Authors: David Simon
—¡Vaya!
Worden desatasca con cuidado el filamento del eje, en el que está enrollado tres veces. Al final, tiene en sus manos un largo cabello rojo.
—¿De qué color tenía el pelo la víctima? —pregunta el técnico.
—Rojo —dice Worden—. Era pelirroja.
Más tarde ese mismo día, Lee Shrout esperará a los inspectores en la sala de interrogatorios grande y, cuando la espera se le haga demasiado larga, se dormirá. Más tarde todavía, le mostraran una imagen de Carol Wright y les dirá a Brown y a Worden que recuerda haberla recogido cuando hacía autostop en la calle Hanover. También recuerda que fue a ver a alguien en el distrito Sur y que luego la llevó a un bar en Fell's Point. Sí, Helen, así se llamaba. Bebieron un poco, ella bailó, luego se ofreció a llevarla a casa, pero ella lo llevó al aparcamiento del Sur de Baltimore donde ella se fumaba su maría. El quería irse a casa y dormir. Ella se enfadó y salió del coche, tras lo cual él se quedó dormido dentro. Despertó al cabo de un momento y se marchó de allí.
—Jimmy, la atropellaron en ese aparcamiento.
—Yo no fui.
—Jimmy, fuiste tú.
—Había bebido. No me acuerdo.
Más tarde, en una segunda sesión, Jimmy Shrout admite recordar que topó con algo mientras salía del aparcamiento de grava. Le dice a los inspectores que creyó que había topado con un bordillo o algo así.
—Jimmy, en ese aparcamiento no hay bordillos por ninguna parte.
—No me acuerdo —insiste el chico.
Brown tiene curiosidad por un detalle en particular:
—¿En algún momento después de aquel día encontraste alguna sandalia en tu coche?
—¿Una sandalia?
—Como una chancla de verano.
—Sí, unas pocas semanas después me encontré en el coche algo así. Pensé que era de mi novia y la tiré.
Al final, no será nada más que homicidio imprudente, que a lo sumo supone dos o tres años de condena en la penitenciaria del Estado. El problema con los atropellos es el mismo que existe con las víctimas de un incendio: sin testigos no hay forma de hacer que un jurado se crea que alguien que murió en esas circunstancias no fuera víctima de un accidente.
Todo eso está todavía en el futuro, pero hoy, en el momento en que Dave Brown se da cuenta en la foto de identificación de Jimmy Lee Sprout de que se ha teñido el pelo, el caso se ha resuelto, y se ha resuelto como un asesinato, no como un accidente de tráfico, no como un caso pendiente de calificar por el forense. Dave Brown tiene motivos para estar muy satisfecho. A pesar de lo que el fiscal o el jurado digan luego, hoy la muerte de Carol Wright se resuelve como un crimen. Pelo negro, cejas rubias, caso cerrado.
Hay otro caso que también se resuelve. Unas pocas horas después de que Brown le enseñe la fotografía de identificación y le pida que se fije en el color del pelo, Worden ve como Brown recoge sus cosas y se va a la sala del café a recoger su abrigo.
—Jefe —dice Brown a McLarney, que está sentado frente a Worden—, a menos que me necesites para algo, me voy de vacaciones.
—Está bien, Dave, felices fiestas —dice McLarney.
—Donald —dice Brown, despidiéndose del veterano inspector—, felices fiestas.
—Lo mismo digo, David —contesta Worden—. Feliz Navidad para ti y los tuyos.
Brown se para en seco. ¿David? ¿No Brown? ¿Y Feliz Navidad? ¿No «felices fiestas, pedazo de mierda»? ¿Ni siquiera «que tengas buenas vacaciones, capullo inútil»?
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Brown, volviéndose hacia Worden.— ¿Feliz Navidad, David? ¿No vas a meterte conmigo? El mes pasado salí por esa puerta al son de «feliz día de Acción de Gracias, pedazo de mierda».
—Feliz Navidad, David —repite Worden.
Brown niega con la cabeza y McLarney se echa a reír.
—¿Quieres que diga que eres un pedazo de mierda? —dice Worden.— Pues diré que eres un pedazo de mierda.
—Eh, no, no, sólo estoy confundido.
—Oh, así que estás confundido —dice Worden, ahora sonriendo—. En ese caso, dame veinticinco centavos.
—Siempre le estás dando monedas de veinticinco —dice McLarney—. ¿Por qué Worden siempre anda sableándote monedas de veinticinco centavos?
Dave Brown se encoge de hombros.
—¿No lo sabes? —pregunta Worden.
—No tengo la menor idea —dice Brown, sacándose una moneda del bolsillo y lanzándosela al inspector más viejo—. Es Donald Worden. Si quiere veinticinco centavos, se los doy.
Worden sonríe extrañamente ante este particular vacío en los conocimientos de Dave Brown.
—Bueno —pregunta Brown, mirando a Worden—, ¿hay algún motivo en particular?
Todavía sonriendo, Worden sostiene el último donativo entre el pulgar y el índice, con el brazo extendido hacia arriba para que la moneda reluzca un poco reflejando la luz de los fluorescentes.
—Veinticinco centavos —dice Worden.
—Sí. ¿Y?
—¿Cuánto tiempo llevo siendo un policía? —pregunta Worden, dando rienda suelta a su acento de Hampden.
Y por fin Dave Brown lo entiende. Veinticinco centavos, veinticinco años. Una afirmación pequeña pero simbólica de Worden.
—Muy pronto —dice Worden sonriendo—, te voy a pedir un centavo más.
Brown sonríe comprendiendo la lógica de Worden. Ha aprendido sobre lo que ni siquiera se había interrogado a sí mismo, ha recibido una respuesta a una pregunta que nunca pensó formular. Si Worden te pide veinticinco centavos, se los das. Es el Gran Hombre, por el amor de Dios, el último policía nato de Estados Unidos.
—Eh, Brown —dice Worden, devolviéndole la moneda al inspector más joven—. Te deseo feliz Navidad.
Brown se queda en el centro de la sala del café, con la moneda en la mano y con la frente arrugada por la confusión.
—Necesitas esa moneda, Donald, quédatela —dice, tirándola de vuelta.
Worden se la vuelve a tirar a Brown con el mismo movimiento fluido con el que la recoge.
—Hoy no quiero tu dinero. Hoy no.
—Puedes quedártelo.
—David —dice Worden, empezando a perder la paciencia—, quédate tu puta moneda. Y que pases una feliz Navidad con tu familia y nos vemos después de las fiestas.
Brown mira a Worden con extrañeza, como si hubiera reordenado de repente todos los muebles de su cabeza. Duda en el umbral, esperando Dios sabe qué.
—¿A qué esperas? —pregunta Worden.
—Nada —responde Brown finalmente—. Feliz Navidad, Donald.
Parte como un hombre libre, que ha pagado sus deudas y los favores que debía.
Tom Pellegrini está sentado como si fuera Ahab en el borde de la mesa de reuniones del coronel en la sexta planta, mirando fijamente a la ballena blanca que él mismo ha creado.
Al otro lado de la mesa está quien, en su opinión, es el asesino de Latonya Wallace, pero el Pescadero no tiene aspecto de asesino de niños; en realidad, nunca lo ha tenido. El tendero tiene ya bastante años y es un típico habitante del Oeste de Baltimore, cuya chaqueta oscura y poco elegante, sus pantalones anchos y sus botas son una silenciosa declaración de rendición que comprende cualquier trabajador. Menos típica es la pipa de fumar que lleva en un bolsillo de la chaqueta, un objeto que, para Pellegrini, nunca se avino con su imagen. Para un vecino de la calle Whitelock parecía algo un poco afectado, una pequeña isla de rebelión que asomaba en este océano de conformidad humana. En varias ocasiones durante el año pasado Pellegrini había sentido tentaciones de agarrar aquella cosa humeante y apestosa y tirarla todo lo lejos que pudiera.
Hoy lo ha hecho.
Entre tantos otros temas que están por decidir, lo de la pipa es un asunto menor, pero para Pellegrini ahora incluso los pequeños detalles son importantes. Al Pescadero le gusta su pipa y aunque sólo sea por eso, no puede tenerla. Durante los anteriores interrogatorios el tendero, en momentos críticos, había aspirado el humo de su pipa como si aquello fuera una respuesta y Pellegrini había llegado a asociar el olor del tabaco del Pescadero con la imperturbable calma e indiferencia del tipo. Y así, cuando el Pescadero se mete la mano en el bolsillo ni cinco minutos después de sentarse en la mesa, Pellegrini le dice que no saque la pipa.
Esta vez todo tiene que ser distinto. Esta vez el viejo tendero tiene que entender que le han derrotado, que saben su secreto más oscuro incluso antes de que él lo revele. Tiene que olvidarse de todas las anteriores veces que ha venido a la central; tiene que negársele la comodidad de esos recuerdos y en tanto que parte de esos recuerdos, tiene que negársele su pipa.
Y más cosas, se dice Pellegrini, serán también diferentes. El hombre sentado al otro lado de la mesa, frente al Pescadero, es prueba suficiente de ello.
Durante los meses de preparación para este enfrentamiento final, la idea del interrogatorio como ciencia clínica se ha convertido en una religión para Pellegrini, y la empresa Interrotec Associates Inc. en concreto, en sus sacerdotes. Pellegrini ha devorado el material escrito de la empresa así como todos los casos de interrogatorios culminados con éxito en toda una serie de investigaciones militares y gubernamentales, así como también en casos criminales. La empresa era buena; los departamentos de policía que habían trabajado con sus interrogadores lo confirmaron al llamarlos para pedir referencias. Los agentes de la empresa se definían como «especialistas en interrogatorios, asesores y editores dedicados a la investigación, desarrollo y mejora del arte de la obtención de información». Sonaba pomposo, desde luego, pero Pellegrini sostuvo que en el caso de Latonya Wallace, a diferencia de cualquier otro, la calidad y precisión de este último interrogatorio era fundamental.
Pellegrini había armado su memorando de petición del interrogador alrededor de ese argumento y se cuidó de insistir mucho en el prestigio y la reputación de la empresa y en no sugerir en ningún momento que la unidad de homicidios de Baltimore carecía de la experiencia necesaria. Utilizar a los interrogadores de esa empresa durante un fin de semana costaba unos mil dólares, y para un departamento con pocos medios como el de Baltimore —donde no hay presupuesto para pagar a los informadores callejeros, así que mucho menos para contratar fuera refuerzos para la investigación— la petición de Pellegrini era algo extraordinario.
Landsman le apoyó, por supuesto. No porque creyera demasiado en la ciencia en la que se basaba todo aquel asunto, sino simplemente porque Pellegrini era el investigador principal del caso. Era su asesinato y este era el sospechoso al que había investigado y perseguido durante diez meses. En opinión de Landsman, el tema estaba claro: su inspector tenía derecho a continuar con su caso de la manera que creyera mejor.
El capitán también apoyó la propuesta y el memorando de Pellegrini fue pasando de unos galones a otros mayores encontrando sorprendentemente poca resistencia en el camino. El caso de Latonya Wallace había sido una auténtica cruzada para el departamento en general y eso había provocado que, excepcionalmente, los jefes pensaran igual que sus inspectores.
Se adjudicó el dinero. Se contactó con la gente de Interrotec y se fijó una fecha. Hacía una semana. Pellegrini había visitado la calle Whitelock y al Pescadero hacía una semana y también ayer, recordándole a su sospechoso que probablemente necesitaría hablar con él el viernes y sugiriéndole que su cooperación seguía siendo necesaria.
Y ahora iba a empezar.
—¿Comprende por qué está aquí? —dice el hombre al otro lado de la mesa. Habla sin levantar la voz pero en un tono duro. Su voz parece impartir a cada sílaba una duplicidad de emociones: ira y empatia, paciencia interminable e impulso agresivo.
Según lo que ve Pellegrini, Glenn Foster tiene auténtico talento para interrogar, y el inspector le deja dirigir esta última carga. Como vicepresidente de Interrotec y reconocido experto en el campo del interrogatorio a delincuentes, a Pellegrini le hablaron de Foster como si fuera una especie de bala mágica, un interrogador que había sido usado por diversos departamentos de policía en dieciocho investigaciones criminales y que había conseguido resultados todas las veces. El Pentágono había utilizado a Foster para entrevistas delicadas por motivos de seguridad nacional y fiscales e inspectores veteranos que habían trabajado con la gente de Interrotec ponían la mano en el fuego por él.
Además del refuerzo que ha contratado, Pellegrini tiene a su favor otros elementos. Esta vez cuenta con el alquitrán y las muestras de madera quemada, la virtual identificación de las manchas en los pantalones de la niña con los residuos de la tienda destruida del Pescadero en la calle Whitelock. Se trataba de pruebas, desde luego, que era algo con lo que no habían podido contar en los primeros dos interrogatorios de aquel comerciante.
Por otra parte, el intento de Pellegrini de aislar la tienda como el único lugar lógico de donde podía proceder el material quemado se había demostrado inútil. La petición que hizo al ordenador dos meses atrás de incendios y llamadas a los bomberos en Reservoir Hill durante los últimos años había dado como resultado más de cien direcciones distintas dañadas por el fuego. Ahora, meses después del asesinato no había forma concebible de que Pellegrini pudiera eliminar muchas de esas direcciones ni de que estuviera seguro de qué edificios estaban realmente en ruinas en febrero. Algunos habían sido reparados desde entonces; otros llevaban años vacíos; otros —pequeñas estructuras o partes de estructuras que ardieron en incendios pequeños que no se de nunciaron ni provocaron intervención de los bomberos— podían no aparecer siquiera en la lista del ordenador. No, el análisis químico sólo valdría para usarlo durante el interrogatorio y nada más. Pero un arma así, usada sabiamente, podía hacer milagros.
Una vez le concedieron su petición de ayuda de un experto en el interrogatorio, Pellegrini se dijo a sí mismo que si este último enfrentamiento no producía resultados, podría cerrar el caso con la tranquilidad de haber hecho todo lo posible. Se dijo a sí mismo que no habría remordimientos, que dejaría el maldito expediente del caso en un cajón y volvería a la rotación —esta vez volvería de verdad— y trabajaría duro en otros asesinatos. No habría más Theodore Johnson. No más Barney Erelys. Se lo dijo a sí mismo y a Landsman, pero Pellegrini confiaba más en sus posibilidades de lo que dejaba entrever; de hecho, le costaba mucho imaginar que este último asalto al Pescadero fracasase. Habían fichado a un interrogador de primera, un hombre que enseñaba criminología en la universidad y que daba conferencias en academias de policía de toda la nación. Tenían el análisis químico de los restos quemados. Y, después de todos estos meses, seguían teniendo a un sospechoso que conocía a la víctima, que no había pasado la prueba del detector de mentiras, que carecía de coartada, que encajaba con el perfil psicológico que el FBI había hecho del asesino, que tenía un historial con antecedentes de agresión sexual y cuya predisposición a someterse a una investigación prolongada y dura estaba demostrada. Esta vez, pensaba Pellegrini, podían ganar. El podía ganar.