Authors: David Simon
Edgerton se traga la sonrisa antes de empujar la doble puerta para conocer a la madre, de cincuenta y ocho años, que espera en la salita.
Pearl Taylor toma la mano del inspector, pero no dice nada. Edgerton suele ser bueno con las madres desgarradas por el dolor. Es un hombre bien vestido, atractivo y que se cuida, lleva el pelo peinado y con colonia y tiene una voz rica y profunda. Es el vivo retrato de lo que su hijo jamás llegará a ser. Los fiscales, que tienen que procesar a acusados negros frente a jurados de mujeres negras, adoran que Edgerton se suba al estrado de los testigos precisamente por esa razón.
—Siento mucho lo de su hijo.
La madre sacude la cabeza rápidamente y luego suelta la mano del inspector.
—Creemos que esto sucedió porque —Edgerton escoge cuidadosamente sus palabras— porque tuvo una discusión acerca de…
—Drogas —dice ella, terminando la frase—. Lo sé.
—¿Hay alguien con quién su hijo se hubiera peleado o…?
—No sé nada de sus negocios —dice ella—. No puedo ayudarle.
Edgerton reflexiona sobre la siguiente pregunta, pero la expresión lastimera de la mujer le hace cambiar de opinión. Es como si estuviera esperando ese momento desde hace años, tanto tiempo que la llegada del inspector es recibida con la misma cantidad de dolor y de familiaridad.
—Haré cuanto esté en mi mano —dice por fin Edgerton— para encontrar a la persona responsable de la muerte de su hijo.
Ella le mira con una expresión extraña, luego se encoge de hombros y se va.
—Homicidios —dice Edgerton—. ¿Cómo va?
—Tirando —dice el sargento de turno, no muy impresionado—. No, retiro eso. Más que tirando. Tirados. Completamente. Jodida historia.
—¿Tan mal, eh?
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Tengo una orden para uno de vuestros chicos —dice Edgerton, dando un formulario de custodia firmado por el fiscal del Estado. Lo deja encima del escritorio del sargento de la comisaría de la zona suroeste El tipo gruñe mientras revisa la orden por encima de sus gafas de lectura, tose y luego apaga un cigarrillo en un cenicero que está a rebosar. Toma el papel y da un paso atrás, comprobando el nombre en una lista de prisioneros.
—Está en la cárcel municipal —dice por fin.
—Pero si acabáis de llamarme para decirme que está aquí —dice Edgerton—. ¿Cuándo se lo llevaron?
El sargento vuelve a leer el nombre, luego se acerca a la puerta del bloque de celdas. Llama al carcelero, le pasa el papel entre las rejas, hace una seña afirmativa al tipo que está al otro lado y luego regresa. Edgerton observa cada movimiento cansino, a medio camino entre la diversión y la exasperación. Es la danza de medianoche del sargento de turno, una actuación que siempre es la misma, sin importar si la cárcel está en Boston o en Biloxi. ¿Alguna vez hubo un sargento que no mirara la orden por encima de sus gafas? ¿Que no gruñera ante el papeleo que la llegada del inspector significará, a las tres de la madrugada? ¿Hubo alguna vez sargentos y funcionarios que no tuvieran más de cincuenta años, a seis meses de cobrar su pensión, cuyos movimientos fueran más lentos que la propia muerte?
—John Nathan. Sí, lo tenemos —dice finalmente el sargento—. Nos dio un nombre distinto.
—Ah, vale.
—Quiere llevárselo, ¿no?
—Sí, a la central.
Cinco minutos más, y se abre la puerta de las celdas para dejar pasar a un chico de piel oscura, barrigón, que camina lentamente hacia la luz del área de fichajes. Edgerton mira a la pequeña maravilla que será su testigo y sabe al momento que resolverá el caso del asesinato de la calle Hollins. Lo sabe por el aspecto del chico. Porque no sólo el descerezado que tiene delante se las arregló para que lo detuvieran por tráfico de drogas dos horas después del tiroteo, sino porque está de pie, ahí, con cara de oveja, en lugar de desafiarle. Son las tres de la mañana y el chico ni siquiera le ha mirado mal. Cuando Edgerton le quita las esposas, el muchacho estira los brazos hacia arriba, con las palmas extendidas.
—No se olvide de traerle pronto de vuelta. Mañana hay clase —dice el sargento.
Es una frase tan vieja como las comisarías, y Edgerton no se ríe. El gordito no dice nada durante un momento, y luego dice algo que es una declaración, más que una pregunta.
—Querrá que le hable de Pete, tío.
—Yo te diré de qué quiero que hables —dice Edgerton, acompañando a su prisionero fuera de la comisaría, hasta el Cavalier. Se dirigen al oeste por la calle Lombard, y Edgerton conduce más lentamente cuando pasan frente a la oficina forense, en el cruce de la calle Penn.
—¿Quieres saludar a tu amigo?
—¿Qué amigo?
—Pete. El chico del cruce de Payson con Hollins.
—No es mi amigo.
—¿Ah, no? —dice Edgerton—. Así que no quieres saludarle, ¿eh?
—¿Dónde para?
—Ahí mismo. En el edificio blanco.
—¿Qué hace ahí?
—No mucho —dice Edgerton—. Es la morgue.
El inspector mira por el retrovisor y se queda satisfecho. No hay la menor sombra de sorpresa en la cara del chico. Lleva encerrado en la comisaría desde ayer a primera hora de la mañana, pero sabe lo del asesinato.
—No sé nada de esa mierda —dice el chico con un retraso de cinco segundos—. No sé por qué tiene que llevarme al distrito Suroeste para hablar conmigo.
Edgerton ralentiza el Cavalier cuando pasan por la curva, y se da la vuelta para mirar al chico severamente. Este trata de devolverle la mirada, pero Edgerton palpa su miedo.
—No te importa un carajo —dice Edgerton fríamente. Se da la vuelta y acelera de nuevo—. Vamos a volver a empezar, como si jamás hubieras conocido a un poli en toda tu vida. Olvídate de todo lo que crees saber de nosotros, porque nadie te habló jamás como te voy a hablar yo.
—Va a hablar conmigo.
—Vas pillándolo.
—No sé nada.
—Estabas ahí —dice Edgerton.
—No estaba en ningún lado.
Edgerton vuelve a detener el coche y a girarse. El chico parpadea, nervioso.
—Estabas ahí —dice Edgerton, lentamente.
Esta vez el chico no despega los labios y Edgerton conduce en silencio durante los seis bloques restantes. Dos horas, se dice el inspector. Una hora y cuarenta minutos para que el chico salchicha me diga todo lo que sucedió en la calle Payson; veinte minutos para pasar en limpio la confesión y para que firme cada página con sus iniciales.
Las predicciones no significan demasiado en la sala de interrogatorios; Edgerton lo demostró tres semanas atrás, cuando fue a por su mejor sospechoso en el caso de Brenda Thompson, en la que fue su tercera última entrevista. Ese día, Edgerton entró diciendo que obtendría una confesión, y salió seis horas más tarde con un montón de mentiras. Pero esta vez es optimista. Para empezar, el chico que está temblando en el asiento trasero no es el sospechoso, sino un testigo. Y además, el muchacho se las ha arreglado para que le trinquen por tráfico de drogas, con lo cual podrán utilizar eso para negociar. Y, finalmente, John Nathan no tiene corazón. Lo ha demostrado hace menos de un minuto.
En la oficina de la unidad de homicidios, Edgerton conduce al chico a la sala grande de interrogatorios y luego emprende su monólogo. Veinte minutos más tarde, el chico empieza a asentir. En total, Edgerton tarda un poco más de noventa minutos, pero logra una narración completa de lo que pasó en la calle Payson, y que encaja con todas las pruebas que ha recogido en la escena del crimen.
Según Nathan, Gregory Taylor estaba engañando a sus clientes con falsas drogas y luego se metía los beneficios comprando mercancía de verdad. Incluso por los estándares más bien fugaces del tráfico de drogas urbano, no se trataba de una carrera profesional con futuro. Taylor terminó por cabrear a un par de chavales de los bloques Gilmor Homes, y luego cometió el error de aferrarse a la esquina en la que trabajaba durante demasiado tiempo. Los chicos volvieron con una camioneta, asaltaron a Taylor con escopetas y le pidieron que les devolviera su dinero. Consciente de la situación, la víctima les devolvió sus veinte pavos, pero uno de los clientes aún no estaba satisfecho. Empezó a disparar la escopeta mientras perseguía a Taylor por el cruce, acribillándolo hasta que cayó sobre el asfalto. Los dos pistoleros volvieron luego a la camioneta y se dirigieron por la calle Payson hacia Frederick.
Durante el breve interrogatorio, Nathan da los nombres reales, localizaciones, descripciones físicas y direcciones aproximadas, hasta el último detalle. Cuando Edgerton regresa a la unidad, tiene todo lo que necesita para emitir un par de órdenes de busca y captura.
Y sin embargo, nada de eso parece importar cuando, a la mañana siguiente, el teniente en funciones —el supervisor que actúa como asistente directo del capitán— lee el informe de las últimas veinticuatro horas y se entera de que Edgerton interrogó a un testigo en la escena del crimen sin llevarlo a la central. Es un procedimiento incorrecto, se queja. Irregular. En contra del protocolo estándar. Un comportamiento que denota falta de sentido común, incluso pereza.
—¿Qué coño sabe de cómo llevar una investigación? —dice Edgerton enfadado, cuando Roger Nolan le informa de las quejas en el siguiente turno de medianoche—. Sentado en su oficina, jugando con los números. ¿Acaso ha trabajado alguna vez en la puta calle? ¿Sabe lo que es un caso?
—Tranquilo, Harry, tranquilo.
—Ese tipo con el que hablé en la escena del crimen me lo sirvió todo en bandeja —sigue Edgerton, irritado—. ¿Qué demonios importa si hablé con él allí o aquí?
—Ya sé…
—Estoy hasta los huevos de esos jodidos políticos.
Nolan suspira. Como inspector jefe de Edgerton, está atrapado entre el capitán y D'Addario, para quien Edgerton se convierte en munición en una guerra de acusaciones. Si Edgerton se encarga de las llamadas y resuelve asesinatos, hace quedar bien a su teniente de turno. Si no, el capitán y el teniente administrativo le utilizarán como prueba de que, en el turno de D'Addario, la supervisión es más bien relajada.
Pero ahora la situación es aún peor. Nolan tiene que lidiar con la política del departamento, y además tiene serios problemas en su brigada. Edgerton se ha convertido en un pararrayos; y Kincaid, en particular, no soporta al inspector.
Kincaid es un veterano de la vieja escuela y valora la forma en que un hombre sirve a su unidad. Según él, un buen inspector se presenta temprano a trabajar para aliviar el turno anterior. Atiende el teléfono y coge tantas llamadas como puede. Cubre las espaldas de su compañero, por supuesto, y de los demás agentes de su unidad, y les echa un cable con los testigos o incluso las escenas del crimen sin que se lo pregunten. Es una imagen gratificante del inspector como entidad de cooperación, un jugador que trabaja para el equipo, y Kincaid lleva veintidós años esforzándose por encajar en ese ideal. Durante siete años, trabajó con Eddie Brown, un equipo interracial especialmente irónico porque Kincaid arrastra las palabras con acento sureño. Y durante los últimos dos años le ha tocado estar con todos y cada uno de los hombres del turno de D'Addario dispuestos a compartir una llamada con él.
Por eso, Kincaid no comprende a Edgerton. No es que no le guste, les dice el inspector de más edad al resto de compañeros. No hace ni dos semanas que en la fiesta de la brigada de McAllister, una barbacoa que se celebra cada verano, Edgerton se trajo a su mujer y su hijo, y Kincaid se pasó un rato charlando con él. Harry fue hasta divertido esa noche, a Kincaid no le duelen prendas admitirlo. Teniendo en cuenta las diferencias de edad, raza y su educación neoyorquina,
Edgerton quizá no sería la primera elección de Kincaid para irse de cervezas, pero, al final, lo que realmente les separa es que Edgerton carece totalmente de instinto de grupo. Es totalmente indiferente a la camaradería entre los agentes de una misma comisaría, algo que Kincaid siempre ha valorado por encima de todo.
Para Edgerton, el consumado lobo solitario, la investigación de un homicidio es una tarea individual y apartada. En su mente la concibe como un combate singular entre un inspector y el asesino, un enfrentamiento en el que los demás inspectores, inspectores jefes, tenientes y todos los demás organismos del departamento de policía no tienen ninguna otra labor que quitarse de en medio para que el inspector principal del caso pueda trabajar. Este era, en esencia, el principal punto fuerte de Edgerton y también su mayor debilidad. Compartir nunca sería su credo y, en consecuencia, Edgerton siempre sería una fuente de descontento para su brigada. Pero cuando le tocaba un asesinato, no escurría el bulto. A diferencia de muchos inspectores, que aprenden a trabajar un asesinato sólo hasta que suena el teléfono y el operador les asigna el siguiente caso, Edgerton se enterraba en el expediente de un caso hasta que un inspector jefe venía, lo sacaba de ahí a rastras y lo llevaba entre gritos y pataleos hasta su siguiente caso.
—Hacer que Harry tome un caso es infernalmente difícil —explicó Terry McLarney en una ocasión—. Tienes que cogerle por los hombros y gritarle: «¡Harry, este es tuyo!». Pero una vez has hecho eso, lo trabaja hasta la muerte.
No, Edgerton no iba a encargarse de su parte de suicidios, muertes por sobredosis o ahorcamientos en celdas. No aceptaba pedidos de nadie cuando iba a Crazy John a tomarse un filete con queso, y si se le pedía que trajera algo cuando volviera, lo más probable es que se olvidara. No, no era una fuerza de la naturaleza como Garvey o Worden, una figura central alrededor de la cual órbita toda la brigada. Y es cierto que cuando algún policía novato, sin pensárselo, vacía su revólver al sorprender a un atracador en una gasolinera, lo más probable es que Edgerton no se presente voluntario para ayudar a cribar las declaraciones de los testigos ni para armar los informes. Pero, si se le dejaba a su aire, podía resolver para su brigada ocho o nueve buenos casos al año.
Habiendo supervisado a Edgerton cuando los dos trabajaban en el distrito Este, Nolan hace tiempo que comprendió el necesario compromiso. Edgerton era uno de los patrulleros más inteligentes y con más talento que había en el sector de Nolan, a pesar de que el resto de policías de los uniformes no sabían qué pensar de él. Podía ser desagradable, a veces incluso un poco irresponsable, pero en su zona de la avenida Greenmount no sucedía nada de lo que no estuviera informado. Lo mismo sucedía en homicidios; puede que Edgerton desapareciera durante un día o dos, pero Nolan podía confiar en que al final Harry trabajaría sus casos. A fondo.