Authors: David Simon
—Mira, esto es lo que creo que pasó —le dijo Garvey, ofreciéndole una alternativa y sin la ventaja de su traje elegante—. A este hombre le dispararon en la pierna, y se desangró porque el disparo le reventó una arteria. No creo que nadie quisiera matarlo.
—Se lo juro, le juro por Dios —gimoteó Roosevel Smith—. Le juro por lo más sagrado que yo no disparé a nadie. ¿Tengo pinta de asesino?
—Pues no sé —respondió Garvey—. ¿Qué aspecto tiene un asesino?
Una hora más y Roosevelt Smith admitió que estaba al volante del coche que huyó, a cambio de cincuenta pavos del botín. También les dio el nombre de su sobrino, que se había quedado en el bar durante todo el atraco. No sabía cómo se llamaban los otros dos tipos, le dijo a Garvey, pero su sobrino sí los conocía. Como si fuera consciente de que era responsabilidad suya mantener la investigación por la recta vía, el sobrino se entregó esa misma mañana e inmediatamente reaccionó a la técnica de interrogatorios clásica de McAllister, la apelación matriarcal a la culpa.
—Mi m-m-adre está enferma, de verdad —les dijo el sobrino, tartamudeando—. T-t-tengo que ir a mi casa.
—Seguro que tu madre estará muy orgullosa de ti, ¿verdad? ¿A que sí?
Diez minutos más y el sobrino tenía el rostro surcado de lágrimas y aporreaba la puerta para que vinieran los inspectores a tomarle declaración. Fue un buen hijo, y largó los nombres de los otros dos atracadores. Garvey, McAllister y Bob Bowman trabajaron contrarreloj y emitieron órdenes de registro de dos direcciones de Baltimore Este; llegaron a las casas antes de que amaneciera. En la casa de la avenida Milton detuvieron a otro sospechoso y confiscaron una escopeta del calibre .45 que los testigos decían haber visto durante el atraco. En el segundo domicilio encontraron al que disparó, un pequeño sociópata rapado de nombre Westley Branch.
Aún no habían localizado el arma del crimen, un revólver del .38, y a diferencia del resto de acusados, Branch se negó a declarar en la sala de interrogatorios, por lo que las pruebas contra él aún eran circunstanciales. Pero tres días más tarde llegaron los verdaderos pesos pesados del laboratorio: las huellas de Branch eran las mismas que las huellas halladas en la lata de licor Colt 45 que encontraron cerca de la caja registradora del bar de Fairfield.
Huellas, matrículas de coche, testigos que cooperaban: desde luego, Garvey estaba tocado por un ángel. Le habían impuesto las manos, tan seguro como que se pasaba el día de arriba abajo, en un coche sin distintivos, cruzando la ciudad mientras transformaba todos los actos criminales en una orden de detención. La huella del caso del bar de Fairfield, sin ir más lejos, merecía ser fruto de una ofrenda como las que pueblan el Antiguo Testamento. Como mínimo, Garvey debería haber sacrificado a una virgen, o a un cadete de policía o cualquier otra cosa que fuera el equivalente de Baltimore a un carnero inocente. Con unas pocas bendiciones y algo de fluido, seguro que el Gran Comandante de Turno del Cielo se habría apaciguado.
En lugar de eso, Garvey se limitó a regresar a su despacho y contestó el teléfono: el acto impulsivo de un hombre que ignora las exigencias del karma.
Ahora, de pie frente a la carcasa de un traficante de Pimlico, no tiene derecho a invocar a los dioses. No puede creer que el delgaducho que ahora va camino de la unidad de homicidios sepa nada de este asesinato. No tiene derecho a esperar que ese tipo termine haciendo frente a una condena en libertad condicional de cinco años por posesión de drogas. Y desde luego, no tiene motivos para imaginar que conozca a alguno de los atacantes de nombre, porque por casualidad estuviera en la cárcel de Jessup al mismo tiempo que ellos.
Y sin embargo, al cabo de una hora de despejar la escena del crimen de la avenida Woodland, Garvey y McAllister escriben como posesos en la sala grande de interrogatorios, escuchando como anfitriones de un educado informante de lo más cooperativo, llamado Reds.
—Estoy en libertad condicional —le dice el tipo a Garvey—. Si me acusan, terminaré otra vez en la cárcel.
—Reds, tienes que decirme qué piensas hacer con esto.
El hombre delgado asiente y acepta el trato tácito. Con un crimen, hace falta que se presente un fiscal de la central para pactar; con un delito menor como posesión de drogas, cualquier inspector tiene margen de maniobra para retirar los cargos con una rápida llamada a la fiscalía. Mientras Reds les cuenta todo lo que sabe del asesinato de la avenida Woodland, un inspector de homicidios está hablando con el comisionado adjunto del distrito Noroeste para que aprueben libertad sin fianza.
—¿Cuántos eran? —pregunta Garvey.
—Diría que tres. Pero sólo conozco a dos.
—¿Quiénes?
—Uno se llama Stony. Nos conocemos del rap.
—¿Y su verdadero nombre?
—No lo sé —dice Reds.
Garvey se lo queda mirando, incrédulo.
—¿Andáis juntos con lo del rap y no sabes cómo se llama?
Reds sonríe porque le han cogido en una mentira estúpida.
—McKesson —admite—. Walter McKesson.
—¿Y el otro tipo?
—Sólo sé que se llama Glen. Es uno de los chicos de North y Pulaski. Creo que Stony ahora trabaja para él.
El joven Glen Alexander era un recién llegado en las galerías de tiro de la avenida West North. McKesson tampoco es ningún perezoso: logró evitar una acusación de asesinato en el año 1981. Garvey lo sabe, eso y más, después de media hora de que el ordenador de la base de datos centralizada escupa datos. Alexander y McKesson estaban en Pimlico por negocios, ofreciendo muestras gratis a todos los drogatas de Park Heights, para expandir su mercado y su parte del pastel a costa del territorio de otro tipo. Uno de los hombres de los traficantes de Pimlico, Cornelius Langley, se lo tomó mal. Hubo un intercambio de amenazas en la avenida Woodland esa mañana, entre Langley y Alexander. Como MacArthur, el pequeño Glen salió por piernas avisando que regresaría, y como MacArthur, así lo hizo.
Cuando el Volvo dorado aparcó en la avenida Woodland, Reds estaba en un callejón. Venía de los apartamentos de Palmer Court, donde se había metido un chute. Salió a la avenida justo cuando McKesson apuntaba a Cornelius Langley.
—¿Dónde estaba Glen? —pregunta Garvey.
—Detrás de McKesson.
—¿Tenía una pistola?
—Creo que sí. Pero al que yo vi disparar al chico fue McKesson.
Langley siguió firme, un verdadero estoico, y se negó a huir incluso cuando empezaron a salir hombres del Volvo. El hermano pequeño de la víctima, Michael, estaba con él cuando el tiroteo empezó, pero se fue corriendo cuando Cornelius cayó abatido.
—¿Y Langley tenía pistola?
—No que yo viera —dice Reds, sacudiendo la cabeza—. Pero debería. Los chicos de North y Pulaski no juegan a los dados.
Garvey repasa lo sucedido por segunda vez, lentamente, y recopila algunos detalles más mientras escribe la historia de Reds en ocho o nueve folios. Incluso aunque no le libraran de su acusación por posesión de drogas, Reds no es muy buen testigo. Tiene una hoja de antecedentes policiales sin fin y marcas en los brazos dignas de un circuito de carreras. Sin embargo, Michael Langley es otra historia. McAllister va abajo y le trae un refresco a Reds. El hombre estira su cuerpo desgarbado, mientras la silla rechina contra el suelo.
Toda esta droga me está destrozando —dice—. Os llevasteis mi mierda y ahora no tengo nada. ¿La vida es dura, sabes?
Garvey sonríe. Una media hora más tarde, llegan las órdenes del tribunal del distrito Noroeste, y Reds firma la hoja de reconocimiento personal y se introduce en el asiento trasero de un Cavalier. Van a acompañarle a un corto viaje, hasta la carretera de Jones Falls. En Cold Spring con Pall Malí, se agacha para que no le vean en un coche de policía, a pesar de que es uno sin distintivos.
—¿Quieres bajarte en Pimlico Road o en otro sitio? —pregunta Garvey, solícito—. ¿Es seguro para ti?
—Aquí está bien. No hay nadie. Entra por el lado de la calle.
—Cuídate, Reds.
—Tú también, tío.
A. desaparece. Se desliza fuera del coche tan rápidamente que, antes de que cambie el semáforo, ya está a medio bloque de distancia y avanza con presteza. No mira atrás.
A la mañana siguiente, después de la autopsia, McAllister interpreta su discurso patentado, «Por el bien de la víctima», delante de la madre del muerto. Lo hace con tan aparente sinceridad que a Garvey le dan ganas de vomitar, y se pregunta si McAllister terminará su sermón arrodillado. Está claro que Mac es un artista cuando se trata de una madre desconsolada.
Esta vez el espectáculo es por Michael Langley, que lleva desaparecido desde que oyó los tiros de la avenida Woodland que mataron a su hermano. Antes que testificar contra los tipos que se lo pelaron, el chico corrió hasta su casa, hizo una bolsa y se dirigió al sur, hacia las proverbiales tierras Langley en Carolina. Dígale que vuelva, le dice McAllister a la madre. Que vuelva para vengar la muerte de su hijo.
Y funciona. Una semana más tarde, Michael Langley regresa a la ciudad de Baltimore y a su unidad de homicidios, donde no pierde un segundo en identificar a Glen Alexander y Walter McKesson a partir de unas fotografías. Pronto Garvey vuelve a la oficina administrativa, e imprime dos órdenes de detención más.
Ocho casos resueltos. Mientras el verano sigue apretando el cuello del resto del turno, Rich Garvey vuelve a estar en comunión con la maquina de escribir, construyendo un año perfecto.
La Noche del Infierno son tres hombres de un turno de medianoche que no termina, con los teléfonos que no paran de sonar y los cuerpos amontonados en el congelador del laboratorio forense como si fueran vuelos en espera de aterrizaje en el aeropuerto de La Guardia. Llega sin piedad, un cuarto de hora antes de las doce, y más de media hora después de que la brigada de Roger Nolan haya entrado por la puerta. Kincaid es el primero, luego McAllister y, finalmente, el propio Nolan. Edgerton llega tarde, como de costumbre. Antes de que nadie pueda terminarse ni siquiera el primer café, suena la primera llamada. Y esta vez es algo más que el cadáver de costumbre. Es un tiroteo en el que están implicados policías de la central.
Nolan llama a Gary D'Addario a su casa. El protocolo dice que, sin importar la hora que sea, el responsable de turno tiene que regresar al despacho para supervisar la investigación de cualquier incidente en el que estén mezclados agentes de la policía. Luego llama a Kim Cordwell, una de las dos secretarias asignadas a la unidad de homicidios. Ella también tendrá que echarle horas extras, para que el informe requerido a las veinticuatro horas esté perfectamente mecanografiado y en la mesa de todos los altos mandos a primera hora de la mañana.
El inspector jefe y sus dos hombres se dirigen luego a la escena del crimen, y dejan los teléfonos a cargo de la centralita hasta que Edgerton llegue para quedarse y organizar al personal de oficina. Nolan piensa que no tiene sentido prescindir de un hombre: un tiroteo en el que están implicados policías es por definición una bola roja, y por ende, todos arriman el hombro.
Se suben en dos Cavaliers y llegan al aparcamiento vacío de la avenida Druid Hill, donde la mitad de la unidad antivicio de paisano del distrito Oeste los espera, de pie alrededor de un Oldsmobile Cutlass que está estacionado allí. McAllister contempla la escena y experimenta un
dé ja vu.
—Quizá soy yo —le dice a Nolan—, pero esto me resulta familiar.
—Sé lo que quieres decir —responde el inspector jefe.
Sigue una breve conversación con el inspector jefe de la unidad antivicio del distrito Oeste. McAllister vuelve al lado de Nolan, luchando en silencio contra lo cómico de la escena.
—Es otro diez-setenta y ocho —dice McAllister, sarcástico. Acaba de crear otro código para la ocasión—. Es la típica mamada interrumpida por un tiroteo policial.
—Maldita sea —dice Kincaid—. Ya ni se la pueden chupar a un tío sin que le metan dos tiros.
—Esta ciudad es jodidamente dura —asiente Nolan.
Tres meses atrás, sucedió lo mismo en la calle Stricker; McAllister también fue el inspector principal de ese caso. Los hechos eran idénticos: el sospechoso contrata los servicios de una prostituta de la avenida Pennsylvania. El sospechoso aparca en un lugar aislado, se baja los pantalones y se concentra en recibir una felación valorada en veinte dólares. Se acercan unos policías de paisano de la antivicio del distrito Oeste; el sospechoso entra en barrena y hace algo que a los agentes les parece amenazador. Al sospechoso le cosen a balazos de una .38 y termina, con suerte, la noche en una sala de urgencias, reflexionando sobre las dulces alegrías de la fidelidad marital.
No es un buen sistema para hacer cumplir la ley. Es más bien feo. Sin embargo, con algo de mano izquierda y talento, ambos incidentes serán declarados justificables por la fiscalía. En un sentido legal estricto, claro que están justificados. Antes de disparar sus armas, los policías quizá creyeran que corrían peligro. Cuando le ordenaron que se rindiera, el sospechoso de la calle Stricker se volvió para coger algo de la parte trasera de su coche, y un agente le disparó en la cara, por miedo a que estuviera buscando un arma. En el incidente de esta noche, el oficial disparó a través del parabrisas, después de que el sospechoso arrollara a uno de los policías con su parachoques al intentar huir de ellos.
Sin embargo, para los inspectores de homicidios, un tiroteo policial justificado sólo significa que no había intención criminal en los actos de los agentes y que, en el momento de hacer uso de la fuerza, estos creyeron genuinamente que estaban en peligro. Desde el punto de vista legal, esta definición es tan estricta como un chicle gastado, y en el caso de los dos tiroteos de la unidad antivicio del distrito, los de homicidios no tienen manías en explorar ese abismo. El subterfugio inherente en cualquier caso de tiroteo con implicación de policías está claro para cualquier agente que lleve un par de años en las calles. Si a Nolan, McAllister o Kincaid les preguntaran en la escena del crimen si creían que los disparos estaban justificados, contestarían que sí. Pero si la pregunta es si el tiroteo es buena labor policial, la respuesta sería completamente distinta, o más bien, se abstendrían de responder.
En el reino del trabajo policial en Estados Unidos, el engaño se ha generalizado. En todos los departamentos policiales importantes, la investigación primaria de cualquier caso de tiroteo policial siempre se centra en que el incidente tenga el aire más limpio y profesional posible. Y en todos los departamentos, el sesgo en el fondo de una investigación de esas características se considera la única respuesta razonable para un público que necesita creer que los buenos policías siempre están mezclados en tiroteos por una buena razón; e igualmente, que los tiroteos por motivos dudosos sólo se deben a policías podridos. Una y otra vez, la mentira debe mantenerse.