Authors: David Simon
—He cometido un crimen muy grave y debo ser castigado —dice.
—Señor Baskerville, ¿hay más como usted en su casa? —pregunta Tomlin.
Y como Latonya Wallace, existen esas víctimas que llegan de vez en cuando, y cuya muerte no es la consecuencia inevitable de una disputa doméstica o una carrera de química aplicada que se ha torcido. Hay pobres tipos, como Henry Coleman, un taxista de cuarenta años que se ha equivocado de pasajero esa noche, y coge a la muerte entre Broadway y Chase; Mary Irons, de diecinueve años, que conoce en la discoteca a un tipo con el que ya no bailará más porque la encuentran, apuñalada, detrás del patio del instituto del barrio; y Edgar Henson, de treinta y siete años, que se cruza con un grupo de adolescentes, al salir de un 7-Eleven de la zona este, le anuncian que esto es un atraco y sin esperar empiezan a dispararle. La banda se lleva un botín de dos dólares, y dejan una botella de leche y una lata de guisado Dinty Moore.
Tampoco Charles Frederick Lehman, de cincuenta y un años, cenará esa noche. Es un empleado del Hospital Church Home, que emplea sus últimos momentos en este mundo en comprar una cena crujiente extra de dos piezas en el Kentucky Fried Chicken de la calle Fayette. Lehman no termina de andar los seis metros que hay desde el restaurante hasta su Plymouth. Lo encuentran derrumbado en el asfalto mojado, sin la cartera, con su cena de pollo esparcida a su alrededor. Desde el interior del restaurante, un cliente ha sido testigo de la llegada de los tres jóvenes y del rápido forcejeo; ha oído el disparo y ha visto caer a la víctima. Se queda mirando también mientras uno de los chicos registra metódicamente los bolsillos del muerto, y luego cuando echa a correr y cruza la calle hacia los bloques de pisos Douglass Homes. Pero el testigo tiene sesenta y siete años y es miope, y sólo puede informar de que se trataban de tres jóvenes negros. El coche del muerto se lo lleva la grúa, a la central, para procesarlo con la esperanza de que alguno de los chicos tocara el coche y dejara una huella limpia. Cuando eso falla, sólo queda la llamada anónima, la voz de un hombre blanco que le dice Donald Kincaid que un compañero de trabajo negro le contó que había visto a tres chicos —de los que conocía a uno— corriendo como gamos por los bloques Douglass Homes después del incidente. Pero el compañero de trabajo no quiere testificar. Ni tampoco el informante anónimo.
—No tendrá que dar su nombre. Sólo hace falta que hable conmigo, igual que ha hecho usted —suplica Kincaid—. Dígale que me llame, porque la verdad es que es la única pista que tengo.
La voz al otro lado del hilo promete intentarlo, pero Kincaid lleva una docena de años en la unidad de homicidios y, cuando cuelga el auricular, sabe con toda probabilidad que esa llamada no llegará jamás.
Deciden seguir al pie de la letra el informe psicológico del FBI, así que Pellegrini y Landsman traen al Pescadero para que lo interroguen en la central a primera hora de la mañana, cuando supuestamente el individuo de costumbres nocturnas se sentirá más vulnerable, menos cómodo. Luego hacen lo imposible por convencerle de que la situación no está bajo su control, que, gracias a la persistencia de los inspectores, a su precisión milimétrica y al tremendo poder de sus herramientas tecnológicas y científicas, van a descubrirle.
De camino a la sala de interrogatorios pasan adrede por delante del laboratorio científico. Generalmente los domingos por la mañana está cerrado, pero esta vez han abierto las salas del quinto piso, y los propios inspectores han puesto en marcha todos los aparatos de medición y análisis. Quieren intimidar al sospechoso, y por eso han preparado una elaborada pantomima, para ponerle nervioso incluso antes de que se siente en la silla. En un mostrador, están la ropa ensangrentada de la ruña, cuidadosamente desplegada y a la vista. En otra mesa, sus libros y la mochila.
Terry McLarney y Dave Brown se han vestido con batas blancas y observan escrupulosamente las prendas de la niña muerta, esforzándose por parecer intensamente profesionales y eruditos. Da la impresión de que se están poniendo las botas amasando pruebas e indicios, a tenor de su ajetreado ir y venir entre las ropas y los aparatos del laboratorio.
Mientras camina junto al Pescadero y pasan de largo la escena Pellegrini estudia al sospechoso. El viejo parece no perderse un detalle pero su semblante es pétreo. No reacciona. El inspector hace subir al sospechoso por una escalera trasera y ascienden un tramo hasta la planta donde se encuentra la unidad de homicidios, al lado de la pecera, hasta llegar a la máxima autoridad geográfica, el despacho del capitán. Con su enorme escritorio y la silla de alto respaldo, con impresionantes vistas del horizonte de Baltimore, esta oficina dota de prestigio a todo el proceso que está a punto de empezar. Antes de leerle sus derechos, Pellegrini y Edgerton se aseguran de que el Pescadero no se pierda los mapas ni las fotografías aéreas que han tomado de la zona, así como las imágenes impersonales de la cara de la niña muerta. Las sacó el fotógrafo de la oficina del forense, y están expuestas en paneles y pizarras que recorren toda la estancia. Dejan que vea su propia foto identificativa, colgada en el mismo tablero donde está la imagen de la niña. Hacen todo lo que está en su mano para convencer al mejor sospechoso que tienen de la muerte de Latonya Wallace de que están a punto de conseguir —si no las tienen ya— pruebas físicas de su crimen, de que se encuentran en una posición de poder y de que es inevitable, que le van a descubrir y castigar.
Así que van a por él. Primero Pellegrini, luego Edgerton. Hablan alto y rápido, luego susurran, arrastran las palabras, son lacónicos, gritan, le hacen preguntas, vuelven con lo mismo. Al otro lado de la puerta, Landsman y los demás escuchan el asalto, esperando que algo provoque al viejo, que salte y puedan arrancarle el principio de una confesión, así tengan que sacar las palabras de la garganta del Pescadero una a una. Los inspectores se turnan: uno deja la oficina, otro vuelve, regresa el primero, luego el segundo, y cada vez arremeten con una estrategia nueva, con preguntas distintas, sugeridas por los que escuchan en silencio al otro lado de la puerta.
La confrontación está perfectamente coreografiada, tanto que muchos de los inspectores llegan a convencerse de que por una vez el turno ha logrado montar un caso alrededor de una única bola roja, haciendo todo lo humana y legalmente posible para obtener una confesión del sospechoso del crimen. Pero el viejo se queda sentado en la oficina del capitán y no parece impresionado. Es de piedra, una masa sólida y estoica, sin temor ni angustia; tampoco está enfadado por ser sospechoso de un asesinato y del abuso de una niña. Contesta a todos los argumentos con la más férrea de las negativas y se remite vagamente a sus primeras declaraciones. No tiene coartada para el martes. No admite nada.
Al principio del interrogatorio, Pellegrini cede la primacía a Edgerton, que ha peleado en batallas como esta. Algo incómodo, escucha cómo Edgerton pone sobre la mesa todo lo que tienen. Intenta convencerle de su omnisciencia, y le cuenta al Pescadero que sabe lo de las niñas, que estas le han contando cómo se porta con ellas. Sabemos lo de la antigua acusación de violación, le dice Edgerton. Sabemos por qué aún no tiene una coartada.
Pellegrini escucha al veterano inspector mientras carga con su mejor estilo contra el viejo, y se da cuenta, demasiado tarde, de que no basta con eso, de que no está logrando nada. Hora tras hora, Edgerton escupe palabras y frases con esa cadencia neoyorquina de dos tiempos, pero Pellegrini casi puede palpar la creciente indiferencia del viejo. Los inspectores tienen sospechas, probabilidades, meros principios de un caso circunstancial. Lo que no tienen son pruebas: ni un ápice de verdaderas pruebas, esas que rompen a un hombre en pedacitos hasta admitir lo que nadie quiere confesar voluntariamente. Están en la sala, disparándole todo lo que tienen, y no tienen nada.
Si no se equivocan —y el Pescadero abusó de Latonya Wallace y luego la mató—, entonces sólo tendrán un par de ocasiones para arrancarle la verdad, unas pocas sesiones como esta. El pasado sábado fue el primer mordisco de la manzana, y ahora, con el plato vacío, están echando a perder el resto del banquete.
Edgerton empieza a cansarse y Pellegrini le sustituye, recoge algunos de los hilos de los que aún no han tirado. Le hace preguntas abiertas al hombre, espera obtener de él algo más que respuestas monosílabas. Intenta explorar lo que sentía por la niña muerta. Pero son preguntas al azar, disparos a ciegas, independientes de cualquier planificación coherente y científica. Pellegrini observa la cara inmóvil del viejo y maldice para sus adentros. Está encerrado en una sala con sus mejores inspectores, tiene entre manos al sospechoso más probable, pero ningún triunfo, ni una mísera azada con la que cavar en el alma de este hombre.
De nuevo, a Pellegrini le invade el persistente remordimiento, la misma idea inquietante de que el caso se le escapa entre los dedos. En el momento más importante de la investigación, el interrogatorio, le ha cedido el mando a Edgerton. Pero este no tenía ningún plan; maldita Sea, ninguno de ellos lo tenía.
Todas sus esperanzas descansaban en la posibilidad de que al Pescadero le intimidara el despliegue de experiencia, conocimientos y autoridad. Que tuviera miedo, el suficiente como para confesar. Pellegrini se pregunta si el sospechoso es capaz de sentir ese tipo de miedo. Al caminar a lo largo del laboratorio, ni siquiera ha parpadeado. Tampoco ha reaccionado al ver las fotos de la morgue. O es un verdadero inocente o un sociópata como la copa de un pino.
Después de ocho horas llaman a un coche patrulla de la central; primero Pellegrini y luego Edgerton se rinden a la frustración y al agotamiento. El tendero espera tranquilamente sentado en el sofá de plástico verde, al lado de la pecera, hasta que llega un agente para acompañarle de regreso a la calle Whitelock. Entonces, el Pescadero se levanta lentamente y arrastra los pies por el pasillo del sexto piso, de nuevo libre.
Dos noches después, Pellegrini se presenta a su turno de medianoche, comprueba la lista de agentes y descubre que es el único inspector en activo. Fahlteich está de vacaciones, Dunnigan y Ceruti tienen la noche libre, y Rick Requer, que acaba de volver de una baja con el brazo roto, aún está a medio gas.
—Ya podéis iros —le dice a Kincaid y a los otros que hacen el turno de cuatro a doce, después de tomarse un café.
—¿Dónde está el resto del turno? —pregunta Kincaid.
—Soy yo.
—¿Tú?
—Eh, qué pasa —dice Pellegrini—. Una ciudad, un policía.
—¡Mierda, Tom! —dice Kincaid—. Espero que el teléfono no suene.
Pero lo hace. Y a las cinco de la madrugada, Pellegrini se encuentra de pie en un charco de orina en un callejón estrecho y oscuro entre dos bloques de la calle Clay, mirando los restos de un habitante de la noche, un desgraciado sin hogar que tiene la cabeza aplastada y los pantalones bajados hasta las rodillas. Sólo quería un lugar caliente donde defecar, y le apalearon hasta la muerte por eso. No puede haber un crimen que tenga menos sentido que este.
Esa mañana, el teniente administrativo le deja claro a Pellegrini que sigue siendo el inspector principal del caso Latonya Wallace, y le ordena abandonar el expediente 88033, el asesinato de Barney Erely, de cuarenta y cinco años, sin dirección conocida, en manos de la cuadrilla de Roger Nolan. Esta decisión no hace de Nolan el hombre más feliz de la unidad de homicidios.
Transferir el caso a otro no sirve de nada. En un mundo con más crímenes que inspectores, esta es una ciudad en la que el tiempo no se detiene, ni siquiera para Latonya Wallace. Una semana más tarde, Pellegrini y Gary Dunnigan están solos en el turno de medianoche cuando suena el teléfono. Un apuñalamiento con resultado de cadáver en la zona sureste.
Y Pellegrini vuelve a entrar en la rueda.
No hay testigos y no hay motivo. Han apuñalado a una mujer de cuarenta años, la han vuelto a apuñalar y después, al parecer, le han pegado un tiro en la cabeza a corta distancia. Al menos, se dice Rich Garvey, ha muerto dentro de una casa.
Wilson, el técnico de laboratorio, deja de sacar fotografías el tiempo suficiente para que se recargue el flash de la cámara, y Garvey aprovecha el respiro para recorrer una vez más la habitación, repasando mentalmente la lista de lo que hay que hacer. Casi se oyen las tarjetas dando vueltas en su cabeza.
—Eh, ¿dónde está tu amigo? —le pregunta Wilson.
El inspector levanta la cabeza, distraído.
—¿Mi amigo?
—Ya sabes, tu compañero, McAllister.
—Hoy es su noche libre.
—¿Te ha dejado solo, eh?
—Eso, al bueno de Garvo siempre le chutan los casos difíciles… ¿Has sacado una foto de la ropa que está ahí en el suelo, al lado de la puerta?
—Unas cuantas.
Garvey asiente.
Un vecino encontró a Charlene Lucas. Se trata de un hombre de mediana edad que vive en el apartamento de arriba. Al irse a trabajar a las cinco de la mañana, se ha dado cuenta de que la puerta del piso de Charlene estaba entornada, y al volver, poco después de las cuatro de la tarde, que seguía abierta. La ha llamado, luego se ha adentrado en el apartamento lo suficiente como para ver las piernas de la mujer en el suelo.
Los enfermeros han llegado y dictaminado que estaba muerta a las cuatro y cuarenta minutos, y Garvey ha aparecido en la calle Gilmor unos quince minutos después. La escena del crimen ya estaba precintada, y los agentes de la zona oeste se habían ocupado de mantener alejados a los curiosos y dejar pasar a los residentes del edificio de ladrillo rojo. Se trata de una hilera de casas de tres pisos recientemente renovadas, con apartamentos pequeños de una sola habitación, en los que, al parecer, el contratista había hecho un buen trabajo. El bloque de pisos donde vivía Lena Lucas estaba en una de las zonas más estropeadas del sector oeste, y por el aspecto del edificio, era uno de los mejor conservados del vecindario. Se notaba la labor de rehabilitación, cada uno de los apartamentos contaba con alarmas antirrobo y cerrojos, e interfonos conectados al timbre de la puerta principal.
Al subir hasta el rellano del segundo piso, Garvey enseguida se da cuenta de que las puertas no están forzadas, ni la de la entrada principal ni la del apartamento. Tanto en el salón como en la habitación de atrás, las ventanas están cerradas.