Homicidio (113 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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En el terreno editorial, este libro ha venido al mundo gracias al devoto y persistente esfuerzo de John Sterling, editor jefe en Houghton Mifflin, que vio las posibilidades del proyecto desde el principio y simplemente se negó a dejar que se perdiera ni la menor de ellas. Su paciencia, talento y profesionalidad son responsables de mucho de lo que está bien escrito en estas páginas; de lo otro, me declaro culpable yo. Este libro se benefició además del denodado trabajo de Luise M. Erdmann, que demostró que la corrección de un manuscrito, cuando se hace bien, es más un arte que un oficio. Gracias también a Rebecca Saikia-Wilson y a todos los demás que en Houghton Mifflin apoyaron tanto este proyecto.

Estoy también agradecido a mis editores en el
Baltimore Sun
, que me permitieron abandonar completamente mi trabajo y apoyaron inquebrantablemente el proyecto, incluso después de que me saltara una o dos fechas de entrega. Gracias a James I. Houck, redactor jefe; a Tom Linthicum, editor de la sección metropolitana; a Anthony F. Barbieri, editor de la sección local; y a la
coach
de escritura Rebecca Corbett, que ha sido una fuente de consejos y ánimo desde que empecé a hacer rondas nocturnas con la policía en el
Sun
hace ocho años.

Me gustaría agradecer a Bernard y Dorothy Simon, mis padres, su ayuda durante los últimos tres años, que ha sido esencial, así como dar las gracias a Kayle Tucker, cuyo amor y constante apoyo han sido igual de valiosos para mí.

Y lo más importante, este libro no hubiera podido existir sin la ayuda de los tenientes de turno Gary D'Addario y Robert Stanton y los cuarenta inspectores e inspectores jefe que trabajaron en la unidad de homicidios en 1988. Ellos fueron los que de verdad se arriesgaron con este libro y espero que ahora sientan que, de alguna manera, valió la pena.

Finalmente, un apunte sobre un último dilema ético. Si un periodista convive con las personas sobre las que informa durante un largo periodo de tiempo, la familiaridad y la amistad puede a veces complicar la relación. Teniendo eso en cuenta, empecé mi etapa en la unidad de homicidios siguiendo una política de estricta no intervención. Si sonaba el teléfono en la oficina principal y no había nadie más que yo para contestar, entonces es que esa llamada no hubiera sido contestada. Pero los mismos inspectores contribuyeron a corromperme. Empezaron con mensajes telefónicos y luego siguieron con correcciones y lectura de pruebas («Tú eres escritor. Mírate este informe.»). Y compartí con los inspectores un año entero de comida rápida, discusiones de bar y humor de comisaría: incluso para un observador entrenado, resultó difícil mantener la distancia.

En retrospectiva, estuvo bien que el año terminase cuando lo hizo, antes de que alguno de los inspectores me provocara para que interviniera en su trabajo de alguna forma realmente dañina. Una vez, en diciembre, me encontré cruzando esa línea, «uniéndome a los nativos» como dicen los periodistas. Estaba en el asiento de atrás de un coche sin distintivos que circulaba por la avenida Pennsylvania, acompañando a Terry McLarney y Dave Brown a buscar a un testigo. En un momento dado, los inspectores detuvieron el coche bruscamente junto al bordillo para abordar a una mujer que encajaba con la descripción. Ella caminaba con dos hombres. McLarney saltó del coche y cogió a uno de los hombres, pero el cinturón del abrigo de Brown se enganchó con el del coche y lo tiró de nuevo sobre el asiento del conductor cuando intentó salir.

—¡Corre! —me gritó mientras se peleaba con el cinturón del coche—. ¡Ayuda a Terry!

Armado con mi bolígrafo, seguí a McLarney, que estaba forcejeando para tirar a uno de los hombres sobre un coche aparcado mientras el segundo lo miraba con mala leche.

—¡ENCÁRGATE DEL OTRO! —me gritó McLarney, señalando al segundo hombre.

Y así, en un momento de debilidad, un reportero de un periódico empujó a un vecino de su ciudad contra un coche aparcado y realizó uno de los cacheos más patéticos e incompetentes de los que se tiene noticia. Cuando llegué a los tobillos del tipo miré por encima de mi hombro y vi que McLarney estaba detrás mío.

Estaba, por supuesto, riéndose a carcajadas.

David Simon, Baltimore 1991

CASO CERRADO

En la década y media que ha pasado desde que terminó de escribir este libro, David Simon ha pasado de ser un periodista novato de dudosa habilidad que vestía camisetas, llevaba un pendiente de diamante en la oreja e iba a todas partes con su libretita, a un escritor prestigioso que ha ganado varios premios, un guionista célebre y un productor de televisión de éxito. Durante esos mismos quince años yo he ascendido exactamente un rango.

Pasaron los años sin que volviera a saber mucho de Dave, excepto por un par de cenas de homicidios y las fiestas de jubilación de Gary D'Addario y Eugene Cassidy. Entonces, un día, mi hijo me llamó desde Carolina del Norte.

—Papá, hay una serie en HBO sobre todo tu departamento de policía.

Le contesté que conocía
The Wire
y le pregunté a Brian si la veía. Me respondió casi con reverencia.

—Papá, todo el mundo en el cuerpo de marines ve
The Wire.

Simon lo había vuelto a lograr.

En 1988, cuando unos mandos confusos permitieron que Dave pasara un año con nosotros, mis colegas y yo sonreímos y jugamos con él como bebés a los que les hubieran puesto un juguete nuevo en la cuna. Para nuestro disfrute, Dave, un joven abstemio, se emborrachaba como una cuba con sólo unas pocas cervezas. Se venía con nosotros después del trabajo, quizá esperando encontrar entonces el Santo Grial de Homicidios, pero al final se dio cuenta de que sólo queríamos maravillarnos con el espectáculo de alguien capaz de emborracharse con tres pequeñas latitas de líquido.

Dave se tomó a bien todas aquellas burlas amistosas y pronto se movía entre nosotros sin que nos diéramos cuenta. Se convirtió en la proverbial cucaracha en la pared, que absorbía cuanto sucedía mientras los demás andábamos demasiado ocupados lidiando con los asesinatos como para preocuparnos por cómo nos estábamos comportando en su presencia. Al principio teníamos mucho cuidado con lo que decíamos en presencia de Dave. Nos controlábamos, vigilábamos nuestro lenguaje e incluso nuestra metodología. Pero al cabo de un tiempo estábamos demasiado ocupados como para que todo eso nos importara y cuanto más trabajo teníamos, más escribía él. Aunque le permitimos estar presente durante los interrogatorios rutinarios, a veces hubo temas legales que impidieron que estuviera físicamente presente en la habitación durante ciertos interrogatorios. Por aquel entonces no teníamos los espejos transparentes por un lado y los micrófonos que hoy son habituales en las salas de interrogatorio de cualquier departamento de policía. Aprendimos a abrir la puerta despacio para evitar darle un golpe en la cara a David. Escuchaba a través de las rendijas en el marco de la puerta y tenía un oído excelente, a juzgar por la exactitud con la que reprodujo luego interrogatorios enteros. Cuando se publicó
Homicidio
nos felicitamos de lo bien que Dave había capturado el caos controlado que invade toda unidad de homicidios de una ciudad: el ritmo de montaña rusa de algunas investigaciones, las frustraciones, los triunfos y la continua corriente de incomprensible violencia.

Los ya no tan confusos mandos reaccionaron a esta obra novedosa y original preguntando al asesor legal del departamento de policía si se nos podía acusar de conducta inapropiada para un agente de policía. Se impusieron los sensatos y no se nos acusó formalmente de nada, aunque muchos vimos como nuestras evaluaciones de rendimiento caían como pesas de plomo en una charca contaminada. Pero luego vino la serie de la NBC basada en el libro y el periodo que pasó Dave con nosotros, iluminado por Hollywood, todo se vio desde un punto de vista más positivo.

Nosotros, los policías, estamos obsesionados con describir a nuestros congéneres: varón hispano, varón negro, varón blanco, todo el mundo definido en su categoría. Nos sentamos en el estrado y decimos: «El varón negro entró por la puerta delantera, luego el varón negro salió por la puerta trasera» como si el varón negro pudiera en algún momento convertirse en un varón blanco o púrpura si no lo mencionamos en todas las partes de la frase. Reconociendo esa limitación, he aquí como recuerdo a David Simon según era hace quince años.

Era un tipo blanco. Al verlo por primera vez sabías, con una sola mirada, que nadie le pediría nunca intercambiar su orina por la de él. Aunque decía que había sido reportero en un periódico antes de ser becario con nosotros, no pudimos verificarlo. No recuerdo haberle visto por allí antes, a pesar de que puede que hubiera estado y que yo le hubiera mirado directamente a los ojos y no me acuerde. No era fácil de recordar. De una altura media, su físico no destacaba en nada. De hecho, no era ni siquiera un físico. Había un cuerpo allí, desde luego, pero estaba desprovisto de todo lo que habitualmente uno asocia con un cuerpo, como los músculos. Los pocos que tenía estaban astutamente escondidos entre los huesos y la carne. Nunca comprendí como un tipo podía ir todos los días con una libreta en una mano y un bolígrafo en la otra sin desarrollar unos brazos más fuertes. Entonces tenía pelo, aunque ralo y del tipo me-queda-poco-en-este-mundo. Desde entonces, ese pelo ha fallecido, revelando que debajo había una cúpula reluciente cuyo pelo más cercano está en las cejas. Bajo esas cejas hay unos ojos de color indeterminado. Quizá verde, quizá marrón. Todo se reduce a: «Varón blanco, uno ochenta, setenta y cinco kilos, calvo, mal vestido, expresión de sorpresa, olor a cerveza, en posesión de una libreta vieja, visto por última vez…»

Para mí, uno de los fragmentos más emotivos de
Homicidio
es cuando Donald Waltemeyer le arregla la ropa a una drogadicta muerta por sobredosis para que esté presentable justo antes de que su marido la vea para identificar el cadáver. Dave lo llamó un «pequeño acto de caridad» y me pareció típico de Waltemeyer. Yo fui el jefe de Donald durante mucho tiempo y nunca lo entendí del todo, pero lo respetaba inmensamente.

Waltemeyer y yo viajamos dos veces a una zona rural de Indiana. Un pirómano había provocado allí un incendio, matando a su novia y a sus dos hijos pequeños. Luego se fue a Baltimore, provocó otro incendio, lo atrapamos y se sintió obligado a confesar su anterior crimen a su compañero de celda, un travestí que nos llamó inmediatamente. Fuimos en avión para la vista preliminar, pero cuando llegó el juicio, Donald, cuya claustrofobia era conocida, dijo que mejor fuéramos en coche. Alquiló un Cadillac de color rosa que él definió como de color vino.

Una mañana, mientras comíamos en un bar, varios vecinos se acercaron a preguntarnos si éramos los policías de Baltimore y a darnos las gracias. Nos alegró mucho vernos tan apreciados y Donald, radiante, comentó su sorpresa ante la facilidad con la que la gente nos identificaba. Con el Cadillac aparcado frente al bar, le recordé que estábamos en una ciudad pequeña y conservadora, nos acompañaba un travesti y conducíamos un Cadillac rosa. Reflexionó mientras masticaba y finalmente dijo:

—Te he dicho que no es rosa, es color vino.

La muerte de Donald nos entristeció a todos. El trabajo ha cambiado un poco durante los últimos quince años. El llamado efecto
CSI
ha elevado las expectativas de los jurados a niveles absolutamente irracionales y eso se ha convertido en la pesadilla de los fiscales de todo el país. Hay más intimidación a los testigos y, como no podía ser de otra manera, una correspondiente reducción de la colaboración ciudadana. Las bandas han descubierto Baltimore. El tráfico de drogas no ha disminuido. Hay menos casos que se resuelven solos y más casos duros de roer. En la parte positiva, existe la prueba de células epiteliales (me encanta esa palabra). Esa prueba irrumpió en la escena del crimen hace solo unos años, como si fuera una droga maravillosa impulsada por los avances en la recopilación de pruebas y la mejora de los análisis de ADN. Puedes ponerte una máscara, lavarte las manos y tirar tu revólver en el puerto, pero no puedes evitar que tu piel vaya dejando tu ADN por todas partes. Y, sin embargo, en el gran esquema de las cosas, estos cambios son muy menores y el trabajo sigue siendo básicamente el mismo que era cuando lo retrató David Simon. Todo consiste en escenas del crimen, entrevistas e interrogatorios que se desarrollan con un paisaje de humanidad defectuosa de fondo.

Y siempre será así.

Terry McLarney Teniente, Homicidios, Baltimore Mayo de 2006

POST MORTEM

Para contar cómo surgió la idea de escribir este libro, tengo que remontarme veinte años, al día de Nochebuena que pasé con Roger Nolan, Russ Carney, Donald Kincaid y Bill Lansey mientras observaba algún caos rutinario y me preparaba para escribir un reportaje sobre las costumbres navideñas de los que investigan asesinatos. Por mi parte, debo decir que disfruté, algo perversamente, con una noche de paz y de amor aderezada por un doble apuñalamiento en Pimlico y pensé que a algunos lectores del
Baltimore Sun
también podría interesarles lo peculiar del asunto.

Así que llevé una botella a la Central, me deslicé frente al policía de guardia y acompañé a la brigada de homicidios durante el turno de noche. Hubo un tiroteo, una sobredosis y el mencionado apuñalamiento. Más tarde, cuando terminaron con el papeleo y en la televisión de la oficina sonaba un recital matutino de villancicos, me senté a charlar con los policías de guardia mientras Carney servía el licor.

Se abrieron las puertas del ascensor y apareció Kincaid, que regresaba del último tiroteo del turno; un lío desganado que terminó con la víctima en urgencias, con un disparo en el muslo. Viviría para ver otro año nuevo.

—La mayoría de personas se levanta, va a mirar el árbol de Navidad y encuentran un regalito. Una corbata o una cartera nueva o algo así —reflexionó Kincaid—. Y a este pobre bastardo le regalan una bala por Navidad.

Todos reímos. Y entonces —nunca olvidaré ese momento— Bill Lansey dijo:

—Joder, la de cosas que pasan aquí. Si alguien escribiera sobre lo que sucede en este sitio durante un año, saldría un libro cojonudo.

Dos años después, Bill Lansey, Dios le bendiga, murió de un ataque al corazón y yo no me sentía bien conmigo mismo. A pesar de los beneficios que obtenía el periódico donde trabajaba, estaban recortando los seguros médicos de sus empleados y toreándose a sus representantes sindicales: se avecinaba una huelga, situación que sería recurrente en el gremio de los periodistas en las dos décadas siguientes. En ese momento, odiaba a mis jefes y como preveía que las cosas no irían a mejor pensé que sería bueno pedir una excedencia, algo que me permitiera conservar el trabajo en el periódico pero sin tener que pisar la redacción por un tiempo.

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