Authors: David Simon
La pizarra, por supuesto, no diferencia entre casos que se resuelven inmediatamente por sus propias circunstancias, y casos duros que requieren de una investigación prolongada: tan negra es la tinta de uno como de los otros. En consecuencia, la política resultante de los casos duros y los que se resuelven solos se convierte en parte del estado mental de la unidad, hasta el punto que, cuando los inspectores veteranos están viendo una vieja película del Oeste en el televisor de la oficina, siempre hacen el mismo comentario cuando a algún vaquero lo matan en un tiroteo en alguna calle principal de una ciudad fronteriza llena de vecinos temerosos de Dios que contemplan la escena.
—Pues vaya. Ese es de los que se resuelven solos.
Pero los que se resuelven solos han sido últimamente muy pocos en el turno de D'Addario, y, después de la investigación de Worden del asesinato de John Scott en la calle Monroe, ha aumentado la dependencia del teniente respecto de la pizarra y del porcentaje de resolución. El capitán ha adoptado la medida extraordinaria de retirar tanto a D'Addario como a McLarney de la cadena de mando y ha ordenado a Worden y a James que informen directamente al teniente administrativo. En cierto modo, la decisión de aislar a McLarney tenía sentido porque se relacionaba con muchos patrulleros del distrito Oeste, algunos de los cuales eran sospechosos en el asesinato. Pero D'Addario no tenía ese problema y, después de nueve años en homicidios, había visto bastantes bolas rojas como para conocer bien el proceso. La sugerencia de que siguiera dedicándose a temas del día a día en lugar de lidiar con una investigación sensible como la de la calle Monroe sólo podía tomarse como un insulto. Las relaciones de D'Addario con su capitán estaban ahora en su punto más bajo en mucho tiempo.
La reputación de Gary D'Addario proclamaba que era un hombre al que era difícil enfadar, pero la calle Monroe había acortado su paciencia. Más temprano, esa misma mañana, Terry McLarney había escrito un memorando rutinario pidiendo que se destinaran a homicidios a dos agentes del distrito Oeste para que le ayudaran con una investigación en curso; luego había enviado directamente el documento al teniente administrativo, saltándose a D'Addario. Un desliz menor en el código de cortesía de la cadena de mando, pero ahora, en la tranquilidad de la sala del café, D'Addario lo saca, utilizando el humor y una formalidad teatral para dejar clara su postura.
—Inspector jefe McLarney —dice, sonriendo—, ahora que cuento con su atención me pregunto si podría preguntarle acerca de cierta cuestión administrativa.
—La botella de whisky en el cajón superior derecho de mi escritorio no era mía —suelta McLarney sin el menor atisbo de sonrisa—. El inspector jefe Landsman la puso allí para desacreditarme.
D'Addario se ríe por primera vez.
—Y —prosigue McLarney perfectamente serio— querría poner en su conocimiento respetuosamente que los hombres del inspector jefe Nolan han estado utilizando los coches sin firmar en el libro de registro de vehículos, como he enseñado a hacer a los inspectores de mi brigada.
—Yo quería hablarle de otro asunto.
—¿Algo relativo a un comportamiento poco apropiado para un agente de policía?
—En absoluto. Se trata de una cuestión de naturaleza puramente administrativa.
—Oh —dice McLarney, que se encoje de hombros y se sienta—. Durante unos instantes ha hecho usted que me preocupara.
—Sólo es que estoy un poco preocupado porque cierto memo que ha escrito usted ha sido dirigido a un teniente de este departamento de policía que no soy yo.
McLarney comprende su error inmediatamente. La calle Monroe está haciendo que todo el mundo ande de puntillas.
—Me equivoqué. Lo siento.
D'Addario hace un gesto para quitarle importancia al asunto.
—Sólo necesito que me conteste usted una pregunta en concreto.
—¿Señor?
—Ante todo, entiendo que usted profesa la fe católica y romana.
—Y estoy orgulloso de ello.
—Perfecto. Entonces, déjeme que le pregunte: ¿me acepta usted como su verdadero y único teniente?
—Sí, señor.
—¿Y no tendrá usted otros tenientes además de mí?
—No, señor.
—¿Y mantendrá usted para siempre esta alianza sagrada y eterna y no adorará a ningún falso teniente?
—Sí.
—Muy bien, inspector jefe —dice D'Addario, extendiendo su mano derecha—. Ahora puede besar el anillo.
McLarney se inclina hacia el gran anillo de la Universidad de Baltimore en la mano derecha del teniente y finge una exagerada reverencia. Ambos hombres se ríen y D'Addario, satisfecho, se lleva una taza de café a su despacho.
Sólo en la sala del café, Terry McLarney contempla el gran rectángulo blanco, sabiendo que D'Addario ya ha olvidado y perdonado el memorando mal enviado. Pero la tinta roja en el lado de D'Addario de la pizarra, eso sí que es verdaderamente preocupante.
Como la mayoría de los supervisores en la unidad de homicidios, McLarney es inspector jefe, pero tiene corazón de investigador y, al igual que D'Addario, considera que su papel consiste principalmente en defender a sus hombres. En los distritos, los tenientes pueden dar órdenes a sus sargentos, y sus sargentos transmitir esas órdenes a sus hombres y todo funciona más o menos como dice el reglamento, pues la cadena de mando funciona perfectamente con los agentes de patrulla. Pero en homicidios, donde los detectives se mueven al ritmo que marca tanto su propio instinto y talento como su carga de casos, un buen supervisor rara vez emite órdenes tajantes. Más bien ofrece sugerencias, da ánimos e impulsa con leves empujoncitos o amables súplicas a hombres que ya saben perfectamente lo que debe hacerse en un caso sin que nadie tenga que decírselo. En muchos casos, cuando mejor sirve un inspector jefe a sus hombres es cuando se dedica a completar el papeleo administrativo y a mantener a raya a los jefazos, permitiendo con ello que los inspectores se dediquen a hacer su trabajo. Es una filosofía muy reflexionada y McLarney se mantiene fiel a ella nueve de cada diez días. Pero cada décimo día algo en su interior lo induce súbitamente a adoptar la actitud de ese tipo de inspectores jefe contra los que te previenen en la academia.
McLarney, que es un irlandés voluminoso con rasgos de querubín apoya una de sus regordetas piernas en la esquina de un escritorio y mira el rectángulo blanco y las tres entradas en rojo bajo la placa con su nombre. Thomas Ward. Kenny Vines. Michael Jones. Tres hombres muertos; tres casos abiertos. Decididamente la brigada no ha empezado el año de la mejor manera.
McLarney está aún mirando la pizarra cuando uno de sus detectives entra en la sala del café. Donald Waltemeyer, que lleva en la mano el expediente de un caso antiguo, gruñe un saludo monosilábico, pasa frente al inspector jefe y se aposenta en un escritorio vacío. McLarney lo observa durante unos minutos, pensando en algún modo de empezar esa conversación que tan poco le apetece tener.
—¿Qué tal, Donald?
—Bien.
—¿Qué estás mirando?
—Un caso viejo de Mount Vernon.
—¿Asesinato de un homosexual?
—Sí, William Leyh, del ochenta y siete. Aquel en el que ataron al tío y luego lo mataron a palos —dice Waltemeyer, yendo a la página del expediente en la que están las fotos de doce por dieciocho de un hombre en el suelo de un apartamento, medio desnudo y empapado en sangre, atado como un carnero y obviamente machacado a palos.
—¿Y qué pasa?
—He recibido una llamada de un policía del estado de New Jersey. Hay un tipo en un psiquiátrico que dice que ató y mató a golpes a un hombre en Baltimore.
—¿Crees que es este caso?
—No lo sé. O yo o Dave o Donald vamos a tener que ir hasta allí arriba y hablar con ese tío. Podría ser que no fuera más que un gilipollas.
McLarney cambia de marcha.
—Siempre he dicho que tú eras el más trabajador de mi brigada, Donald. Se lo digo a todo el mundo.
Waltemeyer levanta la vista y mira a su sargento con suspicacia.
—No, de verdad…
—¿Qué es lo que quieres, jefe?
—¿Por qué tengo que querer algo?
—Bueno —dice Waltemeyer, reclinándose en su silla— ¿desde hace cuánto soy policía?
—A ver, ¿es que no puede un inspector jefe elogiar a uno de sus hombres?
Waltemeyer pone los ojos en blanco.
—¿Qué quieres que haga?
McLarney se ríe, casi avergonzando al haber sido descubierto tan fácilmente jugando a hacer de supervisor.
—Bueno —dice, yendo con mucho cuidado—, ¿qué pasa con el caso Vines?
—Poca cosa. Ed quiere traer otra vez a Eddie Carey y hablar con él, pero no hay mucho más.
—¿Y qué hay de Thomas Ward?
—Habla con Dave Brown. Él es el inspector principal del caso.
Empujando con los pies, McLarney hace que su silla se desplace hasta el escritorio donde está Waltemeyer, y adopta un tono de voz conspirativo.
—Donald, tenemos que hacer algo para que alguno de estos casos nuevos avancen. Hace un momento estaba aquí Dee mirando la pizarra.
—¿Y por qué me lo dices a mí?
—Sólo te pregunto si hay algo que debamos hacer y no estemos haciendo.
—¿Hay algo que yo no esté haciendo? —dice Waltemeyer, levantándose y cogiendo el expediente Leyh del escritorio—. Dímelo. Estoy haciendo todo lo que puedo, pero el caso o está o no está. ¿Qué más puedo hacer, dime?
Donald Waltemeyer está perdiendo los nervios. McLarney lo sabe porque ha empezado a poner los ojos en blanco como suele hacer cuando se calienta. McLarney trabajó con un tipo en la central que solía hacer lo mismo. Era el tipo más amable del mundo, con más paciencia que un santo. Pero si algún negro con mal carácter le apretaba demasiado las tuercas, los ojos le daban más vueltas que las figuras de una tragaperras de Atlantic City. Era una señal inequívoca para cualquier otro policía de que las negociaciones habían terminado y era el momento de sacar las porras. McLarney trata de apartar ese recuerdo. Continúa insistiendo a Waltemeyer.
—Donald, sólo digo que no queda bien empezar el año con tantos casos en rojo.
—Así que lo que me dices, jefe, es que el teniente vino aquí y miró la pizarra y te dio una pequeña patada en el culo y ahora me la transmites tú a mí.
Toda la verdad y nada más que la verdad. McLarney tiene que reírse.
—En fin, Donald, siempre puedes ir tú luego y darle una patada en el culo a Dave Brown.
—La mierda siempre rueda cuesta abajo, ¿verdad, jefe?
La ley de la gravedad fecal, definida por la cadena de mando.
—No lo sé —dice McLarney, saliéndose de la conversación tan elegantemente como le resulta posible—. No creo que jamás haya visto mierda en una cuesta.
—Lo comprendo, jefe, lo comprendo —dice Waltemeyer mientras se marcha de la sala del café—. Llevo ya muchos años siendo policía.
McLarney se reclina en su silla, apoyando la cabeza contra la pizarra de la oficina. Coge distraídamente un ejemplar de la revista del departamento de policía de encima de su escritorio y mira la portada. Fotografías de comisionados y comisionados adjuntos sonriendo y dando la mano a todos los policías que habían conseguido sobrevivir a algún disparo. Gracias, hijo, por encajar una bala por Baltimore.
El inspector jefe tira la revista otra vez sobre la mesa y luego se levanta y echa un último vistazo a la pizarra mientras sale de la sala del café.
Vines, Ward y Jones. Rojo, rojo y rojo.
Así que, se dice McLarney a sí mismo, va a ser uno de esos años.
Harry Edgerton empieza el día con suerte, evitando por muy poco pisar un trozo de oreja de un cadáver con su mocasín recién abrillantado, al abrir empujando la mosquitera de una puerta en una casa del noreste de Baltimore.
—Casi le pisa la oreja.
Edgerton mira con curiosidad al rubicundo policía que está apoyado en una de las paredes de la sala de estar.
—¿Cómo?
—La oreja —dice el de uniforme, señalando al suelo de parqué—. Casi le pisa usted la oreja.
Edgerton mira el pálido pedazo de carne que hay junto a su zapato derecho. Desde luego, es una oreja. La mayor parte del lóbulo y un corto y curvado fragmento del hélix están tirados justo al lado del felpudo de la puerta de entrada. El inspector mira al muerto y la escopeta que hay en el sofá y luego camina hacia el otro extremo de la habitación, mirando muy bien donde pisa.
—¿Cómo decía aquel verso? —dice el de uniforme, como si lo hubiera ensayado durante toda una semana—. Amigos, romanos, compatriotas…
—Los policías sois unos auténticos tarados —se ríe Edgerton, negando con la cabeza—. ¿Quién se encarga de este?
Suicidio clarísimo. Ella lo tiene todo.
Un policía veterano señala hacia una joven policía que está sentada en la mesa del comedor. La agente, una mujer negra de rasgos delicados, está ya escribiendo el informe del incidente. Edgerton nota enseguida que es nueva en la calle.
—Hola.
La mujer asiente.
¿Le has encontrado tú? ¿Cuál es tu número de unidad?
—Cuatro-dos-tres.
—¿Le has tocado o has movido algún objeto de la escena?
La mujer mira a Edgerton como si él fuera un alienígena que acabara de llegar de otro sistema solar. ¿Tocarlo? No quiere ni siquiera mirar al pobre bastardo. La mujer niega con la cabeza y luego vuelve a mirar al cuerpo. Edgerton mira hacia el agente de rostro enrojecido, que comprende y acepta la petición que el inspector le hace sin pronunciar palabra.
—La ayudaremos con esto —dice el policía más veterano—. Lo hará bien.
La academia llevaba licenciando a mujeres policía desde hacía más de una década, y por lo que concernía a Edgerton, todavía no había un veredicto sobre si eso era bueno o malo. Muchas mujeres se habían incorporado al departamento con una comprensión razonablemente buena de los requisitos del oficio y una genuina voluntad de rendir en su puesto; algunas incluso eran buenas policías. Pero Edgerton sabía que había otras en la calle que eran muy peligrosas. Los veteranos las llamaban «secretarias». Secretarias con armas.
Las leyendas urbanas se volvían más terribles cada vez que se contaban. Todo el mundo en el departamento había oído hablar de aquella chica del noroeste, una novata a la que un demente arrebató la pistola en un pequeño supermercado de Pimlico. Y luego estaba esa agente del oeste que lanzó por radio un código 13 (agente en peligro) mientras a su compañero le daban una paliza terrible cinco miembros de la misma familia en una casa adosada del Sector 2. Cuando los coches patrulla llegaron a toda velocidad en respuesta a la llamada, encontraron a la mujer de pie en la acera, señalando hacia la puerta de la casa como si fuera una guardia de tráfico. En todas las salas de pasar lista de todos los distritos se podían escuchar historias similares.