Authors: David Simon
Una antigua tradición del Departamento de Policía de Baltimore dicta que un hombre que haya recibido un disparo en acto de servicio, al volver a trabajar, puede incorporarse a cualquier puesto que quiera para el que esté cualificado. Ese verano, cuando McLarney se preparaba para volver a ponerse el uniforme, Rod Brandner aceptaba su pensión y dejaba atrás el cuerpo y una reputación de ser uno de los mejores inspectores jefe que jamás habían trabajado en la unidad de homicidios. Brandner había reunido una buena brigada y trabajaba para D'Addario, lo que significaba que McLarney también trabajaría para un teniente cuya benevolencia era conocida por todos.
Regresó al sexto piso expresando poco orgullo por haber recibido un disparo y poco interés en contar una y otra vez la historia. A veces admitía que le divertía el nuevo estatus que aquello le había conferido. Siempre que se desencadenaba una tormenta de mierda, McLarney simplemente sonreía, negaba con la cabeza y decía:
—A mí me dejarán en paz. Soy un agente al que hirieron en cumplimiento del deber.
Con el tiempo, esa frase se convirtió en una de las bromas favoritas de la unidad. McLarney salía con el rostro totalmente serio de alguna reunión en el despacho del capitán, y Landsman le seguía el juego.
—¿Se te ha cagado encima el capitán, Terr?
—No, que va.
—¿Cómo lo has evitado? ¿Le has enseñado las cicatrices?
—Sí.
—Eres el puto amo. Cada vez que el capitán empieza a ponerse caliente, aquí McLarney se desabrocha la camisa.
Pero no estaba orgulloso de esas cicatrices. Y con el tiempo empezó a referirse a cuando le dispararon como la cosa más irresponsable que había hecho nunca. Su hijo, Brian, tenía entonces ocho años, y le dijeron que su padre había resbalado y se había caído por las escaleras. Pero un día o dos después, el niño oyó al padre de McLarney hablando con un amigo de la familia por teléfono, y luego se fue a su cuarto y empezó a tirar cosas contra las paredes. Con un niño de esa edad, les diría más tarde McLarney a sus amigos, yo no tenía ningún derecho a que me disparasen.
Al final, de lo que más se enorgullecía era de un detalle menor. Cuando las balas le dieron en la avenida Arunah, Terrence McLarney no cayó al suelo. Se quedó en pie, disparando su arma hasta que abatió al sospechoso. Raeford Barry Footman, de veintinueve años, murió dos días después del incidente a causa de complicaciones producidas por una herida de bala en el pecho. Cuando recuperaron la bala en la autopsia, descubrieron que había salido del revólver reglamentario de McLarney.
Algún tiempo después del tiroteo, un inspector le trajo a McLarney una impresión de la ficha de antecedentes del muerto, que tenía varías páginas. McLarney revisó la ficha hasta quedar satisfecho. Destacó en particular que Footman acababa de salir en libertad condicional tras haber sido condenado por un delito. No quiso ver una foto de identificación del hombre muerto, ni quiso leer el expediente del caso. A McLarney aquello le parecía que era ir demasiado lejos.
McLarney se sienta en el escritorio de Dunnigan en el despacho de al lado y escucha el ritmo pausado de una joven que solloza desconsoladamente tras la puerta de la sala de interrogatorios. Las lágrimas son reales, McLarney lo sabe.
Se inclina por encima de la mesa, escucha a la joven que intenta tranquilizarse en la habitación de al lado, mientras los hombres que la interrogan repasan su declaración una vez más. Tiene la voz rota y se está sorbiendo los mocos. La chica siente dolor, incluso algo parecido a la pérdida, tan genuina como la provocada por Gene Cassidy. Y eso para McLarney, es ligeramente obsceno.
D'Addario sale de su despacho, se acerca a la sala de interrogatorios y mira a través de la ventana de cristal.
—¿Cómo va?
—En el bote, teniente.
—¿Tan pronto?
—Ha largado sobre Butchie.
Butchie. Lágrimas para Butchie Frazier.
El ataque de lágrimas empezó hace una media hora, cuando finalmente lograron romper la historia de Yolanda Marks y la verdad empezó a brotar de sus labios a trompicones. En la sala de interrogatorios, McLarney escuchó sus sollozos hasta que se pasó con las contradicciones y la moralidad fracturada. Se obligó a pronunciar un bonito discurso, y le dijo a una jovencita de Baltimore Oeste que estaba haciendo lo correcto. Le dijo quién era Butchie Frazier y lo que había hecho, y por qué tenía que terminar así. Le habló de Gene y Patti Cassidy, y del niño que no había nacido, le habló de la oscuridad que permanecería para siempre.
—Piensa en eso —le dijo.
Hubo un silencio, un minuto o dos durante los cuales la tragedia de otra persona cobró forma en la mente de la chica. Pero cuando McLarney abandonó la sala y ella volvió a sollozar, las lágrimas ya no tenían nada que ver con Gene Cassidy. La verdad, pura y simple, era que Yolanda Marks estaba enamorada de Butchie Frazier y que lo había entregado.
—¿Aún está declarando? —pregunta Landsman, entrando en el despacho anexo.
—Sí —dice McLarney, distraído mientras abre el primer cajón del escritorio de Dunnigan—. Vamos a pasar a limpio la declaración.
—¿Qué se cuenta?
—Está hecho.
—Eh, genial, Terr.
Landsman desaparece en su despacho y McLarney saca un puñado de clips del cajón, los alinea encima del escritorio y empieza a torturar al primero, retorciéndolo entre sus dedos regordetes.
Los dos últimos días les han permitido trabajar bien, y esta vez no han fallado. La investigación ha sido pausada y fría, precisa como no podría haberlo sido en las horas inmediatamente posteriores al tiroteo. Habían sido días de rabia y de frustración, pero el tiempo y la necesidad sublimaron esas emociones. Para McLarney, la investigación del asunto Cassidy aún era una cruzada, pero impulsada por la razón deliberada en lugar de una venganza desnuda.
El viaje de Yolanda Marks a la sala de interrogatorios empezó hace más de una semana, cuando McLarney y los dos policías que le acompañaban en la investigación trajeron dos testigos reacios —el chico de dieciséis años y su hermana menor— a la oficina del fiscal, en la central. Allí los inspectores y los fiscales llevaron a cabo una serie de entrevistas previas al juicio, para obtener detalles adicionales acerca del tiroteo, información que luego debe corroborarse para fortalecer algún testimonio ya existente o, mejor aún, que quizá lleve a localizar más testigos. En concreto, McLarney quería identificar y encontrar a las chicas que supuestamente acompañaban a la de trece años cuando el crimen tuvo lugar.
Habida cuenta de lo jóvenes que eran los testigos, y que en la oficina del fiscal el entorno solía intimidar a los visitantes, a los inspectores les sorprendió tener que presionar a la chica para que revelara el nombre de sus amigos. Cuando por fin empezó a hablar, McLarney y los otros anotaron apodos o sobrenombres —Lulu, Renee, Tiffany y Munchkin— que presuntamente vivían en los bloques de apartamentos Murphy. McLarney, Belt y Tuggle se fueron para allá y localizaron a un buen número de muchachas que respondían a esos nombres, pero que no sabían nada del tiroteo. Tampoco parecían conocer a la testigo de trece años.
De nuevo, McLarney envió a los agentes a que buscaran el Ford Escort negro que Clifton Frazier había conducido, supuestamente, para alejar a Owens de la escena del tiroteo. Pero no existía ningún coche parecido que pudiera relacionarse con Owens o Frazier, aunque los policías se pasaron varios días haciendo el seguimiento de todos los Escorts negros que localizaron cerca de la escena.
El esfuerzo por confirmar las declaraciones de sus dos testigos no iba a ninguna parte. Además, los abogados de la defensa habían logrado varios testigos de la coartada de los acusados, gente dispuesta a testificar que Anthony Owens ni siquiera estaba en la calle Appleton cuando se produjo el tiroteo. Algo no iba nada bien, y McLarney, consciente de que se acercaban peligrosamente a un callejón sin salida, volvió a la casilla número uno. Hacía tres días, había vuelto a repasar el informe del caso desde el principio. Revisó las declaraciones iniciales de los vecinos que estaban de pie entre el gentío durante el tiroteo, y que los agentes acompañaron a la central para tomarles declaración. Había varios que afirmaron no saber nada y que se acercaron a la cena atraídos por el ruido y los demás espectadores. No tenía nada que perder, así que McLarney decidió mandar que se comprobasen las declaraciones por segunda vez. Los agentes hicieron una segunda ronda de entrevistas a los testigos. Al cabo de un día de callejeo, finalmente localizaron a un vecino de la calle Mosher llamado John Moore.
La noche del tiroteo, los agentes habían mandado a Moore a la central, donde declaró a los inspectores que había oído los disparos, pero que no había visto nada. Esta vez, después de varias horas de fricción en la sala de interrogatorios, su historia cambió.
De hecho, Moore no había visto el tiroteo, pero sí vio todo lo que había sucedido antes. Estaba en el porche la noche del 22 de octubre observando a Clifton Butchie Frazier y a una chica que no conocía mientras avanzaban en dirección oeste por la calle Mosher hacia Appleton. Unos segundos más tarde, Frazier y la chica también doblaron esa esquina.
Luego llegaron los disparos. Los tres.
Cuando le preguntaron si había alguien en la esquina de Mosher con Appleton, Moore dijo que no, que en el momento en que sonaron los disparos no vio a nadie. Volvió a ratificar su historia, esta vez refiriéndose a un amigo de diecinueve años que le acompañaba en el porche.
El segundo testigo confirmó la secuencia de los hechos tal y como la recordaba Moore, y añadió dos detalles más. En primer lugar, que, cuando el coche patrulla se topó con la pareja en la calle Mosher, el agente que lo conducía y Butchie Frazier se habían cruzado la mirada durante unos segundos. Y lo que era más importante, la muchacha con la que Frazier estaba se llamaba Yolanda. Vivía después de la esquina de la calle Monroe. Y sí, si tuviera que hacerlo, podía decirles cuál era la casa.
A primera hora de esa mañana, McLarney y dos de los inspectores se habían instalado en la entrada frente a esa hilera de casas de Baltimore Oeste, y esperaron a que Yolanda Marks recogiera sus cosas para acompañarla al Cavalier. Era una cosa de cara triste, diecisiete años y profundos ojos marrones muy dados a la lágrima. Empezó a llorar en cuanto puso los pies en la central y cerraron la puerta de la sala de interrogatorios. Yolanda era menor de edad, así que, por supuesto, su madre vino con ella, y eso fue una suerte. Porque después de agotar todos los llamamientos a la decencia, la moral y hasta las amenazas veladas, su progenitora entró en la sala y le dijo a su hija que se pusiera las pilas e hiciera lo correcto.
Yolanda se secó los ojos, volvió a llorar otro poco y luego se embadurnó los ojos otra vez. Después, por primera vez, McLarney supo lo que verdaderamente sucedió en el intento de asesinato del oficial Eugene Cassidy.
—Butchie le disparó al poli.
Según la chica, todo sucedió en menos de un minuto. Cassidy ya había salido del coche patrulla y esperaba a que la pareja apareciera por la esquina de Appleton.
—Quiero hablar contigo.
—¿Qué pasa?
—Pon las manos contra la pared.
Butchie Frazier empezó a obedecer, y de repente sacó una pistola del bolsillo derecho de su chaqueta. Cassidy era zurdo y trató de agarrar el arma de Frazier con su mano izquierda, de modo que no pudo sacar su propio revolver de la funda en su cadera izquierda. Mientras Cassidy aún luchaba por la posesión de la pistola, Frazier apretó el gatillo. El primer disparo no le dio. El segundo apuntó al lado izquierdo de la cara de Cassidy, y Frazier disparó dos veces más.
Cassidy cayó sobre la acera, a pocos metros de su coche patrulla. Frazier salió corriendo con la pistola por un callejón lateral. Yolanda gritó, volvió a la calle y luego dio una vuelta para regresar a su casa en la calle Monroe, donde le contó a su madre lo que había pasado. En ese momento, ni a la madre ni a la hija se les ocurrió llamar a la policía. Ni tampoco lo hizo John Moore, que declaró no saber nada de lo que sucedió la noche de los hechos. El amigo de Moore también se negó a testificar hasta que los inspectores le presionaron más. Y otra pareja, que caminaba por la calle Appleton y vio de lejos el forcejeo entre Frazier y el agente, tampoco se presentó para testificar. Los localizaron cuando Moore y su amigo empezaron a dar los nombres de las demás personas que estaban en la calle durante el tiroteo.
Baltimore Oeste. Te sientas en el porche, bebiendo una lata de Colt 45 envuelta en una bolsa de papel marrón, y ves un coche patrulla que dobla lentamente la esquina. El agente se baja del coche. Ves la pistola, distingues la pelea, oyes los disparos, te asomas para ver a los enfermeros meter el cuerpo del policía herido en la parte trasera de la ambulancia. Luego vuelves a tu casa adosada, abres otra lata, te sientas frente al televisor y miras la reemisión de las noticias de las once, después vuelves a sentarte en el porche.
McLarney conoce la zona oeste y se sabe el código al dedillo. Pero incluso después de tantos años en la calle, aún le parece increíble que Puedan pegarle dos tiros en la cabeza a un policía y que nadie en el barrio abra la boca. Así que, cuando Yolanda Marks da su brazo a torcer, McLarney deja de torturar los clips de papel de su mesa y vuelve a la sala de interrogatorios como si fuera puro e inocente, y le habla de la tragedia humana, de las vidas que jamás volverán a ser las mismas Luego se va sabiendo que nada de lo que diga detendrá las lágrimas de la chica.
Más tarde, cuando McLarney llama a Cassidy y le cuenta lo que ha descubierto del incidente en la calle Appleton, Cassidy se percata de que conoce al tipo que intentó matarlo. Clifton Frazier era el matón del vecindario de la zona de Cassidy, un traficante de drogas arrogante que la semana antes había dejado inconsciente de una paliza a un anciano del barrio. El viejo perdió un ojo a causa del ataque. Frazier le había dado porque la víctima le había visto abofetear a una mujer en plena calle y había tenido la temeridad de increparle y decirle que la dejara en paz. Cassidy sabía lo de la paliza porque llevaba días en busca de Frazier para detenerlo.
Para Cassidy, lo de la calle Appleton por fin encajaba. Más que eso, tenía sentido. No le habían disparado sólo porque se había acercado a una esquina peligrosa de un barrio de traficantes, como un recluta novato y descerebrado cualquiera. Le habían disparado mientras cumplía con su deber, intentando —igual que había hecho con un quinceañero en una habitación de hospital— detener a un hombre con orden de busca y captura. Podía vivir con eso. Tendría que vivir con eso.