Authors: David Simon
Y, sin embargo, McLarney era uno de los hombres más inteligentes y conscientes de sí mismos de homicidios. Era el Falstaff de la unidad, su auténtico coro cómico. Las bromas pesadas y los insultos elaborados y extraños eran patrimonio de Jay Landsman, pero el humor de McLarney, sutil y modesto, capturaba muchas veces a la perfección la sutil camaradería que resulta del trabajo policial. Durante varias generaciones, los inspectores de homicidios de Baltimore seguirán contando historias de T.P. McLarney. McLarney, que como inspector jefe pasó un solo día compartiendo oficina con Landsman antes de enviarle un memorando confidencial a D'Addario en el que, con total seriedad, decía: «El inspector jefe Landsman me mira de forma extraña. Me preocupa que me considere un objeto sexual». McLarney, que después de cuatro cervezas hablaba utilizando metáforas sobre el fútbol americano y que siempre daba a sus inspectores el mismo consejo: «Mis hombres deben salir al partido con un plan. No hace falta que yo sepa cuál es, pero deben tener uno». McLarney, que en una ocasión condujo hasta su casa durante un turno particularmente ocupado para rescatar a su esposa e hijo de un amenazador ratón, al que mató con su .38 en el armario del dormitorio. («Lo limpié—dijo al regresar a la oficina—. Pero durante un rato me planteé dejarlo donde estaba como aviso para los demás.»)
Al mismo tiempo, McLarney era un investigador incansable que trabajaba sus casos con esmero y precisión. Su mejor momento llegó en 1982, como investigador principal de los asesinatos Bronstein, un inefable crimen en el que una anciana pareja judía fue asesinada a puñaladas y abandonada en el salón de su hogar en Pimlico. Los dos asesinos, sus novias e incluso un primo de trece años regresaron a la casa varias veces para pasar por encima de los cuerpos y llevarse todos los objetos de valor que pudieron. McLarney trabajó en el caso durante semanas y localizó algunos de los objetos robados en una valla de las viviendas sociales de Perkins Homes, donde consiguió los nombres de dos sospechosos que luego serían sentenciados a muerte y a cadena perpetua sin libertad condicional, respectivamente.
Como en la investigación Bronstein, McLarney daba el do de pecho en los casos en los que la víctima era una mujer. Era un prejuicio que persistió cuando regresó a homicidios como inspector jefe. En la brigada de McLarney, los detectives a los que les tocaba un caso con una víctima femenina recibían la constante atención y consejos de su inspector jefe, un policía gobernado por la opinión tradicional y sentimental de que, aunque los hombres puedan violar la ley matándose unos a otros el asesinato de una mujer sí que es una verdadera tragedia.
—Esto —decía, mirando las fotos de la escena del crimen y ajeno al melodrama—clama venganza.
Se había graduado en la academia en marzo de 1976 y le destinaron al Central, pero incluso entonces pensaba seriamente en sacarse Derecho, incluso quizá en trabajar como fiscal, una alternativa a la que lo animaba su esposa, Catherine. McLarney se enroló en el programa de Derecho de la Universidad de Baltimore al mismo tiempo que su sargento de sector lo emparejó con Bob McAllister en un coche patrulla en el puesto de la avenida Pennsylvania. Era una existencia extraña y esquizofrénica: se pasaba el día en la clase de primer curso discutiendo daños y perjuicios y contratos, y luego las noches, respondiendo a llamadas de Lexington Terrace y Murphy Homes, las peores torres de viviendas sociales de la ciudad. En ese puesto, muchos incidentes parecían requerir el uso de las porras, y ambos hombres aprendieron que podían luchar cuando lucha era lo que traía el día. Las torres del lado oeste eran un mundo en sí mismas, ocho torres de decadencia y desesperación que se habían constituido en un supermercado de cocaína y heroína abierto las veinticuatro horas del día. Y, por si el territorio no era lo bastante malo, los dos hombres pasaron juntos los disturbios del 79, un suceso que los veteranos llamaban simplemente los «Juegos Olímpicos de Invierno», y durante los cuales una Baltimore nevada fue saqueada a fondo por sus propios habitantes. Era McAllister quien mantenía a la pareja equilibrada; la mayoría de las veces él era quien calmaba las cosas, la voz de la razón. A primera hora de la mañana, los dos aparcaban el coche en algún sitio del Central, y McAllister le leía a McLarney preguntas de un libro de texto jurídico, devolviéndole a la tierra tras una larga noche en los barrios bajos. Tranquilo, sensible y capaz de reírse de sí mismo, Mac era el puente entre los dos mundos, lo único que impedía que McLarney se levantara en medio de una clase de su segundo curso y explicara que la parte demandante estaba intentando joder al acusado y que el juez debería ordenar que los encerrara a los dos si no dejaban de hacer gilipolleces.
Al final ambos se presentaron al examen de entrada en la división de investigación criminal. McAllister estaba harto de los barrios bajos y quería, más que ninguna otra cosa, entrar en homicidios, pero a McLarney investigar muertes le interesaba muy poco. Él sólo quería ser un inspector de robos, por un motivo tan infantil que incluso después de dos años en la calle consideraba el atraco a mano armada —«Vas corto de dinero, así que ¿vas a un banco con una pistola y exiges que te lo den?»— como algo absolutamente asombroso, un concepto que le parecía sacado de un tebeo.
Ambos sacaron buenas notas en el examen de la DIC durante dos años seguidos, pero, cuando finalmente se abrieron las plazas, Mac tuvo que conformarse con robos, mientras que McLarney fue el que acabó en la unidad de homicidios, pasando primero por la academia de policía, donde trabajó durante un breve periodo como instructor jurídico. Para su sorpresa, se enamoró inmediatamente de homicidios, tanto del trabajo como de la gente. Era una unidad de élite, una unidad de investigación —los mejores del departamento—, y McLarney siempre se había imaginado como investigador. El examen del Colegio de Abogados de Maryland y una carrera como abogado se convirtieron en recuerdos borrosos en el mismo momento en que le dieron una placa de inspector y le asignaron una mesa.
Entonces, después de dos de los años más felices de su vida, McLarney cometió lo que luego consideraría su más grave error: aprobó el examen a sargento. Los galones le comportaron un pequeño aumento de suelto y un traslado al distrito Oeste, donde le dieron el sector 2 y una brigada de chavales sanotes y novatos con los que llenar los coches patrulla, especimenes de veintitrés y veinticuatro años que le hacían sentir como un dinosaurio a la avanzada edad de treinta y un años. De repente era McLarney el que tenía que conservar la calma y ser razonable. Cada noche durante sus dos años como sargento de sector asignaba los coches y enviaba a su rebaño a una parte violenta y despiadada de la ciudad, un distrito en que un hombre no confiaba en nadie excepto en sí mismo y en los compañeros de turno. En el distrito Oeste sucedían demasiadas cosas demasiado rápido y todos los policías de uniforme pasaban el turno solos en coches patrulla y, para mantener el control, dependían de que sus compañeros de otros coches escucharan sus llamadas y llegaran a tiempo a donde se encontraban.
McLarney llegó a diferenciar a los fuertes de los débiles, a los que podían luchar y a los que no querían hacerlo, a los que conocían la calle y a los que eran víctimas en potencia. Pope, un buen hombre. Cassidy, muy bueno. Hendrix, un luchador. Pero McLarney sabía que otros no deberían estar ahí fuera y, sin embargo, tenía que llenar los coches patrulla. Cada noche pasaba una o dos horas completando el papeleo oficial, luego cogía su propio coche y patrullaba durante el resto del turno, intentando acudir como refuerzo a todas las llamadas. McLarney se pasó esos años preguntándose no si uno de sus hombres caería o no, sino cómo caerían los que iban a caer. En el Oeste, un policía podía acabar mal aunque no la pifiara en nada, y McLarney se preguntaba si así es como sería. O si ese horripilante momento sucedería con un hombre cuya preparación no era la adecuada, que no podía controlar su puesto, al que jamás se le debería haber permitido subirse al maldito coche. Y, sobre todo, McLarney se preguntaba si podría vivir con ello.
El día, cuando llegó, amaneció precioso. Era un primero de septiembre. McLarney recordaba el tiempo que hacía porque marcó el final del verano en Baltimore, y él odiaba llevar el chaleco de kevlar cuando hacía calor. Oyó la llamada por radio mientras comprobaba las bombas de agua municipales en Calverton, a varias manzanas al oeste, y corrió hacia el coche y recorrió Edmondson a toda velocidad. Llegó al mismo tiempo que una segunda llamada de avistamiento del sospechoso en Bentalou. McLarney probó girando al norte en el primer cruce y redujo la velocidad. En un porche a la sombra en medio de la manzana, una pareja de ancianos estaban sentados tranquilamente y, cuando McLarney les miró, ambos desviaron los ojos al suelo. Quizá simplemente no les gustaba hablar con un policía, pero también pudiera ser que hubieran visto algo. McLarney se bajó del coche y caminó hacia el porche, donde el anciano lo recibió con una extraña expresión pensativa.
—¿No habrán visto a un hombre corriendo por la calle, verdad? Acaban de robar en la gasolinera.
El anciano parecía saber lo de la gasolinera y mencionó casi como de pasada que había visto a un hombre correr por la calle, caerse, volverse a levantar y girar en una esquina para esconderse en unos matorrales espesos.
—¿Esos matorrales de ahí?
Desde el porche, McLarney no podía ver gran cosa. Pidió refuerzos; Reggie Hendrix fue el primero en presentarse. McLarney vio cómo su agente caminaba por una pendiente en la esquina y le gritó que fuera con cuidado, que el sospechoso podía encontrarse todavía entre los matorrales. Ambos hombres tenían desenfundados sus revólveres cuando uno de los residentes salió al porche de su casa para preguntar qué estaba pasando, y McLarney se giró para ordenar al hombre que volviera dentro.
—¡Allí está! —gritó Hendrix.
McLarney no veía nada desde donde estaba. Corrió por la cuesta hacia el otro agente, imaginando que lo mejor que podía hacer era acercarse lo más que pudiera a Hendrix para que el sospechoso no pudiera escurrirse entre los dos.
Hendrix siguió gritando, pero McLarney no vio nada hasta que el hombre estuvo al descubierto, moviéndose rápidamente por el patio pero todavía frente a ellos. McLarney vio la pistola, vio al hombre disparar y devolvió el fuego. Hendrix también disparó. Esto es muy raro, pensó McLarney, que se sentía de alguna manera alejado de lo que sucedía, maravillado de que estuvieran allí, disparándose los unos los otros, que era, de hecho, exactamente lo que estaban haciendo. Sintió el impacto de ambas balas, cada una de ellas como un golpe, y prácticamente al mismo tiempo vio al otro hombre estremecerse y tambalearse pendiente abajo hacia la calle.
McLarney intentó darse la vuelta y correr por el jardín, pero no podía mover la pierna. Había disparado cuatro veces y ahora cojeaba hacia la calle, donde esperaba disparar las otras dos en la dirección en la que estuviera corriendo el pistolero. Pero cuando McLarney llegó a la pendiente, vio al hombre tirado en la acera, silencioso, con su arma en el suelo cerca de él. McLarney caminó a trompicones hasta la acera y se dejó caer sobre el estómago a unos pasos de distancia. Mantuvo el brazo estirado y la mirilla fija en la cabeza del otro hombre. El pistolero, junto a él sobre el pavimento, miró a McLarney y no dijo nada. Luego levantó la mano lo bastante como para hacer un breve gesto de rendición. Ya basta, por favor. Es suficiente.
Para entonces la mitad del distrito Oeste estaba allí, y McLarney soltó su arma cuando vio el .38 de Craig Pope en la cara del otro hombre. Entonces llegó el dolor, un dolor agudo y demoledor en su abdomen, y empezó a preguntarse dónde le habían dado. La pierna estaba jodida, pero pensó: ¿Quién la necesitaba? Supuso que la segunda bala le había dado en la tripa, por debajo del borde del chaleco. Pues perfecto, pensó McLarney, ahí abajo no hay nada viral.
Sintió humedad en la espalda.
—Mike, dame la vuelta y mira si salió por el otro lado.
Hajek le empujó por el hombro.
—Sí, salió.
Entró y salió limpiamente. Una forma cojonuda de descubrir que los chalecos de kevlar no valían una mierda, pero McLarney sintió cierto consuelo al pensar que al menos la bala había salido.
Dos ambulancias llevaron a los dos hombres a la misma unidad de trauma. McLarney les dijo a los enfermeros de su ambulancia que sentía como si se cayera, como si fuera a caerse de la litera. Cuando se sentía así, parecía que el dolor disminuía.
—¡No cierres los ojos! —empezaron a gritarle— ¡No cierres los ojos!
Oh, claro, pensó McLarney. Estoy entrando en
shock.
En la zona de preparación para la cirugía pudo oír al hombre al que él había disparado haciendo toda clase de ruidos en la camilla junto a la suya y ver cómo el equipo de médicos le ponían a él, McLarney, todo tipo de vías y catéteres. Phillips, otro hombre de su sector, fue a contarle lo sucedido a Catherine, que se lo tomó como se lo habría tomado cualquier persona razonable, expresando una inequívoca preocupación por la salud de su marido unida a una inequívoca convicción de que, hasta en una ciudad como Baltimore, la mayoría de los abogados pasaban toda su vida sin recibir un disparo.
Esto es la gota que colma el vaso, le diría a él luego. ¿Qué más razones necesitas? McLarney no tenía derecho a discutir con ella, lo sabía. Tenía treinta y dos años, una familia, ganaba la mitad de lo que ganaban otros licenciados universitarios y, por ese privilegio, además le disparaban como un perro en la calle. Reducida a su núcleo, la verdad es siempre una cosa muy simple y sólida, y sí, McLarney debía admitir que no había ninguna ventaja en ser policía. Ninguna en absoluto. Sin embargo, nada en aquel tiroteo le había hecho cambiar de opinión sobre su carrera: de algún modo las cosas habían ido demasiado lejos como para cambiar ahora.
No regresó al servicio activo hasta ocho meses después, y durante buena parte de ese tiempo estuvo utilizando una bolsa de colostomía hasta que su sistema digestivo sanó lo bastante como para poder realizar la cirugía de reparación. Después de cada operación, los calambres abdominales eran tan dolorosos que se tenía que agachar en el suelo por las noches; y después de la cirugía reparatoria, una hepatitis alargó la recuperación. Gene Cassidy fue a visitarle un par de veces y se llevó a comer a su sargento en una ocasión. Y cuando en esa comida McLarney intentó recortar su rehabilitación pidiendo una cerveza que tenía estrictamente prohibida, Cassidy le metió una soberana bronca. Un buen hombre, Cassidy.