Authors: David Simon
Aunque parezca extraño, no hablan demasiado de sus casos cuando lo hacen, los asesinatos en sí son puramente un decorado. Las historias que cuentan van sobre sus compañeros, sobre chistes contados en escenas del crimen y cosas vistas durante las vigilancias en coches sin distintivos; sobre aquel coronel tan imbécil o sobre aquel fiscal de legendaria audacia o sobre alguna enfermera jefe rubia y de piernas largas del Hopkins, la joven, aquella a la que le iban los policías. ¿Qué diablos se hizo de ella?
En la cena de homicidios de 1988 las historias fueron sobre Joe Segretti, quien en una escena del crimen en las viviendas sociales de Waddy Court en el este de Baltimore una vez le quitó a una víctima un harapo sangriento de la cara y, al ver que el rostro había quedado impreso en sangre sobre la tela, la declaró inmediatamente el Santo Sudario de Waddy:
—Ha sucedido un milagro en Baltimore —le aseguró a su compañero—. Tenemos que llamar inmediatamente al Papa.
Hubo historias sobre Ed Halligan, un antiguo compañero de Terry McLarney, que una vez iba tan borracho que se le cayó el expediente de un caso abierto en una alcantarilla un día de lluvia mientras caminaba de vuelta a casa. Cuando McLarney fue a rescatarle la mañana siguiente, se encontró con que todo el expediente estaba secándose colgado en perfecto orden en la sala de estar de la casa de Halligan. Y todos recordaban al mítico Jimmy Ozazewski —«Jimmy Oz»— un auténtico personaje que una vez resolvió una bola roja y procedió a conceder entrevistas en televisión desde su propia casa en las que aparecía vestido con un esmoquin y fumando en una pipa importada.
Y se acordaban también de los hombres que ya no estaban allí, como John Kurinji, el ucraniano loco que nunca aprendió a insultar correctamente y llamaba a sus sospechosos «hijos de zorra-zorra» y se quejaba de su «joputo» trabajo. Fueron Jay Landsman y Gary D'Addario los que recibieron la llamada para ir a la casa de Kurinji en el condado, donde encontraron su placa y la funda de su pistola ordenadamente dispuestas sobre la mesa. Kurinji estaba en el baño, arrodillado dentro de la bañera con la esterilla doblada debajo de él y la sangre escurriéndose a través de ella por el desagüe. El suicidio de un inspector, limpio y metódico: Landsman sólo tendría que abrir el grifo del agua para limpiar la sangre y le quedaría la bala.
—Que se joda —dijo D'Addario cuando Landsman empezó a perder el control—. Cuando lo hizo sabía que lo encontraríamos así.
Historias del tabernáculo de la comisaría, páginas de un «Libro del Crimen» que no tiene principio ni final. En 1988 treinta inspectores, seis inspectores jefes y dos tenientes escribieron en él algunas historias nuevas —comedias, tragedias, melodramas y sátiras—, historias que se oirían en muchas reuniones futuras como aquella.
La mejora del porcentaje de resolución acabó con cualquier amenaza de entidad hacia el puesto de Gary D'Addario como teniente de un turno de homicidios, pero la intriga política de 1988 se cobró un precio. Para salvarse a sí mismo y a sus hombres de algo peor, aceptó lo justo para dejar contentos a los jefes. Apretó para que hubiera un poco menos de horas extra, presionó a sus inspectores para que trabajaran en más casos y escribió algunos memorandos pidiendo que hubiera un seguimiento de ciertos expedientes. La mayoría de cosas podían clasificarse bajo el encabezamiento de males menores y asumibles.
Cierto, la relación de D'Addario con el capitán nunca había sido especialmente buena, pero los acontecimientos de 1988 desilusionaron completamente a ambos hombres. A D'Addario le pareció que el capitán exigía absoluta lealtad de sus subordinados pero no ofrecía esa misma lealtad a los que trabajaban para él. Había dado a entender que no estaba dispuesto a proteger a Donald Worden durante el desastre de Larry Young y, desde luego, tampoco quiso proteger a D'Addario cuando todos los nuevos asesinatos quedaban sin resolver. En opinión del teniente, era una pauta que se venía repitiendo demasiado a menudo.
D'Addario sobrevivió: ocho años como oficial en homicidios hacen que cualquiera se convierta en un experto en supervivencia. Y, de paso, consiguió que sus hombres hicieran un buen trabajo policial e incluso, a veces, un trabajo excelente. Pero D'Addario era un hombre orgulloso y el precio de permanecer en homicidios era demasiado alto. Una noche de 1989, cuando llamaron a D'Addario para que fuera a la oficina muy temprano por la mañana porque se había producido un tiroteo con implicación policial, se enteró de que había una plaza de teniente en antivicio, y cuanto más pensaba en el asunto, más le gustaba. En antivicio se trabajaba de nueve a cinco, tendría su propio coche y su propio mando. Se fue a ver al coronel esa misma semana y su traslado se aprobó de inmediato. Un mes después, la unidad de homicidios tenía un nuevo teniente de turno, también un buen hombre, justo al mandar y simpático con sus hombres. Pero su antecesor le había puesto el listón muy alto. Como un inspector dijo sucintamente: «No es un Dee.»
Cuando escribo estas líneas, D'Addario es el comandante de la sección de antivicio del Departamento de Policía de Baltimore. Uno de sus mejores inspectores allí es Fred Ceruti, que todavía está resentido por lo que sucedió en 1988, pero que promete que acabará volviendo a homicidios.
—Eh —dice riendo—, todavía soy joven.
Técnicamente, Harry Edgerton sigue siendo inspector de homicidios, aunque los últimos dos años parecen indicar otra cosa.
Ed Burns, el único inspector al que Edgerton estuvo jamás dispuesto a considerar su compañero, retornó brevemente a la unidad de homicidios a principios de 1989 tras completar junto al FBI una investigación de dos años sobre la organización del tráfico de drogas de Warren Boardley en las viviendas sociales de Lexington Terrace. Como principales protagonistas de una guerra de bandas en los barrios bajos, se creía que Boardley y sus lugartenientes eran responsables de siete homicidios sin resolver y de catorce tiroteos. La investigación federal acabó enviando a los principales miembros de la organización a la cárcel con condenas que oscilaron entre doble cadena perpetua y dieciocho años sin posibilidad de libertad condicional. Edgerton, que había sido apartado de aquella investigación por una disputa presupuestaria entre las agencias federales y locales, celebró los arrestos de noviembre de 1988 de Boardley y sus hombres uniéndose a Burns y otros agentes en los equipos que fueron a detenerlos.
Casi inmediatamente después de que se cerrara en caso Boardley, Burn y Edgerton fueron ambos asignados a un operativo de la DEA para una investigación de otro traficante violento más. Linwood «Rudy» Williams ya había sido declarado inocente en dos juicios por asesinato, un cargo de posesión de armas de fuego y dos cargos por tráfico de drogas en los tribunales del estado de Maryland cuando la DEA empezó su investigación a mediados de 1989; se sospechaba que estaba detrás de cuatro homicidios cometidos en el área de Baltimore y eso solo entre 1988 y 1990. En marzo de 1991 Williams y seis de sus adláteres fueron condenados en un juzgado federal como parte de una acusación federal por tráfico organizado de estupefacientes. El investigador principal de aquella investigación, que había durado todo un año, era Ed Burns; Edgerton fue uno de los dos principales testigos de la acusación.
El éxito de la investigación a Williams, que implicó escuchas telefónicas, micrófonos en salas y habitaciones, análisis de activos y un uso extensivo de un gran jurado federal, fue tal que incluso los críticos de Harry Edgerton en la unidad de homicidios tuvieron que sentarse y aplaudir. La opinión general era que con Rudy Williams en una cárcel federal, los inspectores de homicidios de la ciudad se ahorraban entre tres y cuatro casos al año. Pero dentro del departamento de Baltimore, el debate sobre la utilidad de las investigaciones tan prolongadas continúa; tanto a Edgerton como a Burns les han dicho que después del juicio a Williams deben reincorporarse a la unidad de homicidios y a la rotación regular.
Edgerton se quedó más o menos satisfecho con el caso de Andrea Perry. Su sospechoso en la violación-asesinato, Eugene Dale, se convirtió en el único de los doscientos acusados de homicidio en 1988 en ser juzgado bajo la ley de pena de muerte de Baltimore. (Los fiscales tomaron la decisión de pedir la pena capital cuando los resultados de las pruebas de ADN de la sangre de Dale confirmaron que el semen que se había encontrado en el cuerpo de la chica de doce años era suyo.) Aunque el esfuerzo por conseguir la pena de muerte no tuvo éxito, Dale fue condenado por asesinato en primer grado y por violación en segundo grado, y sentenciado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Cuando Edgerton regrese a la unidad de homicidios, si es que regresa, no está claro cual será su puesto. La brigada de la que se marchó en 1989, la de Roger Nolan, ya no existe.
La brigada empezó a disolverse a principios de 1989, primero por la pérdida de Edgerton, que se marchó al operativo de la investigación de Williams. Poco después, Donald Kincaid partió en un intercambio entre las cuatro brigadas que llevó a dos hombres de Stanton a la brigada de Nolan. Kincaid se fue a trabajar con Jay Landsman y, durante un tiempo, estuvo a gusto y Landsman también por haber incorporado a su equipo a un inspector con tanta experiencia. Pero, a los pocos meses, Kincaid se metió en una nueva pelea, esta vez con el nuevo teniente, que trató de atar corto a algunos veteranos de la unidad, entre ellos Kincaid. Al final, el enfado de Kincaid pudo con él y en el verano de 1990 tomó su pensión y se retiró después de veinticuatro años trabajando en el departamento.
Su guerra con Edgerton, y luego con el teniente, señala una de las auténticas verdades sobre la vida en cualquier departamento de policía. Para un inspector o un policía de calle la única satisfacción real es el trabajo en sí mismo; cuando un policía se pasa cada vez más tiempo enfadándose por los detalles, está acabado. La actitud de sus colegas, la indiferencia de sus superiores, la mala calidad del material, nada de eso importa si todavía amas el trabajo y todo importa si ya no lo amas.
El asesinato de Latonya Kim Wallace —el ángel de Reservoir Hill, como se la conocía en Baltimore— sigue sin resolver. Los expedientes del caso se han vuelto a meter en un cajón; los inspectores de la brigada de Landsman ya no investigan activamente la muerte, aunque siguen todas las pistas nuevas que llegan.
Para Tom Pellegrini el caso dejó un legado de frustración y dudas que tardó un año entero en superar. Bien entrado 1989 seguía trabajando en algunos detalles de aquella investigación a expensas de otros casos. Al final le resultó un magro consuelo que la investigación se llevara a cabo con más diligencia y perseverancia que ninguna otra que se recordara recientemente; de hecho, a más esfuerzo, más frustración.
Meses después de interrogar por última vez al Pescadero, Pellegrini volvió al expediente del caso una vez más y repasó las pruebas existentes, compilando información y luego elaborando un completo memorando para la oficina del fiscal. En él defendía que se podía armar un caso contra el viejo comerciante basado en pruebas circunstanciales pero lo bastante fuerte como para llevarlo a un gran jurado. Pero no sorprendió a Pellegrini que Tim Doory se negara a llevar a juicio el caso. El asesinato de la niña era demasiado tentador para los periódicos como para arriesgarse a un juicio con una red de pruebas tan fina o tirarse el farol de presentar cargos contra el sospechoso con la esperanza de que eso precipitara una confesión. Y varios de los inspectores que también habían trabajado en el caso seguían sin creer que el viejo fuera el asesino. Si de verdad era culpable, razonaban, tres largos interrogatorios hubieran, al menos, descubierto algunos agujeros más grandes en su historia.
Pellegrini aprendió a vivir con la ambigüedad. Dos años después de entrar por primera vez en aquel patio trasero de la avenida Newington podía decir, por fin, que lo peor del caso de Latonya Wallace había pasado y ya no le dolía. Empezó 1990 con ocho casos resueltos seguidos.
A principios de ese año empezó una pequeña pero reveladora tarea. Lenta y metódicamente empezó a ordenar los contenidos de las carpetas de Latonya Wallace para hacerlos más accesibles y comprensibles para cualquier inspector que tuviera que utilizarlos más adelante. Fue un tranquilo pero necesario reconocimiento de que podía ser que Tom Pellegrini ya no estuviera allí cuando se supiera la verdad, si es que se sabía alguna vez.
Rich Garvey sigue siendo Rich Garvey, un inspector para el que cualquier año es más o menos igual que el anterior. Su campaña de 1989 fue tan exitosa como la de 1988 y su porcentaje de resolución de casos en 1990 era la mejor.
Pero una revisión rápida de los casos de 1988 revela que el Año Perfecto fue, en muchos sentidos, una ilusión. Por ejemplo, el asesinato en verano del barman en Fairfield, el caso de robo que empezó cuando un cliente recordó la matrícula del coche que huyó, terminó desastrosamente. A pesar del testimonio de dos cómplices, que confesaron y aceptaron condenas de veinte y treinta años, los dos otros acusados fueron declarados inocentes por un jurado después de dos juicios nulos. El acusado al que se imputaba la comisión material del crimen, Westley Branch, fue declarado inocente a pesar de que se había encontrado una huella suya en una lata de Colt 45 junto a la caja registradora. Garvey no estuvo en la sala el día en que se leyó el veredicto, lo que fue una suerte: los acusados celebraron el veredicto con gritos de alegría y chocando las manos en alto.
Era la primera vez que Garvey perdía un caso en el juicio, pero le seguirían otras frustraciones. Otro caso de asesinato en el que había trabajado con Bob Bowman en diciembre de 1988 se hundió en el juicio cuando un familiar de la víctima subió al estrado y exoneró al asesino; Garvey se enteró luego de que la familia había estado en contacto con el acusado antes del juicio y algún dinero había cambiado de manos. Del mismo modo, la muerte de Cornelius Langley, la víctima del asesinato por drogas a plena luz del día en la avenida Woodland en agosto, quedó también sin vengar. La fiscalía abandonó el caso después de que Michael Langley, el principal testigo del estado y hermano de la víctima, fuera él mismo asesinado en 1989 en un asesinato por drogas no relacionado con el de Cornelius.
Pero también hubo victorias. La condena de Robert Frazier por el asesinato de Lena Lucas acabó en cadena perpetua sin libertad condicional; y lo mismo sucedió con el juicio por el asesinato de Perry Jackson, el tipo de Baltimore Este que había asesinado a Henry Plumer y luego había dejado el cadáver en su sótano. Quizá el resultado más satisfactorio se produjo en el caso de Carlton Robinson, el joven obrero asesinado cuando iba a trabajar una helada mañana de noviembre, asesinado porque a su amigo y compañero de trabajo, Warren Waddell, le habían llamado gilipollas en el trabajo el día anterior. La piedra de toque de esa acusación era lo que la víctima les había dicho a los primeros policías en llegar a la escena del crimen, su declaración final en la que decía que quien le había disparado era Waddell. Y, sin embargo, no estaba claro si Robinson creía estar muriendo o si los agentes y los enfermeros se lo habían dicho, lo que ponía en tela de juicio si sus palabras debían ser consideradas o no por el jurado.