Authors: David Simon
Sólo una vez en su larga carrera Worden había disparado su arma en cumplimiento del deber. Fue un tiro caprichoso, una bala del .38 de punta redonda con una trayectoria casi vertical que fue volando muy por encima de ningún objetivo concebible. Fue hace veinte años, en un día de verano en el que él y su compañero sorprendieron a un ladrón con las manos en la masa en Pimlico, contemplando la siempre huidiza comunión de un delincuente con su delito. Después de haber perseguido al tipo durante una distancia muy superior a la que el policía medio considera razonable, el compañero de Worden abrió fuego. Worden sintió una oscura necesidad de solidaridad y lanzó su propio proyectil al aire.
Worden conocía al hombre que perseguían, por supuesto, igual que el hombre conocía a Worden. Aquellos eran los días de gloria de los doce años que se pasó el Gran Hombre en el Noroeste, cuando todavía existía cierta rudimentaria cordialidad entre los jugadores, y Worden se tuteaba con todos los que eran dignos de arrestarse en el distrito. Cuando los disparos pusieron fin a la persecución y alcanzaron a su sospechoso, el hombre estaba conmocionado.
—Donald —dijo—, no puedo creer lo que ha pasado.
—¿Cómo?
—Has intentado matarme.
—No, claro que no.
—Me has disparado.
—He disparado muy por encima de tu cabeza —dijo Worden, arrepentido—. Pero oye, lo siento mucho, ¿vale?
A Worden nunca le gustaron demasiado las armas y nunca le abandonado del todo la sensación de vergüenza por aquel único disparo. Para él la auténtica autoridad de un policía se la daban su placa y su reputación en la calle. La pistola tenía muy poco que ver con ello.
Y, sin embargo, era perfectamente apropiado que Worden fuera el detective asignado al asesinato de John Randolph Scott. A lo largo de más de un cuarto de siglo en la calle había sido testigo de muchos tiroteos con implicación de la policía. La mayoría fueron razonables, otros no tanto y unos pocos verdaderamente malintencionados. Lo más habitual era que el resultado se decidiera en unos pocos segundos. También era habitual que el acto de apretar el gatillo fuera consecuencia de poco más que el instinto. A veces era necesario abatir al sospechoso a veces no, y a veces había espacio para la duda. En ocasiones al sospechoso habría que haberle disparado no una, sino varias veces y, sin embargo, no se le disparó.
La decisión sobre usar o no la fuerza letal era inevitablemente subjetiva y no se definía tanto por cuestiones empíricas, sino por lo que un agente estaba dispuesto a justificar en su propia mente y sobre el papel. Pero prescindiendo de las circunstancias, una regla ética permanecía constante: cuando un policía dispara a alguien, lo asume. Coge la radio y lo anuncia. Entrega él mismo el cuerpo.
Pero los tiempos habían cambiado. Un cuarto de siglo atrás un agente de la ley en Estados Unidos podía disparar su arma sin preocuparse de si la entrada de la bala sería por el pecho o la espalda de su víctima. Ahora, el riesgo de un pleito de responsabilidad civil y de un posible encausamiento penal está en la mente de un policía siempre que desenfunda un arma, y lo que una generación anterior de policías consideraba plenamente justificado basta ahora para llevar a juicio a la generación siguiente. En Baltimore, como en todas las ciudades de Estados Unidos, las reglas han cambiado porque las calles han cambiado, porque el departamento de policía no es lo que solía ser. Ni, de hecho, lo es la propia ciudad.
En 1962, cuando Donald Worden salió de la academia, los jugadores a ambos lados de la ley conocían y respetaban el código. Si uno actuaba de forma alocada frente a un policía, era muy posible que este usara su arma y lo hiciera con total impunidad. El código era especialmente claro en el caso de alguien lo bastante demente como para disparar a un policía. Un sospechoso que hiciera eso tenía una sola y única oportunidad: si conseguía llegar a la comisaría del distrito, viviría. Le darían una paliza, por supuesto, pero viviría. Si intentaba huir y encontraban en la calle en circunstancias que pudieran hacerse quedar bien en el informe, no lo contaría.
Pero aquella era una época distinta, un tiempo en el que un policía de Baltimore podía decir, con convicción, que era miembro de la banda más numerosa, más dura y mejor armada del barrio. Eso fue antes de que la heroína y la cocaína se convirtieran en el negocio principal del gueto, antes de cualquier chico de esquina fuera un sociópata en potencia con una pistola de 9 milímetros en la cintura de sus bermudas, antes de que el departamento empezara a ceder a los traficantes secciones enteras del centro de la ciudad. Eran también los días en los que Baltimore era aún una ciudad segregada, días en los que el movimiento por los derechos civiles era sólo un murmullo airado.
De hecho, la mayor parte de los tiroteos de aquella época en los que estaban implicados policías tenían connotaciones raciales, la prueba más letal de la noción de que, para los barrios negros del centro de Baltimore, la presencia del cuerpo de policía de la ciudad fue durante generaciones, simplemente, otra de las plagas que tenían que soportar: pobreza, ignorancia, desesperación y policía. Los ciudadanos negros de Baltimore crecían sabiendo que dos delitos —abusar verbalmente de un agente de policía o, peor, huir corriendo de él— tenían como resultado casi garantizado una paliza en el mejor de los casos y un tiro en el peor. Incluso los miembros más destacados de la comunidad negra debían soportar ofensas e insultos, así que, ya desde antes de la década de 1960, esa comunidad despreciaba al departamento de manera casi universal.
Las cosas no estaban mucho mejor dentro del departamento. Cuando Worden llegó al cuerpo, los agentes negros (entre ellos dos futuros comisionados de policía) tenían prohibido ir en coches patrulla, prohibido legalmente, pues la legislatura de Maryland todavía no había aprobado la primera ley que permitió a los negros el acceso a lugares públicos municipales. Los agentes negros tenían muy limitadas las opciones de ascenso, y luego se les ponía en cuarentena en puestos de patrulla a pie en los barrios bajos o eran utilizados como policías infiltrados en las investigaciones de la naciente unidad de narcóticos. En la calle soportaban el silencio de sus colegas blancos; en las comisarías eran insultados con comentarios racistas en los pases de lista y cambios de turno.
La transformación se produjo muy lentamente, impulsada a partes iguales por el creciente activismo de la comunidad negra y la llegada de un nuevo comisionado de policía en 1966, un ex marine llamado Donald Pomerleau, que tomó el timón con órdenes de hacer limpieza. El ano anterior, Pomerleau había escrito un informe demoledor sobre el Apartamento de Policía de Baltimore, elaborado bajo el manto independiente de la Asociación Internacional de Jefes de Policía. El estudio declaraba que el cuerpo de policía de Baltimore estaba entre los más anticuados y corruptos de toda la nación, calificaba de excesiva la forma en que usaba la fuerza y definía sus relaciones con la comunidad negra de la ciudad como inexistentes. Los disturbios de Watts que habían sacudido Los Ángeles en 1965 estaban todavía frescos en la memoria de todos los líderes civiles, y, con todas las ciudades de la nación viviendo bajo la amenaza de la violencia al llegar el verano, el gobernador de Maryland se tomó el informe de la AIJP en serio: contrató al hombre que lo había escrito.
La llegada de Pomerleau marcó el fin de la era paleozoica en el Departamento de Policía de Baltimore. Casi de la noche a la mañana a lo largo de toda la cadena de mando, los jefes empezaron a insistir en mejorar las relaciones con la comunidad, en la prevención del crimen y en la utilización de tecnología policial moderna. Se crearon una serie de unidades tácticas que trabajaban para toda la ciudad, y nuevas radios multicanal reemplazaron los teléfonos públicos que todavía usaban la mayoría de los agentes que patrullaban las calles. Por primera vez se investigaron de manera sistemática los disparos hechos por policías, y esas investigaciones tuvieron su efecto; junto con la presión de la comunidad, disuadieron a los que cometían los actos de brutalidad más flagrantes. Pero fue el propio Pomerleau quien libró una larga y victoriosa batalla contra la creación de una junta de investigación civil para ese tipo de casos, insistiendo en que, en los casos de supuesta brutalidad policial, el Departamento de Policía de Baltimore seguiría investigándose a sí mismo. En consecuencia, los hombres en las calles a finales de los sesenta y principios de los setenta sabían que un mal disparo podía disimularse, y un buen disparo parecer todavía mejor.
En Baltimore, el arma extra se convirtió en algo habitual para los policías de distrito, hasta el punto de que un tiroteo en concreto de principios de los setenta se convirtió en parte permanente de las leyendas del departamento, pues era una historia que describía perfectamente una era en la ciudad más grande de Maryland. Sucedió en una de las calles que cruzan la avenida Pennsylvania, cuando súbitamente se desencadenó la violencia. Cinco inspectores de narcóticos estaban a punto de asaltar una casa adosada cuando, desde la oscuridad de uno de los callejones adjuntos, alguien empezó a gritar, advirtiendo a un policía sobre el hombre que tenía detrás, el hombre con el cuchillo.
En un subidón de adrenalina, un inspector disparó las seis balas de su revólver, aunque luego juró —hasta que comprobó su arma— que había apretado el gatillo sólo una vez. Corrió hacia el callejón y encontró al sospechoso herido, tendido sobre su espalda con cinco cuchillos a su alrededor.
—Aquí está su cuchillo, aquí —dijo un policía.
—Tío, ese no es mi puto cuchillo —dijo el hombre herido. A continuación señaló una navaja a unos pocos pasos de allí—. Mi cuchillo es aquel.
Pero las armas extras dejadas en la escena eran poco más que una solución temporal que se hizo menos efectiva y más peligrosa conforme el público fue comprendiendo la estrategia. Al final, el departamento no pudo hacer otra cosa que ponerse a la defensiva a medida que las quejas por exceso en la aplicación de la fuerza se multiplicaron y la expresión «brutalidad policial» se hizo habitual. En opinión de Donald Worden, el final del Departamento de Policía de Baltimore podía fecharse con precisión. El 6 de abril de 1973 un policía de veinticuatro años llamado forman Buckman recibió seis tiros en la cabeza efectuados con su propio revólver reglamentario en la calle Pimlico. Dos compañeros que estaban a una manzana de distancia oyeron los disparos y corrieron al lugar por la avenida Quantico. Encontraron a un joven sospechoso junto al cuerpo del policía muerto y con el arma del crimen a sus pies.
—Sí —dijo el hombre—, yo me he cargado al hijo de puta.
En lugar de vaciar sus armas, los agentes se limitaron a arrestar y esposar al asesino y llevarlo a la central. Hubo un tiempo en que en las calles de Baltimore se respetaba el código. Hoy en esas mismas calles sólo había policías muertos y asesinos de policías vivos.
Worden estaba destrozado. Parte de él sabía que los viejos métodos no podían mantenerse ni defenderse, pero, aun así, Buckman había sido amigo suyo, un joven patrullero que se había dejado los cuernos para entrar en la brigada de operaciones de Worden en el distrito Noroeste. El teniente responsable del turno llamó a Worden a su casa, y éste se vistió a toda prisa y llegó a la comisaría con una docena de otros agentes justo cuando transferían al asesino de Buckman al calabozo. La versión oficial fue que el sospechoso se quejó de dolor abdominal mientras procesaban su arresto y le fotografiaban, pero todo el mundo en la ciudad comprendió la fuente de ese dolor. Y cuando el periódico negro de Baltimore, el
Afro-American
, envió un fotógrafo al hospital Sinai con la esperanza de sacar fotos de las lesiones del sospechoso, fue el propio Worden el que lo arrestó por allanamiento. Cuando la NAACP
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pidió una investigación, los altos cargos del departamento simplemente insistieron en que no había habido ninguna paliza, y no movieron un dedo.
Pero fue una victoria pequeña y patética, y en las salas de pase de lista y en los coches patrulla se escucharon términos muy duros para los dos agentes que, con un .38 ya en el suelo, habían permitido que el asesino de Buckman se entregara. Las palabras se tornaron todavía más duras después del juicio, del que el hombre salió con sólo un veredicto de asesinato en segundo grado y una sentencia que le permitiría obtener la libertad bajo fianza en poco más de diez años.
El asesinato de Buckman fue uno de los hitos, pero no el final del viaje. Siete años después, en una tienda de comida para llevar de Baltimore, el departamento tuvo que enfrentarse de nuevo a su futuro. Y, una vez más, Worden estuvo en la periferia de lo sucedido, contemplando con impotencia cómo otro policía, otro amigo, era sacrificado de un modo totalmente distinto.
En marzo de 1980, la víctima fue un chico de diecisiete años con el imposible nombre de Ja-Wan McGee, y quien disparó, un inspector de treinta y tres años llamado Scotty McCown. McCown era un veterano con nueve años de experiencia que estaba entonces trabajando con Worden en la sección de robos del departamento de investigación criminal. Estaba fuera de servicio y de paisano en una tienda en la avenida Erdman, pidiendo una pizza, cuando McGee y otro chico entraron y fueron hacia el mostrador. McCown llevaba varios minutos observando a los adolescentes y había visto cómo se habían acercado varias veces al escaparate a mirar al interior de la tienda, aparentemente esperando algo. Cuando la mayoría de los clientes se hubieron marchado, entraron y se acercaron al mostrador. McCown llevaba cinco años trabajando como inspector en robos, y la escena le resultaba familiar. Es el momento, pensó, pasándose su pistola particular de la cartuchera al bolsillo de la gabardina.
Y cuando el brillo de algo plateado emergió del bolsillo del abrigo de Ja-Wan McGee frente al mostrador, McCown estaba más que preparado. Disparó tres veces sin previo aviso e hirió a McGee en la parte superior de la espalda. El inspector ordenó al otro adolescente que se quedara donde estaba y luego le gritó al dependiente que llamara a la policía y a una ambulancia. A continuación se inclinó sobre la víctima, que había caído de frente. En el suelo, junto al joven, había un encendedor plateado.
Los disparos a Ja-Wan McGee sucedieron sólo semanas después de que otro tiroteo sospechoso hubiera provocado disturbios en Miami. Cuando los piquetes empezaron a rodear el Ayuntamiento, todo el mundo en el departamento supo lo que iba a suceder. Todo el mundo menos Scotty McCown.