Authors: David Simon
—¿Es así, señorita? —pregunta Doan—. Usted quiere que crean que se quedó toda la noche con usted, ¿es así?
—Bueno, eso fue lo que sucedió.
—¿Son sus recuerdos de lo sucedido el día 22 de febrero más claros hoy de lo que lo eran el 17 o el 10 de marzo?
—¿Marzo? No. Sí.
—¿Están más claros hoy? —dice Doan, dejando entrever su irritación.
—Quiero decir que he hablado con la gente que estuvo en la fiesta.
Doan mira al jurado, ofreciéndoles la interpretación completa de «hay que ver lo que tiene que oír uno».
—De acuerdo —dice, negando con la cabeza—. Así que habló usted con otros invitados a la fiesta y eso aclaró sus recuerdos.
—Me hizo ver algunas cosas que no vi aquella noche ni después.
—¿Se refiere a cosas como el tiempo que estuvo su novio en su apartamento? ¿Necesitaba usted que otra persona le dijera cuanto tiempo estuvo su novio en su apartamento?
—Perdóneme, señor —sisea la mujer—. Esa noche yo estaba bajo los efectos de las drogas y el alcohol.
—Entonces —pregunta Doan, pronunciando cada palabra lentamente—, ¿cómo es posible que recuerde algo ahora?
En la mesa de la defensa, Polansky está sentado con la mano contra su frente, presumiblemente pensando en lo bien que había ido el caso hasta entonces. Sus sutiles estrategias habían quedado desarticuladas por este simple vodevil. Los cigarrillos Newport, los cabellos sin comprobar y el espectro de Vincent Booker, todo eso se había ido al garete con el trabajo de demolición que Doan había realizado con Sharon Henson para diversión de toda la sala. En ocasiones, los jurados se habían reído tan fuerte que Gordy había tenido que utilizar el mazo para llamar al orden.
Fuera del juzgado, Rich Garvey se pone nervioso conforme el testimonio de Henson se alarga. Sólo cuando sale Doan comprende la magnitud de la victoria.
—¿Qué ha pasado con Nee-Cee? —pregunta al fiscal mientras caminan por el pasillo del tercer piso—. ¿Cómo ha ido?
Doan sonríe como si una aleta dorsal emergiera de entre las rayas de su traje.
—He acabado con ella. La he destrozado —le dice al inspector—. El suelo de la sala está lleno de sangre.
—¿Tan mal ha estado ella?
—Ha sido para mearse de risa. El jurado se ha descojonado —dice Doan, incapaz de esconder lo mucho que se ha divertido—. Te lo digo de verdad: la he descuartizado ahí dentro.
Desde ahí el viento sopla a favor. Si Sharon Henson se hubiera ceñido a la verdad, si hubiera estado dispuesta a darle al estado la declaración que le había dado en marzo, no hubiera sido más que otra pieza del rompecabezas circunstancial de la acusación. Sin embargo, prefirió cometer perjurio y, en consecuencia, se ha convertido, en la mente de los miembros del jurado, en una prueba de la desesperación de Robert Frazier.
El lunes, las declaraciones de testigos empiezan de nuevo con el regreso al estrado de Rich Garvey y con el relato paso a paso de la investigación que había llevado al arresto de Frazier. En las preguntas de la defensa, Polansky se esfuerza en remarcar que su cliente colaboró con la investigación desde el principio, la predisposición de Frazier a ir a la Central y a ser interrogado sin un abogado presente. En un momento particularmente revelador, Polansky le pregunta sobre las heridas de arma blanca y el revólver, dando a entender que quizá el uso de dos armas indica que hubo dos personas implicadas en el asesinato.
—¿Cuántos años lleva usted en la policía? —pregunta a Garvey.
—Trece.
—Y ha investigado muchos casos de homicidio, directa o indirectamente…
—Así es —dice Garvey.
—¿Ha tenido alguna vez un caso en que la víctima muriera por una herida de arma blanca y otra de bala y sólo hubiera un asesino? —pregunta Polansky.
—Sí —dice Garvey tranquilamente.
—¿Cuántos? ¿Qué caso? Nómbrelo.
—En el caso de Purnell Booker tuvimos indicios de que sólo hubo un asesino.
Toma ya, piensa Garvey. Con una sola y lúcida respuesta, el mismo jurado al que se le ha pedido que se preocupe por el misterioso Vincent Booker tiene también ocasión de preocuparse por el hecho de que en algún otro punto de este caso existe otro Booker que también ha sido víctima de un asesino. Polansky pide consultar con el juez.
—Ni siquiera estoy seguro de qué hacer, si pedir juicio nulo o no —le dice a Gordy.
El juez sonríe y niega con la cabeza.
—No va a hacer nada de eso porque ha sido usted quien le ha preguntado.
—Yo no le he preguntado eso —protesta Polansky.
—Ha contestado a su pregunta —dice Gordy—. ¿Qué es exactamente lo que me pide? ¿Qué quiere que haga? ¿Por qué ha venido hasta aquí?
—No lo sé —dice Polansky—. Estoy dudando sobre si sacar a la luz todo.
—No voy a permitir que el testigo abra la puerta del establo sólo por esa respuesta.
—Gracias —dice Polansky, todavía un poco sorprendido—. No tengo… entonces no tengo ninguna petición.
El segundo testimonio de Garvey es una cuidadosa redención por el que había prestado el primer día del juicio, pero casi es superfluo. También lo es el testimonio de Robert Frazier, que sube al estrado al día siguiente para explicar él mismo al juez y al jurado que no tenía ningún motivo ni deseo de matar a Charlene Lucas. Pero el testimonio de Frazier ya ha sido puesto en entredicho por Sharon Henson, cuya intervención ha afectado a todo lo que ha oído después el jurado. Más aún, el testimonio de Henson contrastó poderosamente con el otro testimonio esencial del caso: Romaine Jackson era joven, estaba asustada y no quería declarar cuando identificó a Robert Frazier como el hombre al que vio con Lena la noche del asesinato; Sharon Henson era arisca, tenía mal genio y trató a todo el mundo con desprecio cuando se subió al mismo estrado para retractarse de lo que ella misma había dicho anteriormente.
Esa es precisamente la comparación que hace Doan en su alegato final al jurado. Rich Garvey, al que le ha sido permitido entrar en la sala como observador, ve como varios jurados asienten mientras Doan pinta un vivido retrato de ambas mujeres, una, la joven inocente que dice la verdad; otra, una prevaricadora corrupta. De nuevo les recuerda el testimonio de Henson sobre la ropa de su novio. Hace especial hincapié sobre un pequeño detalle de la declaración, un diminuto fragmento extraído tras una semana de discusiones legales. Cuando Romaine Jackson testificó, le pidieron que describiera el sombrero del acusado.
—Se llevó las manos a la cabeza y dijo que tenía una hendidura —recuerda Doan, llevándose las manos a la cabeza como había hecho la joven—. Una hendidura… ¿Y eso qué importa?
Sharon Henson, le dice al jurado. Un día después Sharon Henson subió al estrado para intentar ayudar a su novio. Oh, dice Doan, imitándola, iba todo vestido de beis. Abrigo beis. Pantalón beis. Zapatos beis. Probablemente ropa interior beis y una gorra de golf beis…
Y el fiscal hace una pausa para conseguir un mayor efecto.
—… con una hendidura.
Llegados a ese punto hasta el jurado de la primera fila —el que preocupaba a Doan al principio del juicio— asiente.
—Señoras y señores, después de ver y oír a Romaine Jackson y oír después esa descripción de una mujer que está haciendo todo lo que puede para ayudar a este acusado, ¿puede quedarles alguna duda de que la persona a la que Romaine Jackson dijo ver es el acusado?
Una deducción impecable, piensa Garvey mientras Doan repasa para el jurado el resto de las pruebas y les insta a que usen el sentido común.
—Cuando reúnan todas las piezas, el rompecabezas del que hablamos mostrará una imagen clara. Y verán sin lugar a dudas que este hombre…
Doan se gira y señala hacia la mesa de la defensa.
—… a pesar de todas sus protestas es el hombre que asesinó brutalmente a Charlene Lucas en las primeras horas de la mañana del 22 de febrero de 1988.
Polansky responde con lo mejor de su arsenal, haciendo una lista de las pruebas del Estado en una pizarra y luego tachándolas de una en una conforme ofrece explicaciones alternativas para su existencia. Se esfuerza por quitarle credibilidad al testimonio de Romaine Jackson y por resucitar a Vicent Booker como alternativa lógica al acusado. No obstante, ni siquiera menciona a Sharon Henson.
En su respuesta final al jurado, Larry Doan tiene la temeridad de ir a la pizarra de Polansky y escribir sus propios comentarios en el diagrama de su oponente.
—Protesto, señoría —dice Polansky, molesto y cansado—. Me gustaría que el señor Doan pintase en su propia pizarra.
Doan se encoje de hombros fingiendo sentirse avergonzado. El jurado se ríe.
—Denegada —dice Gordy.
Polansky niega con la cabeza; sabe que el juego ha terminado. Y a nadie le sorprende cuando, sólo dos horas después de los alegatos finales, se vuelve a convocar el tribunal y los jurados vuelven a ocupar su puesto en la sala.
—Señor presidente, por favor, póngase en pie —dice el secretario—. ¿Cómo declaran ustedes al acusado, Robert Frazier, en el proceso número 18809625, en cuanto a la acusación de asesinato en primer grado, no culpable o culpable?
—Culpable —dice el presidente del jurado.
Entre el público, sólo la familia Lucas reacciona. Garvey se queda con la mirada en blanco mientras el jurado emite su veredicto. Doan mira de reojo a Polansky, pero el abogado defensor sigue tomando notas. Robert Frazier tiene la mirada fija hacia delante.
En el pasillo del tercer piso, diez minutos después, Jackie Lucas, la hija pequeña, encuentra a Garvey y se le abraza al hombro.
Garvey se sorprende por un instante. Hay ocasiones como esta, momentos en que los supervivientes y los inspectores comparten esa especie de victoria que, siempre demasiado tarde, les entregan los tribunales. Demasiadas veces, sin embargo, la familia ni siquiera acude a la sala o, si lo hacen, sienten el mismo desprecio hacia el acusado que hacia las autoridades.
—Lo hemos conseguido —dice Jackie Lucas besando suavemente a Garvey en la mejilla.
—Sí, lo hemos conseguido —dice Garvey, riéndose.
—Va a ir a la Pen, ¿verdad?
—Desde luego —dice—. Gordy le va a echar unos cuantos años.
Doan sale de la sala después de la familia y Garvey y Dave Brown le felicitan de nuevo por su alegato final. Escribir en la pizarra de Polansky, le dice Garvey a Doan, fue un detalle genial.
—¿Te gustó? —dice Doan.
—Muchísimo —responde Garvey, riéndose—. Fue un gesto con muchísimo estilo.
Sus voces resuenan por el pasillo mientras rememoran los momentos más destacados del juicio. Garvey y Brown escuchan por primera vez una recapitulación detallada del desastre de Sharon Henson. Están riéndose a carcajadas cuando Robert Frazier entra en el pasillo, con las manos esposadas a la espalda y dos ayudantes del
sheriff
como escolta.
—Shhh —dice Brown—. Llega el hombre del momento.
—¿Estáis listos para la tradicional mirada de odio? —pregunta Garvey—. Yo creo que nos la hemos ganado.
Brown asiente.
Larry Doan sacude la cabeza y luego se va tranquilamente hacia la escalera que lleva a su despacho. Los inspectores esperan unos segundos más a que se aproximen Frazier y los agentes. Lenta, silenciosamente, el acusado pasa con la cabeza gacha y sujetando en las manos unos documentos del tribunal. No les mira a los ojos. No hay palabras airadas.
—Joder —dice Garvey, recogiendo su maletín del banco del pasillo—. Este tío es un muermo.
Una vez más hacia el mismo viejo suelo, de nuevo a la brecha. Una vez más hacia la boca abierta de aquel callejón, hacia el infernal trozo de pavimento que en el pasado no le había ayudado en nada.
Tom Pellegrini aparca el coche en Newington y luego camina por un callejón lleno de basura y hojarasca. El otoño ha vuelto a cambiar la trastienda de la avenida Newington, haciéndola parecer más de lo que es. Para Pellegrini, el callejón sólo tiene el aspecto correcto cuando hace más frío, cuando coincide con la visión pálida y lúgubre a la que se acostumbró hace meses. En ese callejón no debería haber estaciones, piensa. Nada debería cambiar hasta que yo descubra qué fue lo que su cedió aquí.
Pellegrini camina por el insulso callejón y atraviesa la entrada del 718 de Newington. Se queda donde estaba el cuerpo, mirando de nuevo la parte de atrás de la casa, la puerta de la cocina, la ventana y la escalera metálica que baja del tejado.
Rojo-naranja. Rojo-naranja.
Los colores del día. Pellegrini comprueba la madera de la parte de atrás de la casa cuidadosamente, busca algo, cualquier cosa, que pueda ser rojo o naranja.
Nada.
Mirando por encima de la valla hecha con una cadena, Pellegrini estudia la casa de al lado. El patio del 716 de Newington está ahora vacío. Andrew y su Lincoln hecho polvo hace tiempo que desaparecieron el último, embargado de forma permanente por la financiera que le había dado el crédito para comprarlo, el primero, echado de casa por su sufrida y religiosa mujer.
Rojo-naranja. Rojo-naranja.
La puerta de atrás del número 716 está pintada de rojo y, además, más o menos del tono adecuado. Pellegrini cruza al patio de al lado para ver mejor. Sí, desde luego: la capa exterior es de pintura roja y bajo ella hay otra de pintura naranja.
Qué cabrón, piensa Pellegrini, tomando una muestra de la pintura de la puerta. La combinación del rojo y el naranja es lo bastante característica como para que el inspector esté casi seguro de que ha dado con lo que buscaba. Ocho meses después del primer interrogatorio, Andrew se ha convertido de repente en un sospechoso y nadie está más sorprendido que Pellegrini.
Si no fuera por la pintura de la puerta de atrás del 716 de Newington, el inspector no se lo creería. Andrew es un pieza, seguro, y la teoría original de Jay Landsman de que el Lincoln se había utilizado para guardar el cuerpo tuvo su mérito. Pero no hay nada en el historial de Andrew que lo identifique como delincuente sexual ni tampoco el largo interrogatorio al que sometieron al hombre les despertó ninguna sospecha. Pellegrini, por su parte, había dejado de presionar a Andrew en cuento el maletero del Lincoln había salido limpio de las pruebas. Y luego, cuando Andrew había superado la prueba del polígrafo con su declaración, Pellegrini prácticamente se había olvidado de aquel hombre. Pero la pintura seca rojo-naranja era una prueba física y tenía que tener algún tipo de explicación. Y, sólo por eso, Andrew había vuelto a escena.