Authors: David Simon
—Tengo que levantarme pronto —dice.
McLarney vuelve a negar con la cabeza.
—Ni hablar, Donald, no quiero ni oír hablar de esto. Has tenido un mal año, ¿y qué? Pues montas de nuevo, te concentras en otro caso y las cosas ya cambiarán. Ya sabes cómo es.
—No me gusta que me utilicen.
—No te han utilizado.
—Sí lo han hecho —dice Worden.
—Aún estás enfadado por lo de la calle Monroe, ¿verdad? No estábamos de acuerdo en eso, y no pasa nada, pero…
—No tiene nada que ver con la calle Monroe.
—¿Entonces qué pasa?
Worden hace una mueca.
—¿Es por lo de Larry Young?
—En parte —asiente Worden—. Definitivamente, tiene que ver con eso.
—Bueno, eso ha sido jodido, lo admito.
—Me han utilizado —repite Worden—. Para el trabajo sucio. Y no me gusta.
—Te han utilizado, de acuerdo —admite McLarney, reticente.
Worden gira imperceptiblemente la cabeza, y vuelve a ver al chico de la sudadera gris con el rabillo del ojo. Como un tiburón rodeando una lancha salvavidas, el muchacho está otra vez al otro lado del cruce, con las manos hundidas en los bolsillos, mirando a los dos hombres sin que dé la sensación de que los mira.
—Ya basta —dice McLarney. Se bebe el resto de la cerveza de un trago, y mete la mano en el bolsillo de su chaqueta mientras empieza a cruzar el aparcamiento. El chaval se ha movido otra vez, acercándose a los inspectores desde el otro lado de la calle.
—Terry, no vayas a dispararle —dice Worden, ligeramente divertido—. No quiero pasar mi primer día de vacaciones redactando un informe.
Cuando McLarney le alcanza, el chico ralentiza su caminar y parece confundido. El inspector jefe saca su placa y la mueve con un gesto que sólo indica irritación.
—Somos policías —le grita al chaval—. Ve a robar a otra parte.
El metal de la placa resplandece, y el chico ya ha salido disparado en dirección al otro lado de la calle, con las manos en alto como si fuera a rendirse.
—No voy a robar a nadie —grita por encima del hombro mientras se aleja—. Se ha equivocado, jefe.
McLarney espera a que el chaval desaparezca por la calle Madison luego vuelve a retomar la conversación.
—Somos policías y tú no —dice Worden, divertido—. Eso ha estado bien, Terry.
—Creo que le hemos jodido la noche —dice McLarney—. Ha perdido una media hora con nosotros.
Worden bosteza.
—Bueno, jefe. Creo que es hora de irnos para casa…
—Pues sí —dice McLarney—, porque se me ha terminado la cerveza.
Worden da un suave golpecito en el hombro a su superior, y vuelve a sacar el llavero de su coche.
—¿Dónde tienes el coche?
—En Madison.
—Te acompaño.
—¿Quién eres, mi novia?
McLarney se ríe.
—Te podría ir peor.
—No creo.
—Escucha, Donald —dice McLarney abruptamente—. Espera un tiempo. Estás de mala leche y no te culpo, pero las cosas cambian. Sabes que esto es lo que te gusta hacer, ¿no? No quieres hacer otra cosa.
Worden le escucha.
—Sabes que eres mi mejor hombre.
Worden le fulmina con la mirada.
—De verdad que sí. Y me jodería mucho perderte, pero no te estoy diciendo esto por esa razón. De veras que no.
Worden vuelve a fulminarle.
—Bueno, de acuerdo, quizá lo digo por eso. Quizá te la estoy metiendo doblada y lo único que pasa es que no quiero quedarme sólo en la oficina con un loco de atar como Waltemeyer. Pero tú ya me entiendes. Deberías pensártelo un poco…
—Estoy cansado —dice Worden—. Ya he tenido bastante.
—Has tenido un año terrible. Lo de la calle Monroe, los casos que te han tocado… No has tenido suerte, pero eso cambiará. Seguro que sí. Y esto de Larry Young, bueno, ¿a quién le importa, en serio?
Worden sigue escuchando.
—Eres un policía, Donald. Que les den a los jefes, olvídate de ellos. Siempre van a jodernos y así seguirán. ¿Y qué? Que los jodan. ¿Dónde irás si no, si no sigues siendo policía?
—Conduce con cuidado cuando vuelvas a casa —le dice Worden.
—Escúchame, Donald.
—Ya te he oído, Terry.
—Prométeme una cosa: que no harás nada sin hablar conmigo antes.
—Serás el primero en saberlo —dice Worden.
—De acuerdo —dice McLarney—. Así podremos mantener esta conversación por segunda vez. Podré practicar mi discurso.
Worden sonríe.
—Mañana libras, ¿no? —pregunta McLarney.
—Sí. Me voy de vacaciones. Diez días.
—Ah, sí. Vale, pues descansa. ¿Vas a alguna parte?
Worden niega con la cabeza.
—¿Vas a quedarte en casa, eh?
—Tengo trabajo en el sótano.
McLarney asiente aunque enmudece de repente. Las taladradoras, la pintura y el mortero, todas las facetas del bricolaje siempre han sido un misterio para él.
—Conduce con cuidado, Terry.
—Estoy bien —dice McLarney.
—Vale.
Worden se sube en el coche, enciende el motor y conduce el vehículo hasta los carriles vacíos de la calle Madison. McLarney regresa a su propio coche, esperando contra toda esperanza, y se pregunta si algo de lo que ha dicho esta noche tendrá la menor importancia en la decisión de Worden.
Es verano y la vida es fácil, dice Gershwin. Pero él no tuvo que investigar homicidios en Baltimore, donde el verano hierve y se abrasa y agrieta como si fuera un kilómetro de la carretera del diablo. De Milton a Poplar Grove, el calor es visible y se eleva en ondas desde el asfalto. Hacia el mediodía, el yeso de la fachada de la casa está caliente al tacto. No hay tumbonas en el jardín, ni aspersores ni piña coladas en un mezclador Waring de diez velocidades; el verano en la ciudad es calor y hedor y ventiladores de veintinueve dólares que escupen el maloliente aire de las ventanas de los segundos pisos de la mitad de las casas. Baltimore es un pantano de ciudad, construida en unos humedales de la bahía de Chesapeake por refugiados católicos temerosos de Dios que debieron de empezar a pensar que se habían equivocado cuando el primer mosquito del río Patapsco empezó a comerse su pálida y europea piel. El verano en Baltimore tiene su propia e implacable razón de ser, su propia masa crítica.
La temporada es un desfile interminable por las calles que tiene a la mitad de la población abanicándose en los escalones de entrada de sus casas, esperando la brisa del puerto, que parece que nunca consigue penetrar en la ciudad. El verano es un turno de cuatro a doce con porras y coches patrulla con detenidos en el distrito Oeste, con trescientos tipos duros en la acera de la avenida Edmonson entre Payson y Pulaski, mirándose con odio unos a otros y mirando a todos los coches de policía que circulan por esa calle. El verano es un refuerzo de noventa minutos en urgencias del Hopkins, un coro animal de maldiciones y promesas de los inquilinos de todos los calabozos de los distritos, una Promesa nocturna de una nueva piscina de sangre en el suelo sucio de linóleo de, otra vez, un restaurante de comida para llevar de la calle Federal. El verano es un apuñalamiento en un bar de Druid Hill, una batalla a tiros que dura diez minutos en el Terrace, una disputa doméstica de todo un día que termina con marido y mujer luchando juntos contra los policías. El verano es la estación de los asesinatos sin motivo, de los cuchillos de cortar carne con la hoja rota y de las palancas torcidas; es la época en que de verdad se vive peligrosamente, la estación de la venganza inmediata y desproporcionada, el habitat natural de los treinta y cinco grados centígrados y de la Discusión que Voy a Ganar. Un borracho apaga el partido de los Orioles en un bar de Pigtown; un chico del oeste baila con una chica del este en el centro recreativo frente a la calle Aisquisth; un chaval de catorce años choca con otro cuando ambos suben al autobús número 2: y la vida de todos y cada uno de ellos pende de un hilo.
En la mente de un inspector, el inicio del verano se puede fechar con precisión con el primer asesinato por falta de respeto que trae el calor. A pesar de que el respeto es el bien más escaso en la ciudad, de repente parece que es imprescindible defenderlo cuando el termómetro pasa de treinta grados. Este año el verano empieza una cálida noche de domingo en mayo, cuando un estudiante de dieciséis años del instituto Walbrook muere de una herida de bala en el estómago recibida durante una pelea que empezó cuando empujaron a un amigo y lo obligaron a entregar un polo que valía quince céntimos.
—Esto no ha tenido nada que ver con las drogas —dice Dave Hollingsworth, uno de los inspectores de Stanton, en una declaración destinada a tranquilizar a los periodistas y, a través de ellos, a las acaloradas masas—. Esto ha sido por un helado.
Es verano.
Cierto, las estadísticas sólo muestran un leve incremento de la tasa de homicidios durante los meses calurosos, si es que un aumento del 10 o 20 por ciento se puede considerar leve. Pero en la mente de cualquier inspector de homicidios, las estadísticas no dicen nada hasta que se suben a un coche patrulla del distrito Este para un fin de semana del 4 de julio. En las calles, el verano es algo con lo que hay que enfrentarse por mucha carne que luego pueda salvarse en los hospitales. Al diablo con los que la palman, te dirá un inspector veterano, son los atracos y agresiones con arma de fuego y los apuñalamientos y las palizas los que hacen que la brigada no pare en todo el verano. Más allá están los suicidios y las sobredosis y las muertes de personas sin nadie que las cuide, la típica rutina detallista de mierda que se vuelve insoportable cuando los cadáveres se pudren cerca de los cuarenta grados. Ni te molestes en mostrarle cuadros o gráficos a un inspector de homicidios, porque no significan nada para él. El verano es una guerra.
Si no, pregúntale a Eddie Brown una cálida tarde de julio en Pimlico mientras las chicas del barrio bailan unas con otras en los porches de las casas mientras los técnicos del laboratorio y los inspectores limpian una escena del crimen. Un joven ha muerto de un disparo que recibió sentado en el asiento del pasajero de un coche que circulaba por Pimlico hacia Greenspring en busca de otro tío que le encontró a él antes. Un asesinato a plena luz del día en una calle importante, pero el conductor del coche ha huido y nadie más ha visto nada. Brown saca una .32 cargada del coche mientras las chicas se mueven siguiendo un ritmo distorsionado por el altísimo volumen de los altavoces.
Primero un agudo gemido:
«
Hacen falta dos para que algo funcione
…»
Luego entra el bajo y otra soprano grita:
«…
hacen falta dos para hacerlo desparecer
.»
Número 1 con una bala. La canción del verano del gueto, con su profunda línea de bajos y esos gritos agudos en compás de a cuatro. Tambores monótonos, ritmo definido y una negrita de voz dulce repitiendo la misma letra de dos versos. En el este y el oeste, por toda la ciudad, los chicos de las esquinas de Baltimore luchan y mueren con la misma banda sonora.
¿Crees que el verano es una estación como las demás? Entonces pregúntale a Rich Garvey sobre el asesinato del 4 de julio en la calle Madeira en el distrito Este, en el que una mujer de treinta y cinco años termina un largo pleito con su vecina disparándole a bocajarro con un .32 y luego regresa a su casa y la deja agonizando en el suelo.
«
Hacen falta dos para que algo funcione
…»
Pregúntale a Kevin Davis por Ernestine Parker, una vecina de Pimlico de mediana edad que decide que lo peor no es el calor, sino la humedad, y le descerraja un tiro en la nuca a su marido con una escopeta. Y cuando Davis regresa a la oficina y entra los datos de Ernestine en el ordenador, descubre que es la segunda vez que muerde la manzana del pecado: había matado a otro hombre hacía veinte años.
«…
hacen falta dos para hacerlo desparecer
.»
Pregúntale a Rick James después de una mañana en las viviendas sociales de Hollander Ridge, donde un residente yace muerto en un colchón empapado de sangre tras haber subido tranquilamente arriba y haberse metido en la cama después de que una amiga lo apuñalase la noche anterior. O pregúntale a Constantine en su escena en la calle Jack, a media manzana de las viviendas de Brooklyn Homes, donde, en un dormitorio con sangre salpicada en las cuatro paredes, le aguarda el cadáver de una mujer de noventa años. Agredida, violada y sodomizada, la anciana fue finalmente asfixiada con una almohada, acabando así su calvario.
«
Hacen falta dos
…»
Pregúntales a Rick Requer o a Gary Dunnigan sobre esa pelea domestica del noroeste, aquella en la que el hombre muerto tiene un agujero tan profundo en la garganta que le puedes ver todo el tórax por él y su novia afirma que él siempre le pedía que le atacase con los cuchillos de cocina, para así demostrarle lo mucho que dominaba las artes marciales. O pregúntale a Worden y James sobre el cretino que trató de robar en una casa adosada del este de Baltimore sólo para ver cómo el sorprendido pero atlético inquilino usaba su propia pistola contra él. Se dispara un solo tiro durante la pelea y el hombre cae sobre el sofá agonizando.
—¡Levántate y lárgate antes de que te vuele los sesos! —dice el propietario de la casa, con la pistola en la mano.
—Ya lo has hecho —dice el ladrón, antes de perder el conocimiento.
El verano no necesita ningún motivo. Es una razón por sí mismo. Si no, pregúntale a Eddie Brown sobre el chaval de quince años que dispara a su amigo con un .22 defectuoso el sábado de Preakness en Cherry Hill y luego se niega a hacer ninguna declaración a la policía, convencido de que le juzgaran como menor. Luego pregúntale a Donald Kincaid sobre Joseph Adams, que se desangró de camino al Hospital Universitario después de haberse metido en una pelea con un adolescente de catorce años que le empujó a través del vidrio del escaparate de una tienda, un trozo del cual le cayó en la garganta como una guillotina de vidrio.
«
Hacen falta dos
…»
Cuerpos por todas partes mientras junio se desangra en julio, e incluso entre hombres para los cuales cierta indiferencia ante las debilidades y miserias humanas es una capacidad necesaria para la supervivencia, el verano produce su propio tipo de enfermedad. Esta es la unidad de homicidios del DIC, señor, y ni el calor ni la lluvia ni la melancolía impedirán que estos hombres se muestren insensibles. ¿Chistes crueles? Los más crueles. ¿Humor patibulario? El más patibulario. Y, preguntas, ¿cómo pueden hacerlo? Volumen. Así es, volumen. No van a permitir que se les venda más de lo que les corresponde, ni tampoco menos: no van a resolver ningún crimen antes de que llegue el momento.