamento de policía de Baltimore y a Donald Worden se le pedía que coronara su carrera resolviendo un caso que podía enviar a policías a la cárcel. Al principio esa noción le había parecido aborrecible, pues Worden era más policía de calle que cualquier agente de uniforme. Había venido a la central después de más de una década en la unidad de operaciones del distrito Noroeste y, aun así, la había abandonado con muchas reticencias. Y ahora, por culpa de este ladronzuelo con un agujero de bala en la espalda, policías de tres distritos se reunían con sus coches patrulla en aparcamientos vacíos y hablaban en voz baja de un hombre que estaba en la calle cuando ellos todavía lanzaban bolas de papel con saliva en la escuela. ¿Quién coño es este Worden? ¿De verdad va a ir a por un policía por lo de la calle Monroe? ¿Es que va a intentar joder a otro policía por un negro muerto? ¿Qué es ese tipo, un chivato o algo así?
—Oh, oh, Worden está mirando otra vez esa carpeta fea.
El compañero de Worden está en la puerta de la sala de café con un pedazo de papel en la mano. Rick James es diez años más joven que Donald Worden y no tiene ni su instinto ni su inteligencia, pero hay que decir que hay pocos en el mundo que los tengan. Worden trabaja con el inspector más joven porque James sabe trabajar una escena del crimen y, además, escribir un informe bueno y coherente y, a pesar de todas sus virtudes, Donald Worden preferiría comerse su pistola que sentarse frente a un teclado dos horas. En sus mejores momentos Worden considera a James como un proyecto que vale la pena desarrollar, un aprendiz a quien impartir las lecciones extraídas de un cuarto de siglo de trabajo policial.
El Gran Hombre levanta la mirada lentamente y ve el papel en la mano del hombre más joven.
—¿Qué es eso?
—Es una llamada, colega.
—Se supone que no debemos responder llamadas. Nos han apartado a un operativo especial.
—Terry dice que deberíamos ir.
—¿Qué es?
—Asesinato por arma de fuego.
—Ya no me encargo de homicidios —dice Worden secamente—. Sólo llevo putos tiroteos de policías.
—Vamos, tío, salgamos ahí fuera a ganarnos el jornal.
Worden se bebe lo que queda de su café, tira el resto del puro en una papelera y durante un segundo o dos se permite creer que hay vida después de la calle Monroe. Se acerca al colgador donde tiene el abrigo.
—No te olvides de tu pistola, Donald.
El Gran Hombre sonríe por primera vez.
—La he vendido. La empeñé a cambio de un taladro eléctrico en la calle Baltimore. ¿Dónde es el asesinato?
—En Greenmount. El bloque treinta y ocho mil.
El inspector jefe Terrence Patrick McLarney mira cómo los dos hombres se disponen a irse y asiente satisfecho. Ha pasado más de un mes desde el tiroteo de la calle Monroe y McLarney quiere que sus dos hombres vuelvan a la rotación y a responder a las llamadas. El truco es hacerlo gradualmente, de modo que la cadena de mando no se forme la idea de que el operativo del asesinato de la calle Monroe está, de hecho, siendo desmantelado. Si tiene un poco de suerte, se figura McLarney, Worden pillará un asesinato con esta llamada y el teniente administrativo dejará de dar el coñazo con el caso Scott.
—El operativo se marcha, jefe —dice Worden.
En el ascensor, Rick James juguetea con las llaves del coche y contempla su reflejo borroso en las puertas metálicas. Worden mira las luces del indicador de piso.
—McLarney está contento, ¿verdad?
Worden no dice nada.
—Hoy estás hosco como un oso, Donald.
—Tú conduces, zorra.
Rick James pone los ojos en blanco y luego mira a su compañero. Ve a un oso polar de metro noventa y tres y ciento diez kilos camuflado en un hombre de cuarenta y ocho años al que le falta un diente, con ojos de un azul profundo, pelo blanco en franca retirada y tensión sanguínea en ascenso. Sí, es un oso, pero es fácil comprender cuál es la parte positiva de trabajar con él: el tipo es un policía nato.
—Sólo soy un pobre y bobo chico blanco de Hampden que trata de abrirse paso en este mundo y el siguiente —dice a menudo Worden para presentarse.
Y, sobre el papel, eso es exactamente lo que parece: nacido y criado en Baltimore, terminó el instituto, pasó unos cuantos años en la marina y luego acumuló una hoja de servicio de impresionante longitud en la policía, pero sin ascender más allá de inspector. En la calle, sin embargo, Worden era uno de los policías con más instinto e ideas de toda la ciudad. Había pasado más de un cuarto de siglo en el departamento y conocía Baltimore como pocos. Doce años en el distrito Noroeste, tres en fugas y capturas, otros ocho en la unidad de robos y ahora tres años en homicidios.
No llegó a la unidad sin oponer resistencia. Una y otra vez los inspectores jefe de homicidios le habían sugerido que se fuera con ellos, pero Worden era un hombre de la vieja escuela y, para él, la lealtad era fundamental. El mismo teniente que le había llevado a la unidad de robos quería conservarlo allí, y Worden se sentía ligado a él por una deuda de gratitud. Y su magnífica relación con su compañero, Ron Grady —una inesperada amistad entre lo más cercano a un campesino que podía producir el enclave totalmente blanco de Hampden en el norte de Baltimore y un musculoso policía negro del oeste de la ciudad—, era otro motivo para continuar donde estaba. Eran un equipo formado por opuestos que adquirió un estatus legendario, y Worden nunca dejó de recordar, a Rick James y a todos los demás en la unidad de homicidios, que Grady era el único al que de verdad podía llamar su compañero.
Pero a principios de 1985 los robos se habían convertido en una tarea tediosa y repetitiva. Worden había conducido cientos de investigaciones: bancos, vehículos blindados, atracos en el centro, robos a comercios… En los viejos tiempos, les contaba a los inspectores más jóvenes, los ladrones a los que perseguía la policía solían tener más clase; hoy en día lo más probable era que el robo de un banco en la calle Charles fuera resultado del impulso de algún drogadicto con el mono y no obra de un profesional. Al final fue el mismo trabajo quien tomó la decisión por él: Worden todavía recuerda vivamente la mañana en la que llegó a la oficina y encontró el informe de un incidente en el distrito Este, un atraco a una licorería de la avenida Greenmount. El informe lo clasificaba como atraco a mano armada, lo que quería decir que el incidente requería el seguimiento de un inspector de la central. Worden leyó el texto y vio que un grupo de jóvenes habían cogido un pack de seis cervezas y salido corriendo de la tienda. El dependiente había intentado atraparlos y se había llevado un ladrillazo en la cabeza por su heroísmo. Aquello no era robo a mano armada y, joder, no era nada que no pudiera manejar un simple policía de uniforme del distrito. Para Worden, que había sido un inspector de robos durante casi ocho años, aquel informe fue la gota que colmó el vaso. Al día siguiente se presentó ante su capitán con una petición de traslado a homicidios.
La reputación de Worden le precedió, y durante los siguientes dos años no sólo demostró que estaba capacitado para resolver asesinatos, sino que se convirtió en la pieza clave de la brigada de McLarney, una gesta notable en una unidad de cinco hombres que incluía a otros dos hombres con más de veinte años de experiencia. Rick James fue transferido a homicidios en julio de 1985, sólo tres meses antes que Worden, y rápidamente se hizo una composición de lugar y se emparejó con el Gran Hombre. Vivía tan pegado a él que provocó las burlas de los demás inspectores. Pero Worden claramente disfrutaba con su papel de anciano sabio, y James estaba dispuesto a ofrecer, en contrapartida, su buen trabajo en la escena del crimen y su talento para escribir los informes necesarios. Si Worden le enseñaba la mitad de lo que sabía antes de jubilarse, Rick James permanecería en homicidios mucho, mucho tiempo.
Lo malo de trabajar con Worden era cuando estaba de mal humor, cuando se obsesionaba pensando que seguía trabajando por el sueldo de un policía de patrulla cuando lo que debería hacer era aceptar la pensión y vivir la gran vida como consultor de seguridad o contratista de seguridad doméstica. Worden era perfectamente consciente de que él seguía en la calle investigando asesinatos en el gueto cuando la mayoría de los hombres de su promoción estaban ya retirados o trabajando en una segunda carrera; los pocos que seguían en el cuerpo apuraban sus días en las comisarías de distrito como sargentos de guardia o carceleros, o en las garitas de la central escuchando por la radio algún partido de los Orioles, esperando que pasase un año o dos más para así conseguir una pensión más alta. A su alrededor, hombres más jóvenes que él dejaban el cuerpo y empezaban prometedoras carreras en otros sitios.