Authors: David Simon
Y, sin embargo, había algo más que no recordaba, un incidente que había ocurrido una noche en una habitación del hospital, cuando su mente todavía estaba envuelta en una niebla gris. Algo, alguna vena oculta de ética del trabajo del distrito Oeste, había hecho que Cassidy se levantara por sus propios medios por primera vez desde que le dispararon. Lentamente, se acercó a la cama de otro paciente, un chaval de quince años herido en un accidente de tráfico.
—Eh —dijo Cassidy.
El chaval levantó la vista para encontrarse frente a una terrible aparición vestida sólo con una bata de hospital, con los ojos hinchados y ciegos, la cabeza afeitada y la cara recorrida por las cicatrices de la cirugía.
—¿Qué?—preguntó el chico.
—Estás arrestado.
—¿Cómo?
—Estás arrestado.
—Señor, creo que lo mejor será que vuelva a su cama.
El fantasma pareció reflexionar un momento sobre ello antes de dar media vuelta.
—De acuerdo —dijo Cassidy.
En las semanas que siguieron a los disparos, McLarney y los otros detectives reunieron a agentes de narcóticos del DIC y de la unidad antidrogas del distrito Oeste y empezaron a vigilar el tráfico de drogas cerca de la calle Appleton. La asunción sobre la que trabajaban era sencilla: si a Cassidy le dispararon porque había intentado desalojar una esquina de traficantes, todos los traficantes del sector sabrían qué había pasado. Algunos de aquellos traficantes podían ser testigos de los hechos, otros conocerían a posibles testigos. De hecho, se encerró a más de una docena de traficantes, que fueron interrogados después desde una posición de fuerza por inspectores que podían exigirles información a cambio de un trato con el fiscal respecto a la acusación de tráfico de drogas. Increíblemente, ninguno tenía información útil.
Del mismo modo, la noche de los disparos había sido fresca, pero no particularmente fría, y había motivo más que suficiente para suponer que los vecinos debían de haber estado tomando el aire en las terrazas hasta bien entrada la noche. Y, sin embargo, un segundo peinado de las calles Mosher y Appleton produjo muy poco en lo que a testigos se refiere. Una larga búsqueda del Ford Escort negro que supuestamente había sido el vehículo de la huida acabó sin resultados.
A finales de enero, el caso se desvió a la unidad de delincuentes habituales de la oficina del fiscal del Estado, donde dos fiscales veteranos, Howard Gersh y Gary Schenker, revisaron las acusaciones y las declaraciones de los testigos. Owens y Frazier seguían en la cárcel sin fianza, pero, desde el punto de vista de los fiscales, el caso era un desastre. Como testigos tenían a un delincuente de dieciséis años, que en el mejor de los casos sería un testigo hostil, y a su hermana de trece años, cuya tendencia a escaparse de casa hacía que fuera poco de fiar y casi imposible de encontrar en un momento dado. Más aún, las declaraciones de los dos adolescentes, aunque similares, diferían en puntos clave, y sólo la declaración de la niña implicaba a Frazier como cómplice. Mientras tanto, no habían encontrado el arma del crimen ni pruebas ni ningún motivo que pudiera aplacar a un jurado al que se le pidiera que considerara una pruebas débiles.
McLarney sentía auténtico pavor. ¿Y si seguían faltando pruebas cuando se llegara al juicio? ¿Y si no encontraban más testigos? ¿Y si iban a juicio y perdían el caso? ¿Y si el pistolero quedaba libre? En un momento de duda, McLarney llegó a llamar a Cassidy y, a sugerencia de los fiscales, le preguntó qué le parecería un acuerdo de treinta años por intento de asesinato en segundo grado. Eso quería decir libertad condicional en diez años.
No, dijo Cassidy. Treinta no.
Y bien que hacía, pensaba McLarney. Era obsceno estar pensando en un acuerdo. Cassidy estaba ciego, su carrera había terminado. Y aunque el jefe de Patti Cassidy le había prometido que le guardaría el empleo, lo cierto es que ella había abandonado su trabajo como contable para estar con Gene durante los meses de terapia. Dos vidas que nunca volverían a ser las mismas. Más de dos, pensó McLarney, corrigiéndose a sí mismo.
Fue justo antes de Navidad cuando los persistentes dolores de Patti Cassidy recibieron un diagnóstico correcto. Sus mareos y su cansancio no eran, como se había creído, resultado del estrés que siguió a que dispararan a su marido. Estaba embarazada. Concebido sólo pocos días antes de que dispararan a Gene, el primer hijo de la pareja era una maravillosa bendición, una apuesta viva y vital por el futuro. Pero nadie necesitaba añadir que también el embarazo era agridulce, porque Gene Cassidy nunca llegaría a ver a su hijo.
El embarazo de Patti echó más leña al fuego de la obsesión de McLarney con ese caso. Pero algunos inspectores creían que la intensidad de McLarney podía deberse en parte a otra cosa que no tenía nada que ver con Cassidy ni con el bebé, sino con algo que había pasado en un callejón trasero de la calle Monroe, a poco más de dos manzanas de donde habían disparado a Cassidy.
Para McLarney, la investigación de la muerte de John Randolph Scott se había convertido en una obscenidad. Le resultaba impensable la idea de investigar a otros agentes de policía. No había manera de que pudiera reconciliar un mundo en el que disparaban a Gene Cassidy en la calle y en el que, hacía menos de un mes, la unidad de homicidios —de hecho, la propia brigada de McLarney—estaba persiguiendo por los distritos a los hombres que trabajaban con Gene, haciendo que policías de calle pasaran la prueba del polígrafo, comprobando sus armas reglamentarias y registrando sus taquillas en la comisaría.
Era absurdo y, en opinión de McLarney, el caso de John Scott seguía abierto porque los sospechosos eran policías. En el mundo de McLarney, un policía no disparaba a alguien y luego dejaba el cuerpo en un callejón; al menos los hombres que habían trabajado con él no hacían esas cosas. Allí era donde Worden se había desviado del camino. Worden era un policía fantástico, un gran investigador, pero, si realmente creía que un policía había matado a aquel chico, estaba simplemente equivocado. Totalmente equivocado. En realidad McLarney no creía que la culpa de aquello fuera de su detective. A sus ojos, Worden era un producto de la vieja escuela, un policía que obedecía las órdenes de sus superiores, no importa lo absurdas que fueran. La culpa pues, no era de Worden, sino de los jefazos, y especialmente del teniente administrativo y el capitán que habían sacado la investigación de la calle Monroe de los conductos habituales. Descartaron demasiado pronto la posibilidad de un sospechoso civil, pensaba McLarney, y enviaron demasiado pronto a Worden a perseguir a los policías que patrullaban la calle. El teniente administrativo no era un investigador, ni tampoco el capitán lo era; sólo por ese motivo McLarney creía que nunca deberían haberles quitado el caso de Scott a D'Addario y a él. Y, lo que era más importante, McLarney había estado en el distrito Oeste y ellos no. Él sabía lo que podía pasar en la calle y lo que no. Y creía que la calle Monroe se había perdido el día en que todos los implicados habían decidido que el asesino tenía que ser un policía.
Todo eso formaba un discurso tremendo, y entre los inspectores de su turno nadie estaba dispuesto a negar que McLarney creyera hasta la última palabra de él. Pero claro,
tenía
que creérselas. Porque más que ninguna otra cosa en su vida, lo que Terrence McLarney sentía sobre el distrito Oeste y sobre sí mismo no podía ponerse en cuestión. Cualquiera que quisiera conocer la verdad no tenía más que mirar a Gene Cassidy sangrando en la esquina de Appleton y Mosher.
Eso era el trabajo de un policía en el distrito Oeste. Y si todos los demás en el departamento de policía eran incapaces de verlo, bueno, McLarney tenía una elocuente expresión de sus pensamientos: Que se vayan a la mierda y que los jodan. Decidió que no quería tener nada que ver con el caso de la calle Monroe. En lugar de eso se dedicaría a algo mucho más productivo y satisfactorio: dejaría listo para revista el caso de Cassidy.
Justo después de que le llegara la noticia del embarazo de Patti, McLarney envió una nota al capitán pidiéndole un operativo de dos hombres del distrito Oeste que empezaran el 1 de febrero, y se dijo a sí mismo que, si era necesario, trabajarían el caso hasta el mismo día de mayo en que iba a juicio. No podía hacer otra cosa: perder un juicio por disparos a un policía, perder este juicio en concreto, era más de lo que podía asumir.
El capitán le había aprobado el operativo, y el Oeste le había mandado a dos de sus mejores hombres. Eran una pareja al estilo de la tira cómica de Benitín y Eneas: Gary Tuggle, un chico negro bajo y fibroso que había trabajado en la unidad de paisano del distrito, y Corey Belt, un monolito alto con el cuello de un toro y el aspecto y el temperamento de un defensa de fútbol americano, unos rasgos que gustaban al jugador
amateur
que había sido McLarney en el pasado. Ambos eran inteligentes, saludables y agresivos, esto último incluso más de lo habitual en policías del distrito Oeste. En la calle, McLarney se regocijó con el espectáculo que daba su nuevo operativo, con el obvio contraste entre un sargento rollizo de treinta y cinco años y dos bien proporcionados depredadores a su cargo.
—Paramos en una esquina y bajo yo del coche —musitó McLarney tras un día de aventuras en el lado oeste—. Los delincuentes me miran y se figuran: «No hay problema, puedo ganar por piernas a ese desgraciado». Luego salen estos dos y automáticamente todo el mundo se pone manos contra la pared.
McLarney, Belt, Tuggle. Desde el día uno del mes, este trío se ha pasado todos los días laborables en las calles del distrito Oeste, peinando la zona cerca de la escena del crimen, abordando a sospechosos y persiguiendo hasta los rumores más vagos.
Pero ahora, tras nueve días, McLarney y su operativo no han conseguido nada a pesar de todos sus esfuerzos. No hay nuevos testigos. Sigue sin haberse hallado el arma. No saben nada más de lo que sabían en octubre. En la calle ya ni siquiera se habla de un tiroteo que tiene ya más de cuatro meses.
Mientras se prepara para volver al distrito esta mañana, McLarney puede sentir cómo su miedo crece un poco más. Habiendo sido el sargento de Cassidy, habiendo sido su amigo, no puede considerar el caso menos que una cruzada personal. No sólo por lo que significa para Cassidy, sino por lo que significa para él mismo, un hombre definido y obsesionado por la placa que lleva como pocos otros, un auténtico creyente en la hermandad de los policías, la religión más pagana que puede permitirse un irlandés honesto.
Terrence Patrick McLarney reconoció su obsesión años atrás, el día en que estaba trabajando en un coche patrulla del distrito Central y respondió a una alarma en un banco en Eutaw y North. ¿Es que había una sensación mejor que conducir a toda velocidad por la avenida Pennsylvania con las luces estroboscópicas encendidas sobre el coche y el tema de la serie
Shaft
sonando a todo volumen en un radiocasete que llevaba en el asiento del pasajero? ¿Es que había un subidón mayor que pasar corriendo entre los sobrecogidos clientes del vestíbulo del banco como un centurión de veintiséis años con su gran porra y su .38 colgándole del cinturón? No importa que la alarma se hubiera disparado por error; lo que contaba era la espectacularidad de todo ello. En un mundo de grises y de ingrávidos equívocos, McLarney era un buen hombre en una ciudad asediada por hombres malos. ¿Qué otro trabajo podía ofrecer ese nivel de pureza?
Con el tiempo, McLarney se hizo con el papel hasta un punto al que pocos llegan, y se convirtió en un policía veterano que se reía de sí mismo y bebía como un cosaco, llevando el estereotipo a unos niveles legendarios. Tenía el aspecto, bebía y maldecía como un retrógrado policía irlandés que estuviera perdiendo la batalla contra las propiedades calóricas de la cerveza local. Antes de adoptar la forma de un inspector jefe de 105 kilos, McLarney había jugado a fútbol americano en la universidad y, aunque fuera sólo durante unos cuantos años, había tenido la musculosa silueta de un jugador del equipo ofensivo que hubiera sucumbido a un régimen diario de coche patrulla, taburete de bar y cama.
Su vestuario acentuaba la sensación de decadencia física, y entre sus inspectores existía el consenso de que McLarney no iba a trabajar hasta que el perro de la familia había podido arrastrar su camisa y su abrigo por el jardín delantero de su casa. McLarney afirmaba una y otra vez no comprender qué sucedía, e insistía en que su mujer había ido a un próspero centro comercial del barrio y había salido de él con ropa aceptable para hombre. Dentro de su casa en el condado de Howard y durante los primeros kilómetros de la interestatal 95, su atuendo parecía atractivo y bien cortado. Pero en algún punto entre el cruce con la ruta 175 y la entrada a la ciudad, ocurría una especie de explosión espontánea. El cuello de la camisa de McLarney se arrugaba en un ángulo inexplicable, haciendo que el nudo de la corbata se torciera. Los puños del abrigo se ajaban súbitamente y empezaban a perder botones. El forro de la chaqueta sobre la cadera derecha se enganchaba con la culata de su revólver y se desgarraba un poco. Y en la suela de un zapato se formaba una úlcera.
—No puedo controlarlo —insistía McLarney, que no reconocía la menor dejadez excepto en los días en que llegaba tarde al trabajo y sólo se planchaba la parte delantera de la camisa, seguro de que era «la única parte que veía la gente».
Relleno, de cabello rubio y dueño de una rápida sonrisa con diente partido incluido, Terry McLarney no parecía precisamente un pensador ni una lumbrera. Sin embargo, para los que le conocían bien, el aspecto y conducta de McLarney parecían calculados para ocultar su verdadero carácter. Era un producto de los barrios de clase media de Washington, hijo de un analista del Departamento de Defensa con un buen sueldo. Como patrullero, McLarney había estudiado derecho desde el asiento del pasajero de un coche patrulla del distrito Central y, no obstante, no se había molestado en presentarse al examen del Colegio de Abogados de Maryland. Entre los policías, el título de abogado siempre había tenido alguna connotación deshonrosa, cierta ética muy asentada en el cuerpo que rezaba que incluso los mejores y más fieles abogados son poco más que palos muy bien pagados que se ponen en las ruedas de la maquinaria de la justicia penal. A pesar de su formación legal, McLarney compartía esa opinión: él era un policía, no un abogado.