Authors: David Simon
También eso había sido consecuencia de hablar demasiado, de los excesivos contactos de la unidad de homicidios con el resto del departamento. Durante dos meses, Worden y James habían llevado a cabo una investigación criminal bajo la mirada de los posibles sospechosos y testigos, y todos sus movimientos habían sido comunicados por radio macuto a todo el departamento. El artículo del periódico de hoy era sólo el ejemplo más gráfico de ese proceso.
¡Qué coño!, piensa Worden, yendo al lavabo de caballeros con un cigarro entre los dientes. Al menos los jefes no pueden ignorar el problema. Cuando la mitad de tu puto expediente está impreso en el periódico, ha llegado el momento de cambiar de táctica. Esa mañana, Tim Doory había llamado dos veces desde la oficina del fiscal del Estado para montar una reunión matutina con Worden y James en las oficinas de la unidad de crímenes violentos.
Worden está todavía encajando en su mente las piezas del rompecabezas cuando sale del lavabo, justo al mismo tiempo en que Dick Lanham, el coronel al mando del departamento de investigación criminal, dobla la esquina del pasillo de camino a su oficina. También Lanham está indignado. Lleva un ejemplar del periódico enrollado en su cerrado y apretado puño.
—Lo siento, Donald —dice el coronel, negando con la cabeza—A Con el trabajo que tienes, esto es lo último que te faltaba.
Worden se encoge de hombros.
—Es sólo una cosa más con la que hay que lidiar.
—Bueno, pues siento que tengas que lidiar con ella —dice Lanham—. Intenté por todos los medios que Twigg lo aguantara un tiempo, y creí que lo iba a hacer.
Worden escucha en silencio mientras el coronel se lanza a una prolija explicación de los esfuerzos que había realizado para retrasar el articulo, una narración puntuada con su afirmación de que Roger Twigg es el reportero más tozudo, arrogante y molesto que ha conocido en su vida.
—Le expliqué lo que pasaría si publicaba esa historia —dice el coronel— Le pedí que esperara un par de semana, ¿y qué hace él?
El propio Lanham, cuando era comandante, había dirigido el departamento de asuntos internos, y en ese puesto había tenido que tratar con Twigg para una serie de casos delicados. Así que a Worden no le sorprende que el coronel y el periodista mantuvieran una larga conversación antes de que se publicara el artículo. Pero ¿filtraría el coronel a propósito información sobre esta investigación? Probablemente no, razona Worden. Como jefe del DIC, Lanham no quiere que un homicidio con implicación de la policía quede sin resolver en los archivos; y como antiguo hombre de asuntos internos, ciertamente no tiene ningún problema en investigar a otros policías. «No —piensa Worden—, no el coronel.» Si Lanham había hablado con Twigg había sido sólo para tratar de parar la historia.
—Bueno —dice Worden—, desde luego me encantaría saber quién es la fuente.
—Ya, claro —dice Lanham, siguiendo hacia su oficina—. A mí también. Quien quiera que sea sabe de lo que habla.
Tres horas después de digerir el artículo del periódico, Worden y James caminan las tres manzanas que separan la central del juzgado de Clarence M. Mitchell Jr., en la calle Calvert, donde se abren camino placa en mano frente a los adjuntos del
sheriff
y toman el ascensor hasta el tercer piso del palacio judicial de la ciudad.
Allí andan por un abigarrado laberinto de oficinas que alberga la unidad de crímenes violentos, y van al cubículo más grande, la oficina de Timothy J. Doory, adjunto al fiscal del Estado y jefe de la UCV. Sobre el escritorio de Doory está, por supuesto, un ejemplar de la sección local del
Sun's
, abierto por la página de la exclusiva de Roger Twigg.
La reunión es larga y, cuando los dos inspectores regresan a la unidad de homicidios, llevan una lista de una docena de testigos, civiles y policías, que van a recibir citaciones para declarar.
Me parece perfecto, piensa Worden mientras camina hacia la central. En este caso me han mentido, han intentado obstruir la investigación y he visto cómo mis mejores pruebas acababan aireadas en las páginas de un periódico. Así que ¡a la mierda!, si quieren mentir sobre este homicidio, que lo hagan bajo juramento. Y si van a estar filtrando la investigación a los periodistas, tendrán que sacar la información del juzgado.
—Joder, Donald —le dice James a su compañero, colgando su abrigo en la oficina principal—, en mi opinión, Doory debería haber hecho esto hace semanas.
Antes de que la investigación de la calle Monroe se vea más comprometida —por las revelaciones de Twigg o las de cualquier otro— van a sacarla de la unidad de homicidios. Irá ante un gran jurado.
El Pescadero va a la puerta con un tenedor en la mano, vestido con una camisa gastada de franela y unos pantalones de pana. Su cara, sin afeitar, no muestra ninguna emoción.
—Retírese —dice Tom Pellegrini—. Vamos a entrar.
—¿Estoy arrestado?
—No, pero tenemos una orden para registrar este lugar.
El Pescadero gruñe y luego se retira hacia la cocina. Landsman, Pellegrini y Edgerton conducen a media docena de otros policías dentro del apartamento de tres habitaciones en el segundo piso. El sitio está sucio, pero no hasta el punto de resultar desagradable, y hay pocos muebles. Hasta los armarios están casi vacíos.
Cuando cada uno de los inspectores escoge una habitación y empieza a registrarla, el Pescadero regresa a la barbacoa, al pollo, sus verduras y su botella de Colt 45. Utiliza el tenedor para separar la carne de una pechuga, y luego coge una pata con los dedos.
—¿Puedo verla? —pregunta.
—¿Ver qué? —dice Landsman.
—La orden. ¿Puedo verla?
Landsman regresa a la cocina y deja la copia para el receptor sobre la mesa.
—Puede quedarse esa copia.
El Pescadero se come su pollo y lee lentamente la declaración jurada de Landsman. La orden brinda un resumen mecánico de los motivos del registro: Conocía a la víctima. Dio trabajo a la víctima en su tienda. Confundió a los investigadores sobre una coartada. Paradero desconocido el día de la desaparición. El Pescadero lee sin traicionar ninguna emoción. Sus dedos manchan de grasa una esquina de las páginas.
Edgerton y Pellegrini se reúnen con Landsman en el dormitorio trasero mientras otros inspectores y agentes del operativo siguen removiendo las pocas posesiones del propietario de la pescadería.
—Aquí no hay gran cosa, Jay —dice Pellegrini—. ¿Por qué no cogemos algunos de los chicos y vamos a Newington mientras tú vas al otro lado de la calle y registras la pescadería?
Landsman asiente. La avenida Newington es el segundo de los dos otros planeados para esa noche. Las órdenes de registro separadas las dos direcciones reflejan una división de opiniones en el caso de Latonya Wallace. Antes esa misma tarde los principales investigadores estaban en extremos opuestos de la oficina de administración enzarzaos en un duelo de máquinas de escribir, Pellegrini y Edgerton recopilando sus causas probables para un nuevo grupo de sospechosos en el 702 de Newington y Landsman poniendo todo lo que sabían sobre el dueño de la pescadería en un par de solicitudes de órdenes de registro para el apartamento del Pescadero y para lo que quedaba de su tienda de la calle Whitelock, que había sido destruida en un incendio poco antes de la desaparición de la niña. Era un poco irónico: incluso Landsman había vuelto al Pescadero mientras que Pellegrini y Edgerton —quienes pocos días antes habían defendido que el tendero era su mejor esperanza— habían acabado por abrazar la nueva teoría.
La negativa de Landsman a renunciar al Pescadero significó también un cambio radical de sus argumentos anteriores, cuando sus propias estimaciones sobre la hora de la muerte parecían haber eliminado al tendero como sospechoso. Pero en una consulta posterior con los forenses Landsman y Pellegrini repasaron los cálculos una vez más: el cuerpo estaba saliendo del rigor mortis, los ojos todavía estaban húmedos y no había rastros de descomposición; de doce a dieciocho horas. Era lo más probable, había dicho el forense, a menos que el asesino hubiera podido guardar el cuerpo en un lugar frío que, en esta época del año, podría ser una casa adosada vacía, un garaje o un sótano sin calefacción. Eso hubiera retrasado los procesos que se ponen en marcha con la muerte.
¿Cuánto los podría haber retrasado?, preguntó Landsman. Hasta veinticuatro horas. Quizá más.
Maldita sea, Edgerton había dado en el clavo sobre la estimación de la hora de la muerte hacía dos noches. Disponiendo de veinticuatro a treinta y seis horas para trabajar, los inspectores podían considerar la Posibilidad de un secuestro el martes seguido por un asesinato esa misma noche o la mañana del miércoles. El Pescadero no tenía coartada Para ese periodo. Suponiendo que tuviera una forma de mantener el cuerpo frío, los nuevos cálculos le dejaban al descubierto. El trabajo de calle de Pellegrini descartó el otro hecho que había llevado a los inspectores a pensar en un secuestro prolongado y un asesinato el miércoles por la noche: los perritos calientes con chucrut que se habían hallado en el estómago de la niña. Eso se desvaneció cuando Pellegrini en trevistó a un vecino de Reservoir Hill que trabajaba en la cafetería del colegio Eutaw-Mashburn. Pellegrini aprovechó la oportunidad para volver a comprobar los datos que aparecían en expediente del caso y le preguntó al empleado si la comida del día 2 de febrero había consistído, efectivamente, en espaguetis con albóndigas. El empleado consultó los menús y llamó a Pellegrini al día siguiente: la comida del día 2 de febrero consistió, en realidad, en perritos calientes con chucrut. Los espagueti habían sido el día anterior. De algún modo, los inspectores habían sido mal informados; ahora los contenidos del estómago de la víctima apuntaban también a un asesinato el martes por la noche.
Para Pellegrini resultaba inquietante que asunciones tan fundamentales realizadas en las primeras horas del caso siguieran cuestionándose o incluso fueran refutadas por la nueva información. Era como si hubieran tirado de un hilo y la mitad del caso se hubiera deshecho. En opinión de Pellegrini, la forma más rápida de convertir un caso en un lodazal era que los investigadores no estuvieran seguros de nada, que sintieran que era necesario cuestionarlo todo. La estimación de la hora de la muerte, los contendidos del estómago… ¿qué más había en el expediente que se fuera a volver contra ellos?
Al menos en este caso el cambio de escenario les permitía conservar uno de sus mejores sospechosos. Aunque era cierto que el apartamento y la tienda del Pescadero estaban a manzana y media de la avenida Newinton —contradiciendo así las teorías de Landsman sobre la cercanía de la escena del crimen— era también cierto que el propietario de la tienda tenía acceso al menos a un vehículo, una camioneta que tomaba prestada de forma habitual a otro tendero de la calle Whitelock. Al comprobar su coartada del miércoles, los inspectores se enteraron de que la noche en que el cuerpo había sido abandonado detrás de la avenida Newington el Pescadero estaba en posesión del vehículo. Hasta ahora la teoría era que si el asesino hubiera tenido el cuerpo en un vehículo, hubiera conducido a un lugar aislado en lugar de a un callejón cercano. Pero ¿y si estaba asustado? ¿Y si el cuerpo estaba simplemente tapado con algo en la parte de atrás de la camioneta, relativamente expuesto?
¿Y por qué demonios el Pescadero no había hecho el más mínimo intento en esa primera interrogación de explicar su paradero el martes y la mañana del miércoles? ¿Acaso era un vendedor con la mínima inteligencia necesaria para trabajar pero incapaz de distinguir un día de otro? ¿O estaba esforzándose deliberadamente pare evitar citar una coartada falsa que los inspectores pudieran luego desmentir? En el primer interrogatorio, el Pescadero había mencionado un recado que hizo con un amigo el miércoles como coartada. ¿Había sido simplemente un de su memoria o un intento consciente de confundir a los investigadores?
En las semanas que habían pasado desde asesinato, los rumores sobre el interés del Pescadero por las chicas jóvenes circularon por Reservoir Hill hasta el punto de que los inspectores recibían regularmente acusaciones nuevas de pasados intentos de abusos. Estas acusaciones carecían, en su mayor parte, de fundamento. Pero cuando los inspectores comprobaron el nombre del Pescadero en el ordenador del Registro Racional del Crimen encontraron un cargo relevante anterior a sus antecedentes en el ordenador de Baltimore: una acusación de violación de 1957, cuando el Pescadero estaba en la veintena. La acusación la había presentado una niña de catorce años.
Pellegrini sacó del almacén el microfilm con los informes policiales de aquel caso y vio que mostraban una condena y una sentencia de sólo un año. La historia de aquel antiguo caso no entraba en detalles, pero les dio a los inspectores la esperanza de que estuvieran enfrentándose a un delincuente sexual. Más aún, le dio a Landsman un poco más de carne que colgar de los huesos pelados que constituían su petición de órdenes de registro.
Esa tarde, Landsman había mostrado sus peticiones a Howard Gersh, un veterano fiscal que se había pasado por la unidad de homicidios temprano ese mismo día.
—Eh, Howard, échale un vistazo a esto.
Gersh repasó las causas razonables en menos de un minuto.
—Colará —dijo—, pero ¿no estás soltando demasiada información?
La pregunta se refería a la táctica empleada. Una vez le entregaran la orden judicial, el Pescadero vería la petición redactada y sabría lo que los inspectores creían que lo relacionaba con el crimen. También sabría en qué punto su coartada era más débil. Landsman señaló que al menos la petición no revelaba la identidad de los testigos que contradijeron la versión inicial del sospechoso.
—No descubrimos a ninguno de los testigos.
Gersh se encogió de hombros y le devolvió el documento.
—Buena caza.
—Gracias, Howard.
A las diez de esa noche, Landsman había llevado a toda prisa las ordenes a casa del juez de guardia y los inspectores y el agente del operativo se habían reunido en el aparcamiento de la biblioteca de la avenida Park, donde Latonya Wallace había sido vista con vida por última vez. El plan era entrar en el apartamento y la tienda del Pescadero primero pero ahora, después de encontrar tan poca cosa en la Whitelock, Pellegrini y Edgerton no pueden esperar a investigar la nueva teoría. Dejan a Landsman y a un agente del operativo para que terminen el registro de la destrozada tienda del hombre mientras conducen a un segundo grupo una manzana y media al este hasta la avenida Newington.