Authors: David Simon
—¿Qué hay de nuevo?
Dixie se da la vuelta mientras sostiene un cuchillo de hoja alargada en una mano y un afilador en la otra.
—Ya me conoces —dice, frotándolos—. Sigo buscando al hombre perfecto.
James sonríe y va a la oficina del fondo a por un café. Regresa cuando su víctima ya está en la camilla en el centro de la sala de autopsias. El cuerpo desnudo y rígido ocupa la bandeja metálica principal.
—Te diré una cosa —dice el ayudante, mientras aplica el escalpelo contra la piel del cadáver—. Me gustaría mucho hacerle esto al tipo que hizo esto otro.
James mira a la clase de cadetes que observan en silencio petrificado. Después de una media hora en la sala de autopsias, seguramente han creído que ya estaba, que se habían acostumbrado a las estampas y los sonidos y los olores de la morgue de la calle Penn. Luego los carniceros han sacado a este desgraciado de la nevera, y los muchachos se han dado cuenta de que no, de que lo de acostumbrarse va para largo. Desde el centro de la sala, James ve a algunos que apartan la vista mientras otros se esfuerzan por seguir mirando y el horror se pinta en sus caras. En un rincón, una cadete oculta la mirada en la espalda de un compañero más alto. No puede mirar ni siquiera un segundo.
Y no es de extrañar. El cuerpo no es más que una isla pequeña y marrón que flota en un mar de acero inoxidable. Tiene forma de niño, con las manitas alargadas hacia arriba y los dedos encogidos. Es un bebé de dos años, muerto por la paliza que le dio la pareja de su madre. El tipo aún tuvo la sangre fría de vestir el cuerpo hinchado y sin vida y llevarlo a urgencias en el hospital Bon Secours.
—¿Qué ha pasado? —le preguntan los médicos al hombre.
—Estaba jugando en la bañera y se cayó.
Lo dice con una calma que bordea la fanfarronada, y lo repite cuando James y Eddie Brown llegan al hospital. Durante toda la noche lo repite como un mantra en la sala de interrogatorios. Michael estaba en la bañera. Michael se cayó.
—¿Por qué lo vestiste? ¿Por qué no lo llevaste de inmediato al hospital?
No quería que se constipara.
—¿Cómo es que no hay agua en la bañera?
La vació.
—¿Que vaciaste la bañera? ¿El bebé estaba inconsciente y tú te paras a quitar el tapón?
Sí.
—Le has dado una paliza hasta que lo has matado.
No. Michael se ha caído.
Los médicos del Bon Secours no son tontos; en el cuerpecito de Michael Shaw había más hematomas negros y azules que piel morena. Sus heridas equivalen a las que habría sufrido en un accidente de automovil a más de cincuenta kilómetros por hora. Los forenses de la calle Penn tampoco tienen ninguna duda: muerte por traumatismos repetidos. Al pobre crío le arrancaron la vida a golpes, literalmente.
Aún así, hasta que empieza el examen externo de los patólogos Rick James no siente un profundo, irreprimible asco.
—¿Has visto eso? —indica el forense, apartando las diminutas piernas—. Está partido en dos.
Es una atrocidad. El bebé de dos años tenía una hemorragia interna y el ano desgarrado por el amante de veintidós años de su madre, el tipo que le hacía de niñera.
Con la boca abierta y los ojos vidriosos, los cadetes de Anne Arundel están atrapados y obligados a contemplar cómo el forense despieza el cadáver del bebé en el otro extremo de la sala. La lección del día.
De camino a la Central, James no dice nada. ¿Qué se puede decir?, por el amor de Dios. No es mío, intenta decirse. No ha pasado donde yo vivo. No tiene nada que ver conmigo.
Es la defensa estándar, el refugio establecido de un inspector de homicidios. Sólo que esta vez no es cierto del todo. Esta vez no hay ningún agujero negro donde enterrar la furia.
De vuelta en la oficina, James recorre el largo pasillo azulado que se aleja de los ascensores, y luego mira por el cristal plateado y observa al tipo que espera en la sala de interrogatorios. Ahí está, sólo y reclinado en la silla, con los pies sobre la mesa.
—Míralo —le dice James al agente uniformado que ha venido a custodiar al prisionero hasta la cárcel—. Míralo, ¿te lo puedes creer?
El tipo está silbando, tranquilamente, y pone un pie sobre la mesa y después otro, primero una zapatilla, luego otra; sólo puede extender los pies tanto como se lo permiten las cadenas de los tobillos. Lleva cordones nuevos —amarillos y verdes—, dos colores por zapatilla, como se llevan ahora. Dentro de dos horas, el responsable de las celdas del distrito suroeste le quitará esos cordones para evitar que pueda utilizarlos en un suicidio, pero ahora mismo constituyen el único elemento del universo del detenido, un lugar cada vez más pequeño.
—Míralo —repite James—. ¿No te dan ganas de arrearle hasta que se le caiga la mandíbula?
—Eh, estoy contigo —dice el agente.
James mira al policía y vuelve a mirar al interior de la sala. El chico nota una sombra al otro lado del panel acristalado y gira la silla.
—Tíos —dice con un ligero acento del oeste—. Necesito ir al baño, eh.
—Míralo, joder —dice James.
Podría entrar y darle una paliza. Podría convertir a ese pedazo de mierda en una pulpa de carne y sangre y ninguno de los demás policías abriría la boca. Los agentes se concentrarían en su papeleo mientras los demás inspectores bloquearían el pasillo, o quizá se meterían en la sala para darle un par de hostias en persona. Y si el coronel se acercara por el pasillo para saber a qué se debía el escándalo, sólo tendrían que hablarle del pequeño Michael Shaw, solo y en silencio para siempre, encima de la bandeja de acero inoxidable.
¿Y alguien podría decir que estaría mal? ¿Es que alguien cree que un castigo tan simple y rápido sería menos que justo? El honor, para un policía, es no golpear a un hombre que lleva esposas o que no puede defenderse, no golpear a un hombre para obtener una confesión y no golpear a un hombre que no se lo merezca. ¿Brutalidad policial? A la mierda con eso. La labor policial siempre ha sido brutal. La buena labor policial, además, es discretamente brutal.
Hace un año, en esta misma sala de interrogatorios, Jay Landsman era el supervisor que llevaba un caso de asalto policial en Fells Point: una pelea de borrachos en la que varios sospechosos habían utilizado una tubería de plomo y habían dejado la vida de un agente de la zona Sureste colgando de un hilo.
—Ahora que estás aquí —dijo Landsman, mientras acompañaba al atacante hasta la sala— voy a quitarte las esposas porque, ya sabes, no soy ningún tipo duro ni nada de eso, pero creo que eres un cobarde y no me vas a causar problemas, ¿verdad?
Landsman le quitó las esposas y el prisionero se frotó las muñecas.
—Sabía que eras un cobarde, pero lo que no sabía era que fueras un cabrón.
El tipo saltó de la silla como si llevara muelles y le dio a Landsman en un lado de la cabeza. Después, Landsman le dio tanta estopa que guardaba una Polaroid de recuerdo de cómo había terminado el prisionero en el cajón superior de su escritorio. Landsman salió de la sala de interrogatorios justo cuando el teniente de servicio entraba por el otro extremo del pasillo.
—¿Qué coño pasa aquí?
—Eh —le dijo Landsman al capitán—. El hijo de puta intentó atizarme.
James también podía decir lo mismo ahora: este bastardo que sodomizó y asesinó a un bebé de dos años intentó atizarme y le di una buena lección. Fin del informe.
—Venga —dice el agente, pensando lo mismo—. Yo te cubro, tío. A mí también me gustaría verlo.
James se da la vuelta, mira al agente con una extraña expresión y luego se va con una sonrisa incómoda y avergonzada. Sería estupendo quitarle las esposas a este cabrón y hacerle daño. Joder, hasta con las esposas puestas tendría más oportunidades de las que le dio al pobre crío. La justicia pura y dura pediría algo más que la condenaperpetua para Alvin Clement Richardson; la justicia pura y dura pediría que el bastardo se quedara inmóvil, indefenso e incapaz de detener los golpes que cayeran sobre él.
Y luego, ¿qué? Después de reducir a un sádico a una pulpa sanguinolenta en una sala de interrogatorios, ¿qué quedaría de Rick James? El crío está muerto. Nada va a devolverle la vida. ¿La madre? A juzgar por su comportamiento en los interrogatorios de la mañana, le importa un pito. Ha sido asesinato, le dicen. Ha golpeado a tu bebé tan fuerte, que los médicos dicen que parece como si le hubiera atropellado un coche. Ha matado a tu hijo.
—No creo que lo hiciera —responde ella—. Alvin quiere a Michael.
Claro que James podría haberle dado una paliza, pero ¿para qué y para quién? ¿Para calmarse? ¿Por satisfacción? Alvin Richardson es un sádico hijo de puta más en una ciudad llena de sádicos hijos de puta, y de hecho, su crimen es de lo más normal. Keller y Crutchfield trabajaron en un caso con una niña de dos años asfixiada el pasado mes de agosto; ese mismo mes, Shea y Hagin detuvieron a una niñera que había quemado con agua caliente a un bebé de un año hasta matarlo. En septiembre, a Hollingsworth le tocó el estrangulamiento de un bebé de nueve meses a manos de su madre.
No, piensa James. Podría dejar a este capullo molido a palos y luego arrojarlo a la enfermería de la cárcel y todo seguiría igual. El lunes tocaría volver al trabajo y mirar por la ventana de la sala de interrogatorios y allí habría otro sociópata. James vuelve a sonreírle al agente, sacude la cabeza y regresa a la oficina principal.
—Eddie Brown —dice, acercándose a la máquina de café— hazme un favor y llévate a ese tío de ahí, ¿quieres? Si no, voy a machacarlo vivo.
Brown asiente, se acerca al tablero y saca la llave de la sala de interrogatorios del gancho.
Jay Landsman va de un lado a otro de la oficina de la unidad de homicidios, comparando tres versiones de tres testigos distintos. Había esperado una noche tranquila, incluso tener la oportunidad de irse con Pellegrini a tomarse unas cervezas después del cambio de turno, pero ahora no tiene un segundo que perder: uno está en la sala grande, otro en el cubículo y el tercero en el sofá al lado de la pecera, esperando su turno. En opinión de Landsman, cada uno tiene más pinta de culpable que el anterior.
Donald Kincaid sale de la sala grande con unas hojas de notas en la mano. Cierra la puerta antes de hablar con Landsman.
—Parece que coopera —dice Kincaid.
—¿Te parece?
—Por el momento.
—Creo que coopera demasiado —dice Landsman—. Creo que este hijo de puta se nos está meando encima y dice que está lloviendo.
Kincaid sonríe. Esta sí que es buena, Jay.
—Bueno, el que está en el sofá intenta colgarle el mochuelo, ¿verdad? —dice Kincaid—. Y, definitivamente, es el que estaba interesado en la chica, ¿me explico? Me pregunta si la tía le sacó de sus casillas.
Landsman asiente.
La chica no hablará. Está muerta en un lavabo de hombres de la fábrica de detergentes Level Brothers, en la carretera Broening. Las heridas son furibundas, así que el crimen parece pasional. Pero eso sería demasiado fácil; además, el marido de la víctima tiene coartada. Estaba en el aparcamiento escuchando la radio en su coche y esperando a que bajara su mujer después de acabar el turno. El vigilante de seguridad de la fábrica fue allí a buscarlo después de encontrar el cadáver.
Así que olvidémonos del marido, piensa Landsman, y vamos a repasar la lista. ¿Amante? ¿Ex amante? ¿Alguien que quería ser su amante? Aún es joven y aún es guapa. Llevará casada un año o así, pero eso no significa mucho; quizá tuviera algún amiguito en la fábrica. Y se le fue de las manos.
—Joder, es que, ¿qué coño estaba haciendo en el lavabo de hombres? —dice Kincaid—. ¿Entiendes por dónde voy?
—Ya —dice Landsman—. Opino lo mismo, Donald.
Landsman vuelve a mirar al interior de la sala grande donde Chris Gaul está sentado en la mesa frente a la Primera Ardilla y toma notas repasando su versión de mierda una vez más. Graul es nuevo en la brigada de Landsman. Viene de la unidad de fraude económico y sustituye a Fahlteich, que lleva ya varios meses en la unidad de delitos sexuales. Después de un par de años de rastrear billeteras y cheques falsos, Graul quería estar en la unidad de homicidios. Y después de seis años en la brigada de Landsman, Dick Fahlteich había visto suficientes asesinatos para toda una vida. La unidad de los violadores, con un horario de nueve a cinco y de lunes a viernes, es para Fahlteich como si le hubieran jubilado, pero con la misma paga.
Landsman observa a su nuevo inspector trabajando al otro lado del cristal. Graul a cambio de Fahlteich, Vernon Holley para sustituir a Fred Ceruti: ha sido un año de cambios en su brigada, pero Landsman no se queja. Con todo el tiempo que llevaba en la unidad de robos, Holley llegó y se puso a trabajar al cien por cien, y ahora se podía ocupar solo de un caso sin necesidad de supervisión. Graul también era un hallazgo, aunque Landsman sabía que Graul se llevaba bien con Stanton desde que estuvieron juntos en narcóticos y que el recién llegado intentaría cambiar de turno a la primera ocasión. Bueno, si eso pasaba después de que Graul hubiera demostrado lo que valía, Landsman podría pedirle a Stanton un buen inspector a cambio.
Sospechosos, víctimas, inspectores… Los jugadores cambiaban, pero la máquina seguía escupiendo y avanzando a trompicones. De hecho, los hombres de D'Addario habían mejorado su porcentaje de casos resueltos y ahora estaban casi empatados con el otro turno. La unidad, en conjunto, había llegado al 72 por ciento de casos resueltos, justo por encima de la media nacional. Todas las quejas acerca de las cifras de principios de año, la histeria y los nervios que provocaban las horas extras, los asesinatos de la zona Noroeste y el caso de Latonya Wallace que no avanzaba; todo eso no significaba demasiado a final de año. De algún modo, las cifras siempre se enderezan cuando llega el mes de diciembre.
Y Landsman no contribuye poco: su brigada tiene un porcentaje del 75 por ciento de casos resueltos, el más alto del turno de D'Addario. La brigada de Nolan y los hombres de McLarney habían pasado por unas rachas brutales a principios de otoño; ahora le tocaba a Landsman y a los suyos resolver un caso tras otro.
Llevaban dos meses acertando sistemáticamente. Dunnigan empezó por cerrar la emboscada por drogas de la plaza Johnston, y luego Pellegrini le siguió resolviendo un caso de homicidio en Alameda, un tiroteo accidental: un idiota que se cargó a un chico de catorce años mientras hacía el imbécil con su nueva semiautomática. Luego Holley, Requer y Dunnigan se ocuparon de un par de crímenes entre marido y mujer y una semana después, Requer se hizo con un caso difícil, un asesinato por drogas en la zona de ventas entre Gold y Etting. Durante el mes siguiente, todos los hombres de la brigada se llevaron otro gato al agua, y cerraron sus respectivos casos en un par de días a lo sumo. La suerte parecía seguir a la brigada, así que se le pegó un poco a Pellegrini, que cogió una llamada una noche de invierno y le tocó su segunda muerte accidental por tiroteo consecutiva. Hasta el destino pareció sentirse obligado a disculparse.