Authors: David Simon
—ERES UNA ZORRA MENTIROSA —grita Landsman, estrellando la puerta contra el tope de goma—. ¿ES QUE TE CREES QUE SOY IDIOTA? ¿ME TOMAS POR UN PUTO IMBÉCIL?
—¿Cuándo he mentido yo?
—¡Lárgate de aquí! ¡Voy a presentar cargos!
—¿Cargos por qué?
La cara de Landsman se contorsiona en una expresión de pura rabia.
—¿TE CREES QUE TODO ESTO ES UNA GILIPOLLEZ, VERDAD?
La chica no dice nada.
—Te acabas de ganar que presente un cargo contra ti, mentirosa de mierda.
—Yo no he mentido.
—Que te jodan. Te voy a acusar.
El inspector jefe indica a la mujer que vaya a la pequeña sala de interrogatorios, donde se hunde en la silla y pone las piernas encima de la mesa de fórmica. La minifalda le queda a la altura de la cadera, pero Landsman no está de humor para disfrutar el hecho de que la mujer no lleva nada debajo. El deja la puerta ligeramente entreabierta y le grita a Pellegrini a través de la sala entera.
—¡Hazle lo de la activación de neutrones a esta zorra! —grita antes de cerrar la puerta insonorizada de la pequeña sala de interrogatorios, dejando a la chica preguntándose qué tipo de tortura tecnológica le espera. Una prueba balística de detección de bario y antimonio —elementos que dejan residuos al disparar un arma de fuego— sólo requiere una muestra que se toma de las manos de forma totalmente indolora, pero Landsman quiere que la mujer se recueza pensando en ello, con la esperanza de que esté dentro de aquel cubículo imaginándose que alguien va a irradiarla hasta que brille como una bombilla. El sargento. El sargento golpea la puerta metálica con la palma de la mano una última vez para dar el énfasis adecuado a sus palabras, pero la rabia se desvanece antes de regresar a la oficina de la brigada. Una actuación perfecta —de nuevo un clásico de Landsman— realizada con entusiasmo y sinceridad en exclusiva para la zorra mentirosa de la minifalda amarilla.
Pellegrini sale de la sala del café y cierra la puerta.
—¿Qué dice la tuya?
—Que ella no vio nada —dice Pellegrini—. Pero que tu chica sabe lo que pasó.
—Joder, pues claro que lo sabe.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Toma una declaración a tu chica —dice Landsman, gorroneándole un cigarrillo a su detective—. Yo voy a dejar a esta sentada ahí dentro un rato y luego volveré y la joderé viva.
Pellegrini regresa a la sala del café y Landsman se deja caer en una silla de oficina. De la comisura de sus labios emerge humo de cigarrillo.
—A la mierda —dice Jay Landsman a nadie en particular—. No voy a tragarme dos casos abiertos en una sola noche.
Y así da comienzo un ballet nocturno y poco elegante, con los testigos deslizándose uno frente al otro bajo la luz pálida de los fluorescentes, siempre flanqueados por un inspector cansado e impasible que con una mano mece un café solo, y con la otra, un puñado de hojas de declaración en blanco para recoger la siguiente ronda de medias verdades. Se grapan, inicializan y firman las hojas, los vasos de poliestireno se rellenan y se reparten cigarrillos hasta que los detectives se reúnen de nuevo en la sala de la brigada para comparar apuntes y decidir quién miente, quién miente más y quién es el que más miente. Dentro de una hora, Fahlteich regresará de la escena del crimen y del hospital con suficientes detalles sacados de la única testigo honesta que fue enviada a la comisaría esa noche: una mujer que, al parecer, caminaba por el aparcamiento del edificio y reconoció a uno de los dos pistoleros cuando entraban en el apartamento. La mujer sabe muy bien qué conlleva hablar de un asesinato por drogas con la policía y no tarda en querer retirar todo lo que le contó a Fahlteich en la escena del crimen. Fue enviada a la comisaría inmediatamente y mantenida a una distancia prudente de los ocupantes del apartamento. Landsman y Fahlteich no la interrogan hasta que el inspector ha vuelto de Gatehouse Drive. Tiembla como una hoja al viento cuando los inspectores le dicen que tendrá que declarar frente a un jurado.
—No puedo —dice, echándose a llorar.
—No hay elección.
—Mis hijos…
—No permitiremos que les pase nada.
Landsman y Fahlteich salen de la oficina y conversan en voz baja en el pasillo.
—Está aterrorizada —dice Landsman.
—No me digas.
—Tenemos que llevarla a declarar ante el jurado mañana a primera hora, antes de que tenga oportunidad de retractarse.
—También hay que mantenerla separada de las otras —dice Fahlteich, señalando con un dedo a las testigos que hay en la pecera—. No quiero que ninguna de ellas la vea.
Por la mañana tendrán el apodo y la descripción básica del pistolero huido, y hacia finales de semana, su nombre completo, número de ficha policial, fotografía de la ficha y la dirección de los parientes de Carolina del Norte que lo están escondiendo. Otra semana y el chico está de vuelta en Baltimore, acusado de asesinato en primer grado y posesión de armas de fuego.
La historia del asesinato de Roy Johnson es brutal en su sencillez y sencilla en su brutalidad. El asesino es Stanley Gwynn, un chaval de dieciocho años con cara redonda que trabajaba como guardaespaldas de Johnson, un camello que había armado a su fiel y leal subordinado con una pistola ametralladora Ingram Mac-11 calibre .380. Johnson fue al apartamento de Gatehouse Drive porque Carrington Brown le debía dinero de la cocaína que le había comprado, y cuando Brown le dijo que no le iba a pagar, Gwynn terminó las negociaciones con una ráfaga de su Ingram, un arma capaz de disparar seis balas por segundo.
Fue un comportamiento impulsivo y extraño, del tipo que puede esperarse de un adolescente. Telegrafió con tanta claridad su intención de disparar que le concedió a Brown tiempo más que suficiente para agarrar a Roy Johnson y utilizarlo de escudo. Antes de que el cerebro de Stanley registrara correctamente la escena que se desarrollaba frente a él ya había ametrallado al hombre al que se suponía que tenía que proteger. Su objetivo inicial, Carrington Brown, quedó herido en el suelo sangrando por los cuatro balazos que de algún modo se habían abierto paso a través del muerto, y a Stanley Gwynn —que después aceptaría declararse culpable de asesinato en segundo grado y veinticinco años de cárcel— le entró el pánico y salió corriendo del edificio.
Cuando los detectives del turno de día llegan con el relevo temprano de las 6:30, el asesinato de Roy Johnson, caso H88014, está agrupado limpiamente dentro de una carpeta de anillas sobre la mesa del teniente de administración. Una hora después, Dick Fahlteich se va a casa para darse una ducha rápida antes de regresar al centro de la ciudad para asistir a la autopsia. Landsman, por su parte, estará durmiendo en su cama hacia las 8:00.
Pero cuando la luz del sol y los sonidos de la hora punta de la mañana se cuelan por las ventanas del sexto piso, el naufragio y pecio del H88013 —el asesinato en Gold con Etting— sigue esparcido frente a Tom Pellegrini, un espectro con café en lugar de sangre que repasa con la mirada vacante el informe del primer agente, los informes complementarios, las fichas de presentación de pruebas, la custodia del cuerpo y las huellas dactilares que pertenecen a Rudolph Newsome. Quince minutos arriba o abajo y habría sido Pellegrini quien habría sido enviado al asesinato de Gatehouse Drive, donde una víctima y unas testigos vivas estaban esperando a entregar en bandeja un asesinato y añadir uno más a la lista de casos resueltos. En cambio, Pellegrini fue a Gold con Etting, donde un hombre muerto de veintiséis años le miró desde el suelo con súbita y silenciosa comprensión. Puro azar.
Después de que Landsman se marche, Pellegrini trabaja los flecos de su pequeño desastre durante diez horas más —reuniendo todo el papeleo, llamando al adjunto del fiscal del Estado para que extienda una citación para la señora Thompson y presentando los efectos personales de la víctima a la unidad de control de pruebas que hay en el sótano de la comisaría—. Más tarde, esa mañana, un patrullero del distrito Oeste llama a la unidad de homicidios porque un chico de esquina que han encerrado por tráfico de drogas dice que sabe algo sobre el asesinato de la calle Gold. Parece que el chaval está dispuesto a hablar si con eso se gana una rebaja de la fianza en su juicio por drogas. Pellegrini termina su quinta taza de café antes de volver al distrito Oeste para tomar declaración al chico, que afirma haber visto a tres hombres corriendo hacia el norte desde la calle Gold después de haber oído los disparos. El chico dice que conoce a uno de los hombres, pero sólo su nombre, Joe: una declaración lo bastante específica como para encajar con el escenario real y lo bastante vaga como para resultar totalmente inútil al inspector. Pellegrini se pregunta si el chaval estuvo realmente allí o si se enteró de lo sucedido en el asesinato de la calle Gold durante la noche que pasó arrestado, y luego se las ingenió lo mejor que pudo para hacer un refrito con la información y tratar de negociar con ella para librarse del juicio por droga.
De vuelta en homicidios, el inspector desliza las notas de la entrevista dentro de la carpeta del caso H88013 y luego mete la carpeta debajo de la de Roy Johnson, en el escritorio del teniente administrativo, que se ha ido y ha vuelto en el turno de ocho a cuatro. Las buenas noticias antes que las malas. Entonces Pellegrini le da las llaves de su Cavalier a un hombre del turno de cuatro a doce y se va a casa. Es un poco más tarde de las 19:00.
Cuatro horas después ha vuelto para el turno de medianoche, revoloteando como una polilla alrededor del piloto rojo de la máquina de café. Pellegrini se lleva una taza entera a la sala de la brigada, donde Landsman empieza a jugar con él.
—Qué tal, Phyllis —dice el inspector jefe.
—Qué tal, jefe.
—Tu caso está parado, ¿verdad?
—¿Mi caso?
—Sí.
—¿A qué caso te refieres?
—Al nuevo —dice Landsman—. El de la calle Gold.
—Bueno —dice Pellegrini, con las palabras emergiendo lentamente de su boca—, estoy listo para arrestar al culpable.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Mmm —dice Landsman, echando el humo de su cigarrillo contra la pantalla de la televisión.
—Sólo hay un problema.
—¿Qué problema? —dice el inspector jefe, sonriendo.
—No sé quién es el culpable.
Landsman se ríe hasta que el humo del cigarrillo le hace toser.
—No te preocupes, Tom —dice al final—. El caso se resolverá.
Este es el trabajo:
Te sientas detrás de un escritorio metálico fabricado para el Gobierno en el sexto de los diez pisos de una reluciente trampa mortal de armazón de acero con mala ventilación, un aire acondicionado disfuncional y tanto amianto flotando en el aire que con él se podría forrar el traje del mismísimo diablo. Comes el especial de pizza de 2,50 dólares y fiambre italiano con extra de picante de Marco's, en la calle Exeter, mientras miras reposiciones de
Hawai 5-0
en la televisión comunal de diecinueve pulgadas con la imagen distorsionada. Respondes al teléfono al segundo o tercer balido porque Baltimore renunció a su sistema telefónico de AT&T como medida de reducción de gasto, y los nuevos terminales no suenan, sino que emiten sonidos metálicos semejantes a balidos de oveja. Si el que llama es el operador de la policía, anotas una dirección, la hora y el número de unidad del operador en un trozo de papel o en el reverso de un recibo de una casa de empeños.
Entonces o negocias para conseguirlas o suplicas que te entreguen las llaves de uno de la media docena de Chevrolet Cavaliers sin distintivos, recoges tu pistola, una libreta, una linterna y un par de guantes de goma y conduces hasta la dirección correcta, donde, con toda probabilidad, un policía de uniforme estará en pie junto a un cuerpo humano cada vez más frío.
Contemplas ese cuerpo. Miras ese cuerpo como si fuera algún tipo de obra de arte abstracta, lo miras desde todos los puntos de vista concebibles en busca de significados o texturas ocultas. ¿Por qué, te preguntas, está este cuerpo aquí? ¿Qué omitió el artista en este cuadro? ¿Qué es lo que incluyó? ¿En qué pensaba el artista? ¿Qué diablos no encaja en este cuadro?
Buscas la causa. ¿Sobredosis? ¿Ataque al corazón? ¿Heridas de bala? ¿Cortes? ¿Se hizo esas heridas en la mano izquierda al intentar defenderse? ¿Joyas? ¿Cartera? ¿Los bolsillos vueltos del revés? ¿Rigor mortis? ¿Moratones? ¿Por qué hay un rastro de sangre con gotas dispersas en un reguero que se aleja del cuerpo?
Caminas por los bordes de la escena del crimen buscando balas disparadas, casquillos o restos de sangre. Haces que un agente de uniforme peine las casas o negocios cercanos, o, si quieres hacerlo bien, vas puerta a puerta tú mismo haciendo las preguntas que a los de uniforme jamás se les ocurriría hacer.
Entonces utilizas todo lo que tienes en el arsenal con la esperanza de que algo —cualquier cosa— funcione. Los técnicos del laboratorio forense recuperan armas, balas y casquillos para sus comparaciones balísticas. Si estás bajo techo, haces que los técnicos tomen huellas de las puertas y los pomos, de los muebles y de todos los utensilios. Examinas el cuerpo y lo que lo rodea en busca de cabellos o fibras, a ver si una vez, aunque sea por casualidad, el laboratorio de pruebas es capaz de resolver un caso. Buscas señales de alteraciones, cualquier cosa que parezca no encajar con su entorno. Si algo te sorprende—una funda de almohada suelta, una lata de cerveza vacía—, ordenas que un técnico lo recoja y se lo lleve también a control de pruebas. Entonces pides que los técnicos midan todas las distancias clave y fotografíen toda la escena del crimen desde todos los ángulos. Dibujas un esbozo de la escena del crimen en tu propia libreta, usando un crudo monigote hecho con palos para representar a la víctima, y apuntando la situación original de todos los muebles y de todas las pruebas recuperadas.
Asumiendo que los uniformes, al llegar a la escena, fueran lo bastante listos como para agarrar a cuantas personas anduvieran cerca y enviarlas a la comisaría, luego tienes que regresar a tu oficina y volcar tanta psicología callejera como seas capaz de reunir sobre la gente que descubrió el cuerpo. Haces lo mismo con unos pocos más que conocían a la víctima, compartían una habitación alquilada con la víctima, habían contratado a la víctima o se habían peleado, hecho el amor o fumado droga con la víctima. ¿Mienten? Por supuesto que mienten. Todo el mundo miente. ¿Mienten más de lo habitual? Probablemente. ¿Por qué mienten? ¿Se adaptan sus medias verdades a lo que sabes de la escena del crimen o te están soltando un cuento chino? ¿A quién deberías gritarle primero? ¿A quién deberías gritarle más fuerte? ¿A quién hay que amenazar con acusarle de cómplice del asesinato? ¿Quién se va a llevar el discurso de que va a salir de esa sala o como testigo o como sospechoso? ¿A quién se le ofrece la excusa —la Salida—, la insinuación de que ese pobre bastardo se merecía que lo mataran, de que cualquiera en su situación lo habría matado, de que lo mataron porque los provocó, de que no querían hacerlo y la pistola se disparó accidentalmente, de que dispararon en defensa propia?