Authors: David Simon
Su metodología a menudo chocaba con otra verdad contraria de la labor policial de la unidad de homicidios: la rapidez es una aliada, pero también un riesgo. El punto débil del despliegue táctico de Landsman era su progresión linear, su preferencia por la profundidad inmediata en lugar de ampliar el radio de acción. Optar por un plan de ataque con una única línea de avance siempre era una apuesta, y el inspector que seguía un pasillo en línea recta, desechando el resto del laberinto de la investigación, no tenía ninguna garantía de que no terminaría en un callejón sin salida. Tampoco estaba seguro de que si se equivocaba, pudiera deshacer sus pasos y abrir de nuevo las puertas de las que había prescindido.
En Reservoir Hill, el laberinto crece en tamaño y complejidad a cada hora que pasa. Cuando la clase de reclutas vuelve a su autobús, los demás inspectores y agentes destinados al caso aún rastrean las hileras de casas de las avenidas Park y Callow, al este y al oeste del callejón donde se descubrió el cuerpo. Otros interrogan a los vendedores de comida ambulante y las tiendas en Whitelock y la cercana avenida North, interrogando acerca de un posible comprador de perritos calientes con chucrut entre el martes y el miércoles. Repartidos por las casas de los compañeros de colegio de Latonya Wallace, el puñado restante de inspectores hace preguntas sobre su rutina diaria, sus costumbres, si le interesaban los chicos, y viceversa; son datos necesarios, preguntas obligadas que, sin embargo, parecen forzadas teniendo en cuenta la edad de la niña.
Los investigadores principales, Tom Pellegrini y Harry Edgerton, pasan buena parte del día frente a la pantalla, alimentando la base de datos con nombres y extrayendo una pila de expedientes criminales. Edgerton aún no ha resuelto el asesinato de Brenda Thompson, pero el dossier del caso, que contiene páginas y páginas de notas manuscritas fruto de su última entrevista con un sospechoso, ha quedado enterrado su escritorio, reemplazado por carpetas de color blanco que dividen los historiales penales de los residentes de Reservoir Hill por calle y número de bloque. Tampoco a Tom Pellegrini le quita ya el sueño el caso de Rudy Newsome, de hace dos semanas: es el inspector principal en la investigación del asesinato de una niña, y esa es su prioridad durante las próximas semanas. Nadie esperaría lo contrario. Las prioridades forzosas son otra verdad del trabajo policial que todo inspector aprende a aceptar. Cuando vivía, Rudy Newsome era un matón sin cara en el negocio de la droga en Baltimore, donde cada día se ingresa un millón de dólares; no pasaba de ser un emprendedor esquinero que demostró ser totalmente prescindible. Ahora que está muerto, vuelven a empujarle a un lado; esta vez es una tragedia más grande la que grita más fuerte, pide venganza con más ansias.
En el segundo día, más tarde, Pellegrini deja la oficina para ir a la calle Whitelock, entrevistar a los comerciantes y residentes, hacer preguntas rutinarias acerca del Pescadero, que sigue siendo su principal sospechoso. Pellegrini le pregunta a toda la gente con la que se cruza si sabe algo del apartamento del dueño del local, dónde estaba a principios de semana, su supuesto interés por las chicas muy jóvenes, su relación con la víctima. Planea interrogar al Pescadero en la central a la mañana siguiente, después de repasar su historial un poco más a fondo. Con un poco de suerte, alguien de la calle Whitelock se irá de la lengua, sabrá algo sobre el viejo, un dato que pueda utilizar durante el interrogatorio.
Pellegrini trabaja la calle y acumula datos aquí y allá: la gente insinúa cosas sobre el Pescadero y las jovencitas, pero nada parecido a una denuncia formal. Por ahora, Pellegrini sólo puede considerarle un sospechoso entre tantos.
Después de recorrer la calle, regresa a su despacho para ponerse al día con Edgerton, que aún está cotejando los historiales penales de los habitantes de la zona de Newington. Pellegrini toma la carpeta de las direcciones correspondientes a la avenida Callow y repasa una docena de dossieres. Las fichas que contienen arrestos por delitos sexuales están marcadas con boli rojo.
—Vaya puñado de pervertidos se ha ido a juntar en el mismo bloque —gruñe Pellegrini, cansado.
—Pues sí, igual les hacen descuento en el aparcamiento —conviene Edgerton.
Los sospechosos menos probables quedan a cargo de los agentes Atinados al caso, mientras que los propios inspectores se dedican a comprobar las coartadas de los que tienen más números de ser culpables. Edgerton se concentra en el perfil de un joven adicto en Lindin mientras que Pellegrini coteja los datos de un tipo en la avenida Callow. Es un poco como intentar completar una escalera en el póquer cuando la carta que te falta es una de las de en medio, pero sin escena del crimen —el lugar en el que la niña fue efectivamente asesinada—no hay manera de reducir las posibilidades.
Y ¿dónde diablos está esa escena? ¿Dónde coño ocultó ese hijo de puta a la chica durante un día y medio sin que nadie se diera cuenta? Cada hora que pasa, se dice Pellegrini, la escena se deteriora. Pellegrini está seguro de que el lugar se encuentra en algún punto de Reservoir Hill, que un auténtico tesoro de pruebas le espera en algún dormitorio o sótano. «Pero ¿dónde no hemos mirado todavía?», se pregunta.
A última hora de la tarde, Jay Landsman, Eddie Brown y otros agentes del operativo están otra vez en Reservoir Hill comprobando las casas abandonadas y los garajes de Newington, Callow y Park en busca del lugar del crimen. Se supone que las unidades tácticas repasaron todas las propiedades vacías de la zona la noche anterior, pero Landsman quiere asegurarse de que no se ha pasado nada por alto. Tras uno de los registros, los hombres van a tomar un refresco a una tienda de comida para llevar de la calle Whitelock, donde traban conversación con la propietaria, una joven mujer de piel clara que rechaza la propina de los inspectores.
—¿Qué tal va todo? —pregunta Landsman.
La mujer sonríe, pero no dice nada.
—¿Ha oído usted algo?
—Están todos por aquí por lo de esa chica, ¿verdad?
Landsman asiente. La mujer parece querer decirles algo y mira intensamente a ambos detectives y luego a la calle.
—¿Qué pasa?
—Bueno…, he oído que…
—Espere un momento.
Landsman cierra la puerta de la tienda y luego se inclina sobre el mostrador. La mujer recupera el aliento.
—Puede que no sea nada…
—Está bien, no se preocupe.
—Hay un hombre que vive cerca, en Newington, justo en frente de donde dicen que ha pasado. Bebe, ¿saben? Y vino esa misma mañana diciendo que habían raptado y asesinado a una niña pequeña.
—¿A qué hora fue eso?
—Debían ser las nueve más o menos.
—¿Las nueve de la mañana? ¿Está segura?
La mujer asiente.
—¿Qué dijo, exactamente? ¿Dijo cómo habían asesinado a la niña?
La mujer niega con la cabeza.
—Sólo dijo que la habían matado. Me pareció curioso porque nadie aquí sabía nada de ello y, además, actuaba de una forma rara…
—¿Rara, como si estuviera nervioso?
—Sí, nervioso.
—¿Y este tipo bebe?
—Bebe mucho. Es viejo. Siempre ha sido, ya saben, un poco extraño.
—¿Cómo se llama?
La mujer se muerde el labio inferior.
—Oiga, nadie va a saber que el nombre salió de usted.
Da el nombre en un susurro.
—Gracias. No la mencionaremos a usted en ningún momento.
La mujer sonríe.
—Por favor…, no quiero que la gente de por aquí se vuelva contra mí.
Landsman regresa al asiento del pasajero del Cavalier antes de escribir el nombre —un nombre nuevo— en su libreta. Y cuando Edgerton lo introduce en el ordenador esa tarde, encuentra de verdad a un hombre con ese mismo nombre y una dirección en la avenida Newington. Y maldita sea si en la ficha del tío no hay un par de viejas acusaciones de violación.
Otro pasillo.
Llegan en dos coches —Edgerton, Pellegrini, Eddie Brown, Ceruti, Bertina Silver, del turno de Stanton, y dos de los agentes del operativo—, una escolta exagerada para ir a por un viejo borracho pero el número adecuado de personas para efectuar un registro a simple vista del apartamento del hombre.
Para eso carecen de autoridad legal; sus motivos para sospechar del anciano no cumplen los requisitos legales de la causa probable, y, sin una orden de registro firmada por un juez, los inspectores no pueden llevarse ningún objeto ni realizar un registro a fondo, de los de abrir todos los cajones y dar la vuelta a los colchones. Por otra parte, si el hombre les permite entrar en su apartamento, sí pueden mirar lo que esté a la vista. Y para ese propósito, cuantos más ojos, mejor.
Bert Silver se encarga del sospechoso tan pronto como abre la puerta, dirigiéndose a él por su nombre y dejándole claro, en una sola e informativa frase, que medio departamento de policía ha acudido a pedirle que les haga el honor de acompañarlos a la central. Los demás inspectores pasan junto a ellos dos y empiezan a moverse lentamente por un fétido apartamento de tres habitaciones abarrotado de trastos.
El anciano gime y niega con la cabeza. Luego trata de formular algún tipo de frase formada por sílabas aparentemente inconexas. A Bert Silver le cuesta unos pocos minutos empezar a descifrarlo.
—
Ta noshe no
.
—Sí, esta noche. Necesitamos hablar contigo. ¿Dónde tienes los pantalones? ¿Son aquellos de allí?
—No quiero ir.
—Bueno, tenemos que hablar contigo.
—Noo. No quiero.
—Bueno, tienes que querer. ¿No querrás que tengamos que arrestarte, verdad? ¿Son estos tus pantalones?
—
Loh negos
.
—¿Quieres los negros?
Mientras Bertina Silver viste a su sospechoso, los demás inspectores se mueven cuidadosamente por las habitaciones buscando salpicaduras de sangre, cuchillos de sierra o un pequeño pendiente de oro con forma de estrella. Harry Edgerton comprueba la cocina por si hay perritos calientes o chucrut, y luego va al dormitorio, donde encuentra una espesa mancha roja junto a la cama del hombre.
—¡Uau! ¿Qué coño es esto?
Edgerton y Eddie Brown se agachan. El color es púrpura casi rojo, pero brillante. Edgerton toca con el dedo el borde de la masa.
—Es pegajoso —dice.
—Lo más probable es que sea vino —dice Brown, volviéndose hacia el hombre—. Eh, compadre, ¿se te cayó aquí una botella?
El viejo gruñe.
—Eso no es sangre —dice Brown, riéndose suavemente—. Eso va a ser garrafón.
Edgerton está de acuerdo, pero saca una pequeña navaja, corta un pequeño trozo de la sustancia y la mete en una pequeña bolsa de plástico. En el vestíbulo, el inspector hace lo mismo con una mancha entre marrón y roja que recorre el pladur durante un metro y cuarto. Si en cualquiera de las dos muestras se detecta sangre, tendrán que regresar con una orden de registro y tomar nuevas muestras para presentarlas como pruebas, pero Edgerton cree que la posibilidad de que sea así es muy remota. Mejor dejar que los técnicos del laboratorio analicen una muestra esta noche y salir de dudas.
El anciano mira a su alrededor, súbitamente consciente de la multitud que hay en su casa.
—¿
Questánasiendo
?
—Te están esperando. ¿Necesitas una chaqueta? ¿Dónde tienes la chaqueta.
El anciano señala una vieja chaqueta polar colgada en la puerta de un armario. Silver la coge y le ayuda a ponérsela. Al hombre le cuesta meter los brazos en las mangas.
Brown niega con la cabeza.
—Este no es el tipo que buscamos —dice en voz baja—. Ni hablar.
Quince minutos más tarde, en el vestíbulo frente a la sala de interrogatorios del sexto piso, Jay Landsman llega a la misma conclusión. Mira a través de la ventana con rejilla de la puerta hacia la gran habitación. La ventana sólo funciona en un sentido: desde dentro del cubículo de dos metros y medio por dos metros no se podía ver la cara de Landsman; la ventana misma, desde el interior, parecía casi metálica, algo entre una lámina de acero y un espejo borroso.
Enmarcado en la ventanilla está el anciano del lado sur de Newington, el viejo que se suponía que supo del asesinato antes que los demás vecinos. Sí, allí está sentado, su último sospechoso, un colgado borracho como una cuba, atrapado en algún punto de esa transitada carretera que va del garrafón al licor barato, con la bragueta bajada y los botones de su camisa manchada abrochados en los ojales equivocados. Ciertamente Bert Silver no perdió tiempo preocupándose por su ropa.
El inspector jefe mira cómo el anciano se frota los ojos, se hunde en la silla de metal y luego se inclina hacia delante para rascarse partes oscuras y prohibidas en las que Landsman no quiere ni pensar. A pesar de que le sacaron de su estupor y su miseria hace menos de una hora, el anciano está ahora totalmente despierto y espera pacientemente en el cubículo vacío, resollando a intervalos regulares.
Eso en sí mismo es mala señal. Contradice claramente el cuarto mandamiento del manual de homicidios, que afirma que un hombre mócente al que se deje en una sala de interrogación permanecerá despierto, frotándose los ojos, mirando las paredes del cubículo y rascándose en partes oscuras y prohibidas. Un hombre culpable al que se deja solo en una sala de interrogatorios se va a dormir.
Como la mayoría de las teorías que tienen que ver con la sala de interrogatorios, la Regla del Sospechoso Dormido no se puede invocar sin excepciones. Algunos novatos que todavía no están acostumbrados al estrés inherente del crimen y su castigo tienen a balbucir, sudar excesivamente y, en general, a ponerse enfermos antes y durante el interrogatorio. Pero Landsman difícilmente puede animarse cuando ve que el viejo de la avenida Newington, a pesar de estar borracho y desastrado y que básicamente lo han sacado de la cama en mitad de la noche, se resiste a considerar su situación como una excusa para echar una cabezadita. El inspector jefe niega con la cabeza y camina de vuelta a la oficina.
—Caramba, Tom, ese tío tenía mucho mejor aspecto antes de que lo trajéramos —dice Landsman—. No puedo imaginarme que sea nada más que un borracho.
Pellegrini está de acuerdo. La aparición del anciano en la unidad de homicidios y el hecho de que Landsman lo desestimara como sospechoso casi inmediatamente marcan la última fase de la transformación de vejestorio alcoholizado a posible asesino de niñas y luego de vuelta a borracho inofensivo. Para el viejo fue una frenética metamorfosis de tres días de la que había permanecido felizmente ignorante.