Authors: David Simon
Los prejuicios eran profundos. Bastaba que un hombre fuera a la sala del café y escuchara a un veterano inspector analizar científicamente los cráneos de los chicos de color: «… ahora bien, el que tiene la cabeza en forma de bala, ese es un asesino a sangre fría, es peligroso. Pero los de cabeza en forma de cacahuete son sólo camellos y ladronzuelos. Y ojo con el que se balancea hacia atrás, por lo general…»
Los inspectores negros vivían y trabajaban dentro de esos límites, ofreciéndose tácitamente como refutación a las escenas del gueto que veían sus compañeros cada noche. Si un tipo blanco aún así no lo entendía, que se jodierá. ¿Qué más podía hacer un policía negro? ¿Llamar a la NAACP? Edgerton y los demás inspectores negros no podían ganar esa pelea y, por tanto, no peleaban.
Pero Edgerton sí cree que puede ganar en su pelea con Eugene Dale. Y cuando entra en la sala de interrogatorios por primera vez está deseando darse una pausa para que Dale se cueza un poco antes de tomarle declaración completa en una segunda conversación.
Abajo, en el laboratorio de balística, Joe «no las compares» Ropera, el decano de los técnicos en armas de Baltimore, tiene ambas balas bajo el microscopio y las gira lentamente en la bandejita de muestras, alineando las estrías y marcas en el visor partido. Por las marcas más obvias de ambas balas, Kopera determina casi inmediatamente que son proyectiles del calibre .32 del mismo tipo de arma, en este caso un revolver del .32 con la mira desviada a la izquierda. Esto quiere decir que los surcos del interior del cañón —que son distintos en cada arma— imprimen un total de seis profundas grietas en la parte final del proyectil, y que esas grietas giran hacia la izquierda.
Con ese dato, Kopera puede afirmar que la bala que mató a Andrea Perry fue disparada con un revólver de modelo igual o similar al que se capturó en el registro que se había hecho esa tarde en casa de Dale. Pero saber si la bala fue disparada con la misma arma requiere más: las marcas de estrías —pequeños arañazos causados por las imperfecciones y los residuos que hay dentro del cañón— deben encajar también. Kopera deja el microscopio encendido y sube arriba a tomarse un café y conferenciar con los inspectores.
—¿Cuál es el veredicto? —pregunta Nolan.
—El mismo tipo de arma y de munición. Pero me va a llevar un tiempo estar seguro.
—¿Te ayudará si te decimos que es culpable?
Kopera sonríe y entra en la sala del café. Edgerton ya está de nuevo en la sala grande, sufriendo la segunda declaración de Dale. Esta vez, Edgerton menciona la posibilidad de que haya huellas dactilares en el arma aunque, de hecho, el técnico del laboratorio no pudo encontrar ninguna huella latente antes de que el arma fuera a Kopera.
—Si no es tu revólver, ¿qué vas a decir cuando encontremos tus huellas por todas partes?
—Sí es mío —dice Dale.
—El revólver es tuyo.
—Ajá.
Edgerton casi puede oír el sonido del cerebro de Dale moviéndose en la oscuridad. La Salida. La Salida. ¿Dónde está mi Salida? Edgerton ya sabe por qué ventana tratará de salir su sospechoso.
—Quiero decir que el revólver es mío, pero que yo no he matado a nadie.
—¿Es tu revólver pero no has matado a nadie?
—No. Esa noche se lo dejé a un par de tipos. Me dijeron que lo necesitaban para asustar a alguien.
—Permitiste que se lo llevaran un par de tíos. Presentía que ibas a decir algo así.
—No sabía para qué lo necesitaban…
—Y estos tíos fueron y violaron a esa niña —dice Edgerton, con la mirada fija en el sospechoso— y luego se la llevaron al callejón y le pegaron un tiro en la cabeza, ¿no?
Dale se encoge de hombros.
—No sé qué hicieron con ella.
Edgerton le mira fríamente.
—¿Cómo se llaman tus amigos?
—¿Cómo se llaman?
—Sí. Tendrán nombre, ¿no? Les dejaste tu revólver, así que al m nos sabrás quienes eran.
—Si se lo digo, les meto en un lío.
—Coño, claro que les metes en un lío. Les van a acusar del asesinato, ¿sabes? Pero es o ellos o tú. Así que ¿cómo se llaman?
—No se lo puedo decir.
Edgerton ha tenido bastante.
—Estás a punto de ser acusado en un caso en el que se pedirá la pena de muerte —dice, subiendo cada vez más la voz por el enfado— pero no me vas a decir los nombres de los misteriosos amigos que tomaron prestada tu pistola porque les meterías en un lío. ¿Es esa tu historia?
—No puedo decir quienes eran.
—Porque no existen.
—No.
—Tú no tienes amigos. No tienes un puto amigo en todo el mundo.
—Si se lo digo, me matarán.
—Si no me lo dices —grita Edgerton— te voy a meter en el Corredor de la Muerte. Tú eliges…
Eugene Dale mira a la mesa y luego otra vez al inspector. Niega con la cabeza y levanta los brazos, un gesto de rendición, de petición de auxilio.
—A la mierda —dice Edgerton, levantándose otra vez—. No sé ni por qué pierdo el tiempo contigo.
Edgerton sale de la sala de interrogatorios grande dando un portazo y presenta una media sonrisa a su inspector jefe.
—Es inocente.
—¿Ah, sí?
—Sí. Unos amigos suyos le pidieron prestado el revólver y al devolvérselo se olvidaron de decirle que habían violado y matado a una niña.
Nolan se ríe.
—¿No te cabrea muchísimo cuando pasa esto?
—Te juro que estoy dispuesto a darle una paliza a ese tío.
—Tan mal lo llevas, ¿eh?
Edgerton pasea hasta la sala del café para tomarse otro vaso pero, al cabo de cinco minutos, Eugene Dale tiene algo más que decir. Golpea estruendosamente la puerta, pero Edgerton no le hace caso. Al final, Jay Landsman sale de su oficina par ver qué es todo aquel escándalo.
—Inspector, señor, ¿puedo hablar con usted un momento?
—¿Conmigo?
—Si, señor. Ese otro policía no quiere escucharme y…
Landsman niega con la cabeza.
—Te irá mejor si no hablas conmigo —dice Landsman— porque lo que yo quiero hacer es entrar ahí y darte una paliza por lo que le hiciste a esa chica. No te…
—Pero yo no le hice…
—Eh —dice Landsman—. Si quieres hablar conmigo lo vas a tener que hacer sin dientes, ¿entiendes? Estás mucho mejor con el inspector.
Dale se retira a la sala y Lansman cierra de un portazo y regresa a su escritorio, pensando que su día ha mejorado un poco.
Cinco minutos después, regresa Edgerton al pasillo lo bastante calmado como para volverlo a intentar. Cuando abre la puerta de metal, Kopera pasa junto a él saliendo de la escalera.
—Tenemos un ganador, Harry.
—Fantástico, doctor K.
—Las estrías son suaves pero no hay problemas para identificar el arma.
—Perfecto, muchas gracias.
Edgerton cierra la puerta con otro portazo tras de sí y se lo pone muy clarito a Eugene una última vez: hay una víctima viva que los identificará a él y a su arma. Hay un informe de balística que identifica su revólver como el utilizado en el crimen. Y, ah, sí, están aquellas huellas suyas en el arma…
—Me gustaría decirle el nombre de mi amigo.
—Vale —dice Edgerton—. Dímelo.
—Pero no sé cómo se llama.
—No sabes cómo se llama.
—No. Me lo dijo pero lo he olvidado. Su apodo es Lips. Vive en Baltimore Oeste.
—No sabes cómo se llama pero le dejaste tu revólver.
—Ajá.
—Lips, de Baltimore Oeste.
—Así es como le llaman.
—¿Cómo se llama el otro tipo?
Dale se encoje de hombros.
—Eugene, ¿sabes qué creo?
Dale le mira, un vivo retrato de la voluntad de cooperar.
—Creo que te vuelves a la cárcel.
Sin embargo, Edgerton sigue trabajando sobre aquella historia absurda y sale del interrogatorio antes del amanecer con una declaración de once páginas en la que Dale, en una versión casi final de los acontecimientos, le presta el arma a Lips y a otro hombre del este de la ciudad cuyo nombre Dale le dice al inspector. Al parecer, el segundo hombre es alguien a quien Dale le debe una del pasado. Dale admite que vio a Andrea Perry jugando con su prima y admite también haber estado en la calle y haber oído el disparo en el callejón. Llega incluso a sugerir que, aunque sus amigos le devolvieron la pistola con una bala menos, y aunque creía que habían violado y matado a la chica, no fue a la policía porque no quería verse mezclado en todo aquello.
—Estoy en libertad condicional —le recuerda a Edgerton.
Cuando llega el alba a la oficina de homicidios, Edgerton está ante la máquina de escribir de la oficina de administración, escribiendo el documento de dos páginas en el que se detallan los cargos a su sospechoso. Pero cuando lo lleva a la sala de interrogatorios y se lo enseña a Dale, el sospechoso lo lee rápidamente y lo rompe en pedazos, subien do así todavía más en la estima de Edgerton, cuyas habilidades como mecanógrafo dejan mucho que desear.
—No le hace falta nada de esto —dice Dale— porque le voy a decir la verdad. Yo no maté a esa chica. De hecho, no sé quién la mató.
Edgerton escucha la versión número tres de los hechos.
—No sé quién la mató. El motivo por el que le he dicho lo de antes era para proteger a mi novia y a mi familia. Yo trabajo todo los días mientras sus parientes están todo el día entrando y saliendo del apartamento. Todas sus hermanas y hermanos utilizan el apartamento mientras yo estoy durmiendo en el dormitorio.
Edgerton no dice nada. Llegados a este punto ¿para qué va a molestarse en hablar?
—Uno de ellos debió de guardar ese revólver en el armario. Uno de ellos debe de ser el asesino.
—¿Sabías que el arma estaba en tu armario? —le pregunta Edgerton, casi aburrido.
—No, no lo sabía. Sé que te pueden caer cinco años por tener un arma. No sé quién tenía un arma en casa. De verdad que no.
Edgerton asiente, luego sale de la sala de interrogatorios y vuelve a la máquina de escribir de la oficina de administración.
—Eh, Roger, mira lo que ha hecho ese gilipollas —dice mostrando los trozos de sus documentos de cargo—. Tardé cuarenta minutos en redactarlo.
—¿Y te lo ha roto?
—Sí —dice Edgerton riéndose—. Me dijo que no me hacía falta porque ahora me iba a decir la verdad.
Nolan niega con la cabeza.
—Eso te pasa por dejarle poner las manos en los documentos.
—Quizá lo pueda pegar con celo —dice Edgerton, muy cansado.
La última declaración de Eugene Dale concluye cuando los inspectores del turno de día están pasando lista en la oficina principal, y muchos de esos hombres están ya en la calle antes de que Edgerton acabe de reescribir las hojas de arresto.
La furgoneta del distrito Sur llega más o menos una hora después y Dale es esposado para el viaje al juzgado en el que se fijará la fianza. Al salir por el pasillo pregunta por Edgerton y por la posibilidad de hacer otra declaración. Esta vez nadie le hace caso.
Pero habrá un último encuentro. Más o menos una semana después del arresto, Edgerton deja su arma en la entrada de la calle Eager de la Prisión Municipal de Baltimore y sigue a un guardia hasta el agujero del segundo piso que los administradores de la prisión llaman enfermería. Es un largo camino ascendente por escaleras metálicas y a lo largo de una sala abarrotada de desgracias humanas. Los internos están callados y miran a Edgerton cuando pasa por la zona administrativa de la unidad médica.
Una fornida enfermera le hace un gesto para que se detenga.
—Ahora lo suben de la celda.
Edgerton le muestra la orden judicial, pero ella ni se molesta en leerla.
—Cabellos, pelos del pecho y de la zona pública y sangre —dice—. Supongo que ya habrá hecho esto antes.
—Mmm-hmmm.
Eugene Dale aparece caminando lentamente por una esquina y se detiene al ver a Edgerton. Cuando la enfermera señala que lo lleven a una sala de examen, Dale se acerca lo bastante para que Edgerton vea sus moratones y hematomas, señales obvias de que le han dado una buena paliza. Incluso en la cárcel, los crímenes de ese hombre han merecido una atención especial de los demás reclusos.
Edgerton sigue a su sospechoso a la sala de examen y mira mientras la enfermera prepara una aguja.
Dale mira la jeringa y luego a Edgerton.
—¿Para qué es esto?
—Tenemos una orden para obtener unas muestras de tu cuerpo —dice Edgerton—. Vamos a comparar tu sangre y cabellos con el semen y los cabellos que encontramos en la niña.
—Ya les di sangre.
—Esto es distinto. Esto es una orden del tribunal para que se hagan estas pruebas.
—No quiero hacerlas.
—No tienes opción.
—Quiero hablar con un abogado.
Edgerton le entrega el papel a Dale y señala la firma del juez al final de la página.
—Por esto no te dan un abogado. Está firmado por un juez, ¿lo ves? Tenemos derecho a sacarte sangre y muestras de cabello.
Eugene Dale niega con la cabeza.
—¿Para qué necesitan mi sangre?
—Para pruebas de ADN —dice Edgerton.
—Quiero hablar con un abogado.
Edgerton se acerca a su sospechoso y baja la voz.
—O dejas ella que te saque un poco de sangre y te arranque unos pelos por las buenas o lo haré yo mismo, porque esta orden me da derecho a hacerlo. Y te garantizo que te va a ir mejor si lo hace ella.
Eugene Dale se sienta en silencio, casi al borde de las lágrimas mientras la enfermera le pone la aguja en el brazo derecho. Edgerton mira desde la pared opuesta como le sacan sangre y luego le arrancan unos cabellos de la cabeza y el cuerpo. El inspector está a punto de marcharse, con las muestras en la mano, cuando Eugene Dale le vuelve a hablar.
—¿No quiere hablar conmigo otra vez? —pregunta—. Quiero decir la verdad.
Edgerton le ignora.
—¿No quiere saber la verdad?
—No —dice Edgerton—, no contada por ti.
Rich Garvey está temblando de frío en el vacío previo al amanecer de la avenida Freemont, mirando un montón de ropa manchada de sangre, dos casquillos gastados del .38 y una fiambrera de plástico azul que contiene dos bocadillos envueltos en papel de aluminio. O sea, que no hay pruebas físicas.
Robert McAllister está temblando también junto a Garvey, peinando la misma avenida Freemont y las calles adyacentes en busca de cualquier rastro de actividad humana. Por si no fuera lo bastante malo que la calle estuviera desierta, tampoco se ve ninguna luz en las casas adosadas. O sea, que no hay testigos.