Authors: David Simon
En estos tiempos, Worden se descubrió hablando seriamente de dejarlo. Pero gran parte de él no quería ni pensar en la jubilación; el departamento había sido su hogar desde 1962 y su llegada a homicidios había supuesto el último rizo de una larga y elegante trayectoria. Durante tres años, el trabajo que había realizado en la unidad había sostenido e incluso revivido a Worden.
El Gran Hombre disfrutaba especialmente con su esfuerzo constante por domar a los inspectores jóvenes de su brigada, Rick James y Dave Brown. James estaba saliendo muy bien, pero Worden no estaba seguro de cómo iba a resultar Brown. Y Worden no desperdiciaba oportunidad de decírselo, sometiendo al inspector más joven que él a un régimen de entrenamiento que se podría denominar de formación a través del insulto.
Dave Brown, que era el hombre con menos experiencia de la brigada, toleraba los ataques del Gran Hombre sobre todo porque sabía que Worden se preocupaba de verdad por que siguiera siendo inspector y, en menor parte, porque no tenía otro remedio. La relación entre ambos hombres quedó perfectamente reflejada en una fotografía en color tomada por un técnico del laboratorio forense durante la investigación de un asesinato en Cherry Hill. En primer plano estaba un proceloso Dave Brown recogiendo latas de cerveza vacías por si había la menor posibilidad de que tuvieran algo que ver con el asesinato. Al fondo, sentado en los escalones de entrada de una casa de protección oficial, estaba Donald Worden mirando al joven detective con lo que parecía inequívocamente una mirada de reprobación. Dave Brown sacó la fotografía del expediente del caso y se la quedó como recuerdo. Era el Gran Hombre que Dave Brown había acabado por conocer bien y apreciar. Gruñón, malhumorado y siempre crítico. Un último y solitario centurión que considera a la generación joven de don nadies e incompetentes como un dolor y un desafío personal.
La fotografía mostraba al Gran Hombre en la cima de su poder: abrasivo, seguro de sí mismo, la espinosa conciencia de todos los inspectores más jóvenes o con menos experiencia que compartían turno con él. Y, por supuesto, el caso de Cherry Hill se resolvió y fue Worden quien consiguió la información clave que llevó a encontrar el arma del crimen en casa de la novia del asesino. Pero eso fue cuando a Worden todavía le divertía ser inspector de homicidios. Eso fue antes de la calle Monroe.
Al subir al Cavalier en el nivel intermedio del garaje, James decide arriesgarse de nuevo a abrir una conversación.
—Si esto es un asesinato —dice—, yo seré el principal.
Worden le mira.
—¿No prefieres ver antes si han encerrado a alguien?
—No, tío. Necesito el dinero.
—Eres una puta.
—Sí, tío.
James lleva el coche por la rampa del garaje hasta Fayette y luego al norte por la calle Gay hasta Greenmount, ocupado mentalmente en los complejos cálculos de las horas extra. Dos horas en la escena del crimen, tres horas de interrogatorios, otras tres para el papeleo, cuatro más para la autopsia; James piensa lo feliz que le va a hacer ver en su nómina esas doce horas pagadas a una vez y media la tarifa normal.
Pero lo de Greenmount no es un asesinato; ni siquiera es un liso y llano tiroteo. Los dos detectives lo saben después de escuchar un monólogo incoherente de tres minutos de un testigo de dieciséis años.
—Uf, empieza desde el principio. Despacio.
—Derrick vino corriendo…
—¿Derrick qué?
—Mi hermano.
—¿Cuántos años tiene?
—Diecisiete. Entró corriendo por la puerta principal y subió arriba. Mi hermano mayor fue arriba y vio que le habían disparado y llamó a emergencias. Derrick dijo que estaba en la parada del autobús y le dispararon. Eso es lo único que dijo.
—¿No sabe quién le disparó?
—No, sólo dijo que le habían disparado.
Worden le coge a James la linterna y va afuera con un policía.
—¿Es usted el primer agente que ha llegado aquí?
—No —dice el uniforme—. Fue Rodríguez.
—¿Y dónde está?
—Ha ido al hospital con la víctima.
Worden le lanza una de sus miradas al patrullero y luego vuelve a la puerta de la casa e ilumina con la linterna el suelo del porche. No hay ningún rastro de sangre. No hay sangre en el pomo de la puerta. El inspector repasa los ladrillos de la casa adosada con la linterna. No hay sangre. No hay daños a la vista. Ve un agujero, pero es demasiado limpio como para ser de bala. Probablemente es un agujero hecho con un taladro para fijar alguna luz.
Worden ilumina con la linterna el camino de entrada que lleva a la calle. Luego entra en la casa y comprueba las habitaciones de arriba. Sigue sin haber sangre por ningún lado. El inspector vuelve abajo y escucha a James interrogar al chico de dieciséis años.
—¿Hacia dónde corrió tu hermano cuando entró en la casa? —le interrumpe Worden.
—Hacia el piso de arriba.
—Arriba no hay sangre.
El chico se mira los zapatos.
—¿Qué está pasando aquí? —dice Worden, presionándole.
—La limpiamos —dice el chaval.
—¿La limpiasteis?
—Ajá.
—Oh —dice Worden, poniendo los ojos en blanco—. Entonces volvamos arriba.
El chaval sube los escalones de dos en dos y luego entra en el caos y el desorden de una habitación de adolescente, llena de fotos de mujeres en bikini y pósteres de raperos de Nueva York vestidos con chándales de diseño. Sin que haya que insistirle, el chaval de dieciséis años saca dos sábanas manchadas de sangre de una cesta.
—¿Dónde estaban esas sábanas?
—En la cama.
—¿En la cama?
—Le hemos dado la vuelta al colchón.
Worden gira el colchón. Una mancha roja cubre una cuarta parte de la funda.
—¿Qué chaqueta llevaba tu hermano cuando entró?
—La gris.
Worden coge una chaqueta gris de una silla y la registra de arriba abajo. No hay sangre. Va al armario del dormitorio y comprueba todos los demás abrigos y chaquetas, dejándolos uno a uno sobre la cama conforme termina de revisarlos. James sacude lentamente la cabeza.
—He aquí lo que sucedió —dice James—. Tú estabas aquí jugando con una pistola, se te disparó y le diste a tu hermano. Si empiezas a decir la verdad ahora, no te encerraremos. ¿Dónde está la pistola?
—¿Qué pistola?
—Por los clavos de Cristo. ¿Dónde está la puta pistola?
—No sé nada de ninguna pistola.
—Tu hermano tiene una pistola. Dánosla y quitémonos eso de en medio.
—A Derrick le dispararon en la parada del autobús.
—Y una mierda —dice James, calentándose—. Estaba por aquí mismo y tú o tu hermano o algún otro le disparó por accidente. ¿Dónde está la jodida pistola?
—No tengo ninguna pistola.
Como siempre, piensa Worden mirando al chico. Un auténtico clásico. Un ejemplo perfecto de la Regla Número Uno de la guía de investigación de un asesinato, la primera entrada de la página uno del léxico de un inspector: Todo el mundo miente.
Asesinos, artistas del robo, traficantes de droga, adictos, la mitad de los testigos de los delitos importantes, políticos de todos los colores, vendedores de coches usados, novias, esposas, ex esposas, oficiales por encima del rango de teniente, estudiantes de instituto de dieciséis años que disparan a su hermano por accidente y luego esconden la pistola: para un inspector de homicidios, la tierra gira sobre un eje de negaciones a lo largo de una órbita de mentiras. Diablos, en ocasiones ni los propios policías se comportan de forma distinta. Durante las últimas seis semanas, Donald Worden ha escuchado declaraciones de hombres que llevaban el uniforme que él ha vestido toda su vida, los ha escuchado mientras intentaban que su versión de los hechos demostrara que era imposible que hubieran estado ni siquiera cerca de aquel callejón de la calle Monroe.
James empieza a moverse hacia la puerta del dormitorio:
—Puedes decir lo que te dé la gana —dice con brusquedad—. Cuando tu hermano la palme, volveremos y te acusaremos de asesinato.
El chaval se queda mudo y los dos detectives siguen al policía de uniforme y salen de la habitación. Worden se contiene hasta que el Cavalier circula por Greenmount.
—¿Quién coño es ese Rodríguez?
—Supongo que tienes algo que decirle.
—Voy a decirle un par de cosas. El primer agente tiene que proteger la escena del crimen. ¿Y qué es lo que hacen? Se van al hospital, se van a la central, se van a comer y dejan que la gente destroce la escena. Lo que no entiendo es por qué diablos creyó que tenía que ir al hospital. No lo entiendo.
Pero Rodríguez no está en el hospital. Y Worden no encuentra ninguna satisfacción en una breve discusión con la distraída madre de la víctima, que está sentada en la sala de espera de la unidad de traumas con otros dos niños y un pañuelo de papel en la mano.
—No lo sé, de verdad —les dice a los inspectores—. Yo estaba con mi otro hijo viendo la televisión y oí un ruido, como un petardo o ruido de cristales rotos. James, el hermano de Derrick, fue corriendo arriba y dijo que a Derrick le habían disparado cuando venía caminando del trabajo. Le dije que no me gustaban ese tipo de bromas.
Worden la interrumpe.
—Señora Allen, voy a ser franco con usted. A su hijo le dispararon en su habitación, lo más probable es que por accidente. No había sangre en ningún otro lugar excepto en la cama, ni siquiera en la chaqueta que llevaba puesta cuando entró.
La mujer mira al detective con los ojos en blanco. Worden continua y le explica que sus hijos han intentado ocultar el disparo y que es probable que el arma que ha enviado a su hijo al quirófano siga todavía en su casa.
—No se trata de acusar a nadie de nada. Nosotros somos de homicidios y, si es un disparo accidental, estamos perdiendo el tiempo; sólo necesitamos aclararlo.
La mujer asiente en un vago gesto de aquiescencia. Worden le pregunta si estaría dispuesta a llamar a casa y pedirle a sus hijos que entregaran el arma.
—Pueden dejarla en el porche y cerrar la puerta si lo prefieren —dice Worden—. Lo único que nos interesa es sacar el arma de la casa.
La madre claudica.
—Yo también lo preferiría.
Worden va hasta el vestíbulo, donde encuentra a Rick James, que está hablando con un médico. El estado de Derrick Alien es grave pero estable, y con toda probabilidad vivirá para luchar otro día. Y el agente Rodríguez, dice James, está de vuelta en homicidios, escribiendo su informe.
—Te dejaré en la oficina. Si entro allí ahora, le voy a saltar al cuello a alguien —dice Worden—. Luego me acercaré otra vez a la casa a recoger el arma. No me preguntes por qué me preocupa si se quedan o no con la maldita pistola.
Media hora después, Worden está de vuelta en el dormitorio de Derrick Alien y encuentra un agujero en una ventana trasera y una bala gastada en el porche posterior. Le enseña la bala y la ventana al hermano de dieciséis años.
El chico se encoge de hombros.
—Supongo que a Derrick le dispararon en su habitación.
—¿Dónde está la pistola?
—No sé nada de ninguna pistola.
Es una verdad revelada por Dios: todo el mundo miente. Y este axioma, el más básico de todos ellos, tiene tres corolarios:
Los asesinos mienten porque tienen que hacerlo.
Los testigos y otros implicados mienten porque creen que tienen que hacerlo.
Todos los demás mienten simplemente porque disfrutan haciéndolo y para atenerse a una regla general de conducta que estipula que bajo ninguna circunstancia hay que dar información precisa a un policía.
El hermano de Derrick es la prueba viviente del segundo corolario. Un testigo miente para proteger a sus familiares o sus amigos, incluso a aquellos que han derramado sangre. Miente para negar que esté implicado en asuntos de droga. Miente para ocultar el hecho de que tiene antecedentes o de que es homosexual o para ocultar que conocía a la víctima. Y, sobre todo, miente para distanciarse del asesinato y de la posibilidad de que un día le pidan que testifique en un tribunal. En Baltimore, siempre que un policía te pregunta qué viste, se pone en marcha un reflejo motor involuntario en la población urbana, pertenezcan a la generación que sea, que hace que respondan desviando la mirada, negando con la cabeza y diciendo:
—Yo no he visto nada.
—Estabas justo junto al tipo.
—Yo no he visto nada.
Todo el mundo miente.
Worden fulmina al chaval con una última y penetrante mirada.
—Tu hermano recibió un disparo en esta habitación con un arma con la que estaba jugando. ¿Por qué no me ayudas a sacar esa arma de esta casa?
El adolescente no pierde el ritmo.
—No sé nada de ningún arma.
Worden niega con la cabeza. Podría llamar a los del laboratorio forense y pasar un par de horas desmontando todo aquel condenado sitio en busca de la maldita pistola; y, si se tratase de un asesinato, eso sería exactamente lo que estaría haciendo. Pero, para un disparo accidental, ¿qué sentido tenía? Aunque sacaran un arma de esa casa, la habrían repuesto con otra antes del fin de semana.
—Tu hermano está en el hospital —dice Worden—. ¿Es que eso no significa nada para ti?
El chaval mira al suelo.
Perfecto, piensa Worden. Lo he intentado. Te he dado una oportunidad. Así que ahora quédate la puñetera pistola de recuerdo y, cuando te pegues un tiro en la pierna o le dispares a tu hermana, vuélvenos a llamar. ¿Por qué voy a perder tiempo con tus mentiras cuando hay colas de gente esperando para mentirme? ¿Por qué esforzarme para encontrar tu pistola de veinte dólares cuando tengo sobre mi escritorio ese lodazal de la calle Monroe?
Worden conduce de vuelta a la oficina con las manos vacías. Está de peor humor que antes.
En la pared más ancha de la sala de café hay un largo rectángulo de papel que ocupa la mayor parte de la longitud de la misma. Está cubierto de acetato y dividido por líneas negras en seis secciones.
Sobre las tres secciones de la derecha hay una placa con el nombre del teniente Robert Stanton, que dirige el segundo turno de la unidad de homicidios. Inmediatamente a su izquierda, bajo el nombre del teniente Gary D'Addario, están las tres secciones restantes. Bajo las placas con los nombres de los dos tenientes, puesto arriba en cada sección, está el nombre de un inspector jefe: McLarney, Landsman y Nolan para el turno de D'Addario; Childs, Lamartina y Barrick para el de Stanton.