Authors: David Simon
Desde el momento en el que la propietaria de la tienda de comida para llevar de la calle Whitelock le dijo el nombre del anciano a Landsman y Brown, las cosas pintaron bien.
En primer lugar, le habló a la mujer de la tienda sobre el asesinato de la niña a las nueve de la mañana del jueves, antes incluso de que los detectives hubieran limpiado la escena del crimen, y se comportó de forma extraña mientras lo hacía. Pero ¿cómo podía saber del asesinato de la niña a esa hora? Aunque la pareja mayor que vivía en el 718 de Newington había hablado con varios vecinos sobre ello antes de llamar a la policía, no había ningún indicio de que hubieran hablado con el anciano que vivía en la acera de en frente. Más aún, los inspectores habían evitado inmediatamente que se acercaran civiles a mirar qué pasaba desde el callejón de detrás de Newington; puesto que el anciano vivía en el lado sur de la calle, no debería haber podido ver el cuerpo.
Luego estaban las acusaciones de violación —bastante antiguas, cierto— sin que la ficha indicase ninguna sentencia o condena como consecuencia de ellas. Pero cuando los inspectores recibieron los informes de Archivos Centrales, descubrieron que una de las víctimas era una chica joven. Además, parecía que el anciano vivía solo y que su apartamento en el primer piso de una casa adosada estaba en el bloque 700 de Newinton, a muy poca distancia de donde se tiró el cuerpo.
Poca cosa, quizá. Pero Landsman y Pellegrini saben ambos que han pasado cuatro días desde el descubrimiento del cuerpo y que en este momento no hay nada mejor a la vista. El primer y, al parecer mejor sospechoso que se había encontrado hasta la fecha —el Pescadero fue traído a la central para ser interrogado hacía dos días, pero ese interrogatorio no los había llevado a ninguna parte.
El Pescadero demostró poco interés en hablar sobre la muerte de una niña que había trabajado en su tienda. Tampoco parecía nada interesado en establecer con precisión su paradero el martes y el miércoles. Después de superar una amnesia total, recordó una coartada para eI martes en que desapareció Latonya Wallace, un recado al otro lado de la ciudad que tuvo que hacer con un amigo. Al comprobar la coartada Pellegrini y Edgerton descubrieron que en realidad el recado lo había hecho el miércoles, lo que les dejó la duda de si el hombre les había mentido adrede o sólo había confundido los días. Más aún, al comprobar la coartada, los inspectores descubrieron que el Pescadero había invitado a dos amigos suyos a comer pollo en su casa el miércoles por la noche. Eso, por supuesto, planteaba un problema obvio: si, como parecía indicar la autopsia, Latonya Wallace fue secuestrada el martes, matada el miércoles por la noche y luego el cadáver fue abandonado en las primeras horas del jueves, entonces ¿qué hacía el Pescadero haciendo recados el miércoles por la tarde o cenando pollo con unos amigos el miércoles por la noche? En el interrogatorio del sábado se le tomó al Pescadero una declaración completa y, dadas las muchas preguntas que dejó sin responder, tanto Edgerton como Pellegrini lo consideraban un sospechoso. Aun así, había que superar los problemas que planteaba el aparente momento de la muerte, basado en la comida parcialmente digerida y la falta de descomposición.
Pero, igual que todo lo demás en este caso, incluso la hora de la muerte parecía variar constantemente. Más temprano, la misma noche en que fueron a la casa adosada del anciano, Edgerton había discutido un poco la opinión mayoritaria:
—¿Y si la mataron el martes por la noche? ¿No podrían haberla matado el martes a última hora o a primera del miércoles?
—No puede ser —dijo Landsman—. Está justo saliendo del rigor mortis y los ojos todavía están húmedos.
—Podría estar saliendo del rigor mortis tras veinticuatro horas.
—Que no puede ser, coño, Harry.
—Sí que puede.
—Que te digo que no, hostia. Va a sucederle antes porque es más Pequeña…
—Pero hace frío en la calle.
Pero sabemos que el tipo la tuvo a cubierto en alguna parte hasta que pudo deshacerse de ella esa mañana.
—Sí, pero…
—No, Harry, la estás cagando en esto —dice Landsman, sacando el manual médico de la oficina para la investigación de una muerte y yendo a la sección sobre el rigor mortis—. Si los ojos no están secos y no hay descomposición, muerte entre doce y dieciocho horas atrás, Harry.
Edgerton hojea la página.
—Sí —dice finalmente—. Doce a dieciocho. Y si la ha tirado a las tres o las cuatro, eso quiere decir…
—Alrededor de mediodía del miércoles.
Edgerton asintió. Si la habían matado el miércoles, entonces el Pescadero estaba descartado y había motivo para mover el candidato de Landsman, el viejo borracho que vivía en frente, al primer puesto de la lista.
—Eh, a la mierda —dice Landsman finalmente—. No tenemos ningún motivo para ir contra ese tipo.
Ningún motivo excepto que su otro sospechoso apenas es capaz de sostener una botella, así que difícilmente puede convencer a una jovencita de que entre en su casa y retenerla allí durante un día y medio. El interrogatorio dura sólo lo necesario para establecer que el viejo borracho se enteró del asesinato aquella mañana de jueves por un vecino que lo había oído de labios de la mujer que vivía en el 718 de Newington. No sabe nada sobre el asesinato. No conocía a la niña. No recuerda nada de los antiguos cargos que se presentaron contra él salvo que, fueran cuales fueran, él era inocente. Quiere irse a casa.
Un técnico del laboratorio lleva las muestras de Edgerton al escritorio de un inspector y las somete a una prueba de leucomalaquita verde, un examen químico en el que los objetos se frotan con un aplicador con punta de algodón que se vuelve azul si hay restos de sangre humana o animal. Edgerton mira cómo todos los aplicadores se vuelven grises, un color que sólo indica suciedad.
Unas pocas horas antes del amanecer, mientras el anciano era devuelto a su vida anónima en un coche patrulla del distrito Central y los inspectores recopilan y copian los informes de un día más de trabajo, Pellegrini ofrece secamente una nueva alternativa.
—Ed, ¿quieres de verdad que este caso eche a andar?
Brown y Ceruti levantan la cabeza sorprendidos. Otros inspectores miran también a Pellegrini con curiosidad.
—Si es así, te diré lo que hay que hacer.
—¿Y qué es lo que hay que hacer?
—Tienes que preparar un listado de los cargos.
—¿Ah, sí?
—Y Fred, tú tienes que leerme mis derechos…
La sala entera se echa a reír.
—Eh —dice Landsman, riéndose—, ¿qué creéis vosotros? ¿Esta afectando este caso a Tom? En fin, parece que Tom está empezando a deshacerse.
Pellegrini se ríe mansamente; en realidad tiene aspecto de estar agotado. Sus rasgos son los clásicos de un italiano: ojos oscuros, líneas faciales marcadas, fornido, bigote espeso, pelo negro que se eleva en un gran tupé que en uno de sus buenos días parece desafiar la ley de la gravedad. Pero este no es un buen día. Tiene los ojos vidriosos y el cabello le cae en una desordenada cascada sobre la pálida frente. Las palabras salen arrastrándose de su boca con una especie de acento montañés ralentizado por la falta de sueño.
Todos los hombres que están en la sala han pasado por la misma situación, trabajando ciento veinte horas a la semana como investigador principal de un caso que simplemente se niega a encajar, en el que se reúne un conjunto de hechos que no se solidifican en un sospechoso por mucho que uno los mire. Una bola roja sin resolver es una tortura interminable, un calvario que te chupa la sangre y te remueve las tripas y que siempre parece marcar y dar forma a un inspector mucho más que los asesinatos que se resuelven. Y en lo que respecta a Pellegrini, que todavía es nuevo en la brigada de Landsman, el asesinato de Latonya Wallace está demostrando ser un rito de paso extremadamente duro.
Tom Pellegrini llevaba nueve años en el cuerpo cuando se aprobó definitivamente su traslado a homicidios, nueve años durante los que se preguntó si ser policía era realmente una vocación o simplemente el último meandro en lo que venía siendo una vida llena de giros.
Su padre era un minero de carbón en las montañas del oeste de Pensilvania, pero su padre —que también era hijo de minero— abandonó a la familia cuando Pellegrini era un niño. Tras su marcha, no quedó nada que los uniera. Una vez, siendo adulto, había ido a verlo durante un fin de semana, pero la conexión que había esperado simplemente no existía. Su padre se sentía incómodo, y la segunda esposa de este quería que se marchase, así que Pellegrini se fue ese domingo sabiendo que la visita había sido un error. Su madre le ofreció poco consuelo. Nunca había esperado demasiado de él, y de vez en cuando iba y se lo decía. Pellegrini fue criado la mayor parte del tiempo por su abuela y pasaba los veranos con una tía que lo llevaba a Maryland a ver a sus primos.
Sus primeras decisiones en la vida fueron —igual que su infancia— algo inciertas, quizá incluso producto del azar. A diferencia de la mayoría de los hombres de la unidad de homicidios, Pellegrini no tenía ninguna conexión anterior con la ciudad de Baltimore y muy poca relación con la policía cuando se unió al departamento en 1979. Llegó Prácticamente como una
tabula rasa
, tan desprovisto de raíces y relaciones como puede estarlo un hombre. Pellegrini había pasado un par de años frustrantes en la Universidad de Youngstown en Ohio, donde unos pocos semestres bastaron para convencerle de que lo suyo no era estudiar. Luego hubo un matrimonio que no funcionó, y seis meses una mina de Pensilvania que convencieron a Pellegrini de que tampoco le satisfacía seguir con la tradición familiar. Trabajó un par de años como director de una feria ambulante con la que recorrió las ciudad del estado manteniendo todas las atracciones en marcha. Al final ese trabajo le llevó a un puesto más permanente como director de un par que de atracciones en la orilla de una isla en un lago entre Detroit Windsor, Canadá, donde pasaba la mayor parte del tiempo intentando que las atracciones no se oxidaran durante los duros inviernos del norte. Cuando los dueños del parque de atracciones se negaron a pagar un mantenimiento mejor y más seguro de las atracciones, Pellegrini dimitió, convencido de que no quería estar cerca de allí cuando las sillas voladoras se salieran de órbita.
Los anuncios de ofertas de empleo lo llevaron al sur, primero a Baltimore, donde visitó a la tía que lo había acogido durante todos aquellos veranos de su infancia. Se quedó en Maryland una semana, lo bastante para responder a un anuncio de periódico que animaba a presentar solicitudes para entrar en el Departamento de Policía de Baltimore. Había trabajado una vez durante un breve periodo en una empresa de seguridad privada, y aunque aquel trabajo no consistía en nada ni remotamente parecido al trabajo de un agente de policía, le dejó con una vaga sensación de que le gustaría ser policía. A finales de la década de 1970, sin embargo, una carrera como agente de la ley ofrecía un futuro incierto; la mayor parte de los departamentos de la ciudad se enfrentaban a recortes presupuestarios y congelaciones de plantilla. Aun así, Pellegrini sintió curiosidad y asistió a la entrevista de trabajo. Pero en lugar de esperar a que le dieran el resultado, partió hacia Atlanta, donde le habían dicho que la prosperidad económica de los estados del Sun Belt ofrecía mejores garantías de empleo. Se quedó a pasar la noche en Atlanta, leyendo los anuncios de ofertas de empleo en un restaurante deprimente de un barrio deprimido de la ciudad, y luego regresó al hotel, donde le llamó su tía para decirle que había sido aceptado por la academia de policía de Baltimore.
¡Qué diablos!, se dijo a sí mismo. No sabía mucho de Baltimore, pero lo que había visto de Atlanta no podía describirse como un paraíso. Qué diablos.
Tras su graduación le destinaron al sector 4 del distrito Sur, un barrio blanco casi dividido a partes iguales entre adinerados propietarios urbanos y una clase étnica trabajadora. Desde luego no era la zona con más criminalidad de la ciudad, y Pellegrini comprendió que, si se quedaba allí diez años, nunca aprendería lo que tenía que aprender para ascender en el departamento. Si quería ser realmente bueno en esto, se dijo a sí mismo, tenía que ir a uno de los distritos duros y salvajes como el Oeste o, mejor aun, a una de las unidades que trabajaba en toda la ciudad. Después de menos de dos años en un coche patrulla, su billete para salir del
hinterland
vino de la mano de un traslado al equipo de respuesta rápida, la unidad táctica fuertemente armada que se encaraba de los delitos con rehenes y de las barricadas. El ERR trabajaba desde la central y estaba considerado una especie de unidad de élite. Sus agentes estaban divididos en equipos de cuatro hombres y se entrenaban constantemente. Día tras día Pellegrini y el resto de su brigada se entrenaban derribando puertas, entrando en habitaciones desconocidas y luego disparando balas de fogueo a figuras de cartón que representaban hombres armados. También había figuras de cartón que representaban rehenes, y si un equipo se entrenaba bien, llegaba un momento en que, en condiciones óptimas, si todos los hombres hacían bien su trabajo, no disparaban al rehén más que una de cada cuatro o cinco veces.
Era un trabajo de precisión y muy exigente, pero Pellegrini no se sintió más a gusto en el ERR de lo que lo había estado en los demás empleos de su vida. Por un lado, su relación con los otros miembros de su equipo era difícil, principalmente porque en la unidad faltaba un sargento, y Pellegrini fue seleccionado por los otros supervisores como agente al mando. Un agente al mando cobra una pequeña paga extra más que los hombres a los que dirige. Después de todo, una cosa es que el resto del equipo obedeciera órdenes de un sargento con galones de verdad en la manga y otra que esas órdenes vinieran de un supervisor temporal que no tenía más rango que los hombres a los que dirigía. Pero aún más importante para Pellegrini que las políticas de oficina era su recuerdo de un encuentro en particular en la primavera de 1985, un incidente que le permitió ver por primera vez cuál era el trabajo policial que quería hacer.
Ese año el ERR estuvo durante casi una semana bajo las órdenes directas de la unidad de homicidios del departamento de investigación criminal (DIC) y entró en varias docenas de sitios del distrito Este de Baltimore en persecución de un delincuente. Aquellas incursiones fueron causadas por un tiroteo en el que Vince Adolfo, un patrullero del Este, fue asesinado al intentar detener un coche robado. Se identificó tapidamente a un chico de la zona este de la ciudad como el asesino, pero, en las horas siguientes al tiroteo, el sospechoso consiguió darse a la fuga. Tan pronto como los inspectores de homicidios identificaban Una dirección como posible escondite, el ERR llegaba allí con un ariete y los escudos y derribaba la puerta de entrada. Era la primera vez que Pellegrini observaba de cerca a la unidad de homicidios, y cuando el operativo de Adolfo se desmanteló, le quedó el convencimiento de que quería ser una de las personas que se dedican a encontrar la puerta correcta. El trabajo de echarla abajo se lo regalaba a cualquier otro policía.