Authors: David Simon
Está claro que algunos casos tienen poca base y hay que tirar la toalla. Otros llegan al tribunal como casos supuestamente sólidos, sólo para autodestruirse en cuanto los testigos empiezan a desfilar. Todos los inspectores de homicidios saben cuál es la pura verdad: que las cosas se tuercen. Pero también creen que hay muchos casos que están en la frontera, y otros que son sólidos, que terminaron perdidos porque un fiscal sin experiencia se encargó de darles el golpe de gracia.
Un buen inspector entiende que hay cosas inevitables y comprensibles. Como pasa en muchas partes, la fiscalía del Estado en Baltimore trabaja con poco personal y menos fondos. La sección que se ocupa de preparar los casos para el tribunal se compone de un núcleo de veteranos competentes y un puñado de recién llegados, abogados jóvenes han ascendido después de pasarse años en los juzgados de distrito. Algunos serán buenos abogados procesales, otros no, y unos pocos un peligro en la sala. Un inspector siempre espera que le toque un fiscal capaz, pero también sabe que el sistema funciona con el método de la criba, para todo. Los homicidios se reparten de forma tal que el mayor número de casos —sobre todo allí donde hay verdaderas víctimas, o aquellos en los que hay múltiples acusaciones o crímenes— vaya a pasar a manos de los fiscales más experimentados, con la esperanza de que, en los casos más importantes, el fiscal no se vea superado por la nube de abogados defensores más avezados que, bien de forma privada bien por convocatoria del tribunal, gravitan hacia los homicidios.
Los inspectores también saben que es mejor pactar en al menos dos tercios de los casos por asesinato que parecen más viables. Aunque casi todos los que están fuera del sistema legal consideran que «trato» es una vulgaridad, los que se ganan la vida en los tribunales admiten que es una necesidad estructural. Sin los tratos, el sistema se detendría, incapaz de seguir avanzando, con los casos amontonándose en los tribunales igual que los aviones esperan a que los autoricen a aterrizar en Atlanta. Incluso con la tasa actual de tratos frente a juicios, el retraso entre una condena por asesinato y el momento en que se juzga el caso oscila entre seis y nueve meses.
Para un inspector, hay una gran diferencia entre un buen trato y uno malo. Segundo grado y treinta años de condena casi siempre es un trato respetable, excepto si hablamos de actos de verdadera maldad, como abusos sexuales a menores o asesinatos por robo. Si el caso esta en la frontera, segundo grado y veinte años no está mal, aunque no se oye precisamente el férreo puño de la justicia descargarse sobre el condenado. Lo más probable es que le suelten, en libertad condicional, después de unos siete o diez años de condena. En un verdadero caso de homicidio —un asesinato doméstico, fruto del miedo o del impulso, que de todos modos no se puede llamar accidente—, cualquier condena que vaya de dos a diez años es razonable. Pero es más difícil tragarse que un fiscal permita un trato de segundo grado para un asesinato especialmente duro, o que considere homicidio lo que es un asesinato, o que rebaje un homicidio a una muerte accidental. Incluso en situaciones así, los inspectores no suelen despegar los labios si el fiscal no pregunta, y generalmente no lo hacen. En la unidad de homicidios, la filosofía, pulida por los vientos del tiempo, es que el caso está con el fiscal. Tú has hecho tu trabajo, y que le den si no piensa hacer el suyo.
Hay ocasiones, sin embargo, en la que un inspector no puede evitar cruzar la línea de demarcación emocional.
Por ejemplo, es sabido que Worden le dirá algo a un fiscal joven si piensa que va a abandonar un caso demasiado rápido, o si parece asustado ante la idea de presentar cargos. A veces Landsman también hace algo parecido, y Edgerton, si tiene ocasión, le dirá a un fiscal cómo debe presentar su caso y también redactará el alegato final por él. En la unidad, muchos hombres se acuerdan de un caso o dos que les dejó marca. Garvey aún no ha vuelto a hablar con el ayudante del fiscal que aceptó segundo grado para el asesinato de Myeisha Jenkins, una niña de nueve años que murió apaleada por el novio de su madre cuando esta le dejó, y que acabó en un recodo de la carretera de Baltimore a Washington. Garvey le dijo al fiscal que era un pedazo de mierda por haber aceptado ese trato, y se lo dijo de tal modo que el tipo ni siquiera se molestó en discutírselo.
Si el caso le importa lo bastante, un inspector presionará o incluso argumentará a favor de una estrategia en concreto. Pero al final las decisiones sobre qué enfoque legal hay que darle al caso no las toma él. Desde la escena del crimen hasta que se produce la condena, el tribunal es la única parte del proceso en la que el inspector es un participante pasivo, un jugador que depende enteramente de las decisiones de los demás. El inspector está ahí para testificar, y ayudar a los abogados tanto como sea posible. Estos, a su vez, tienen su propia opinión sobre la función de los inspectores. Algunos fiscales consultan a los inspectores sobre las pruebas y el tipo de presentación que sería buena para el caso, y suelen preguntárselo a los inspectores más veteranos, los que han visto más juicios que los propios fiscales. En cambio, otros les consideran poco más que atrezo, o recaderos, que solamente tienen que presentarse a tiempo, con los testigos adecuados y pruebas sólidas.
Los inspectores de homicidios pasan por otro alejamiento del caso: como testigos, están incomunicados y, por lo tanto, no pueden asistir al juicio ni escuchar a los demás testigos. Los inspectores de Baltimore se pasan el 90 por ciento de su tiempo en el edificio de los juzgados sentados en duros bancos de madera en los pasillos, o llevando las bolsas de pruebas de la sala a la oficina del fiscal, o persiguiendo a un testigo que supuestamente tenía que presentarse esa tarde, pero que no ha aparecido, o incluso camelándose a las secretarias de la unidad de crímenes violentos. El rato que se pasa entre pasillos de mármol y salas con paneles de madera es un extraño limbo para un inspector, un período de no existencia que se interrumpe brevemente cuando es llamado a testificar.
El estrado es el último momento del proceso en que la experiencia de un inspector cuenta para algo. Casi siempre, el testimonio de los civiles —preparados por el fiscal antes del juicio— ofrecerá la prueba más determinante. Pero en rodos los casos, el testimonio del inspector en relación con la escena del crimen, la localización de los testigos y declaraciones del sospechoso son la base del caso que construye la acusación. Entre los fiscales se cree que la actuación de un inspector en el estrado de los testigos raras veces gana un caso, pero puede destrozar lo a fondo.
Antes de subirse al estrado, un inspector que sabe lo que hace estudia a fondo el expediente. Después de todo, han pasado seis meses y los cadáveres se han amontonado entre la detención y el juicio. En 1987 un inspector —que ya no estaba en la unidad de homicidios— contestó a la pregunta de un fiscal con una elaborada descripción de la escena del crimen y de la investigación subsiguiente. Al cabo de un minuto o dos vio que el fiscal le hacía unas muecas extrañas. Hasta el acusado tenía una expresión rara.
—Hummm, espere un momento —dijo el inspector, dándose cuenta gradualmente del desastre—. Señoría, creo que estaba recordando otro caso.
Anulación automática del juicio, con M mayúscula de Mierda.
Otros inspectores prefieren llevarse la carpeta al estrado, pero con algunos jueces eso es peligroso. Un expediente típico contiene notas, informes sobre posibles sospechosos y pistas falsas que terminaron descartadas, y algunos jueces permiten al abogado de la defensa que explore durante el contrainterrogatorio todas esas investigaciones que terminaron en dique seco. Con un sospechoso alternativo, sacado a toda prisa de un expediente policial, y un juez tolerante, un abogado defensor tiene media carrera ganada de cara al jurado.
Mark Tomlin es un inspector que siempre copia las notas de lo que va a decir en el juicio en la parte posterior de la hoja de antecedentes del acusado. Una vez, cuando Tomlin estaba testificando, un abogado defensor solicitó ver las notas más de cerca, y empezó a sugerir que se admitieran como pruebas. Cuando volvió el papel, y vio el historial del cliente al completo, le devolvió la hoja al inspector sin decir otra palabra.
Los inspectores veteranos van a juicio sabiéndose el caso del derecho y del revés, sus puntos débiles y lo que es irrefutable. Pueden anticiparse a una línea de interrogatorio del abogado y contestar debidamente. No significa que sus respuestas vayan a manipular nada, sino que estarán pensadas para causar el menor daño posible. Si, por ejemplo, el abogado de la defensa sabe que un testigo señaló al acusado en una rueda de identificación, pero que no lo vio mientras hojeaba los álbumes de sospechosos el día antes, seguro que pregunta por eso. Un inspector listo se adelantará y, durante su respuesta, mencionará que en el álbum había una fotografía del acusado cuando este tenía seis años, que el pelo del acusado en la foto era distinto, que no tenía bigote y todo lo que haga falta, hasta que el abogado le cierre la boca. Como llevan generaciones soportando a testigos policiales astutos y manipuladores, los abogados de la defensa se han aficionado al estilo responda-sí-o-no-a-la-pregunta-por-favor, lo que obliga al policía a que el fiscal reaccione ante la pregunta antes de poder contestarla.
Por otra parte, si un inspector está declarando y no está seguro de por dónde van los tiros de la defensa, empezará a dar respuestas un poco más prudentes y se extenderá menos, aunque no será impreciso, al menos hasta donde se pueda detectar. Un testigo profesional no termina arrinconándose en una declaración en la que generalice excesivamente, porque un buen abogado sabe cómo desenterrar la excepción:
—Inspector, usted afirma que, después del arresto del señor Robinson, no se produjeron más robos en la zona norte y de Longwood.
—Sí, señor.
—Inspector, aquí tengo una denuncia por robo fechada precisamente…
Los policías veteranos suben al estrado con una buena regla bajo el brazo: no mienten. Al menos, no los buenos; jamás los pillan en ninguna contradicción flagrante. El perjurio puede destrozar una carrera, cargarse una pensión y quizá, si la mentira es lo bastante grande y estúpida, incluso comporte una condena. Para un inspector, falsificar las pruebas materiales o atribuir erróneamente declaraciones a sospechosos o testigos que no corresponden, es un riesgo mucho mayor que la hipotética recompensa. ¿Hasta qué punto le importa —realmente— a un inspector que un acusado de asesinato vaya a prisión? Logra detener a unos catorce al año, quizá un par de cientos durante toda su carrera. ¿Por qué va a creer que el mundo se acaba si pierde un caso? Si es un tiroteo policial, o alguien a quien conoce, entonces las cosas quizá cambien, pero no por algo que sucedió en el bloque 1900 de la calle Etting la noche del sábado del verano pasado.
La única excepción notable a la proverbial honestidad de un buen testigo policial, el único punto del proceso legal sobre el que los agentes de la ley mienten casi siempre, o por decirlo de otro modo, exageran, es la causa probable.
Para los inspectores antivicio o de narcóticos en concreto, fijar los requisitos legales y correctos para una detención o un registro se ha convertido en un jueguecito ridículo. No resulta sorprendente: no basta con afirmar que el sospechoso es un recadero que lleva diez minutos apostado en la esquina. No, la ley requiere que el agente haya observado al acusado realizar operaciones sospechosas en una zona conocida por albergar tráfico de drogas. Luego, tras inspeccionar más de cerca la escena, el policía detecta una bolsita de plástico asomando del bolsillo de la sudadera así como un bulto en el cinturón del individuo, lo cual indica presencia de arma de fuego.
Claro.
La causa probable en una redada callejera siempre será una broma cósmica, un engaño sistémico. En algunos lugares de Baltimore, la causa probable se reduce a que un tipo se quede mirando un coche patrulla dos segundos más de lo que un inocente haría. Los tribunales no pueden reconocerlo, pero en el mundo real te quedas mirando a un tipo hasta que estás seguro de que lleva mierda hasta el cuello, luego le registras, encuentras las drogas y la pistola, y sólo entonces tienes tu justificación legal para la detención.
En homicidios, donde la mitad del juego también consiste en registrar y detener a los sospechosos previa declaración jurada para cada dirección objeto de registro, la causa probable tiene que ser muy clara. Después de todo, hace falta que un juez firme la orden sólo para entrar en el vestíbulo de la casa. Un inspector que sepa redactar bien quizá pueda forzar un caso con causa probable floja o exagerada y obtener la firma de un juez de guardia, pero está obligado a preparar una declaración jurada con algo de sentido.
El único momento real de vacilación que pasa un inspector de homicidios cuando testifica no tiene que ver con la causa probable, sino que sucede cuando la defensa le pregunta si obligó al acusado a declarar o si su cliente solicitó un abogado antes de realizar su declaración. En el fondo de su corazón, un buen policía sabe que toda declaración es, en cierto modo, fruto de la presión ejercida sobre el detenido, aunque no llega a ser ilegal. Así que se atiene a una definición legalista y puede decir que no, por lo que su testimonio no es perjurio. Después de todo, le leyeron los derechos al acusado y firmó su formulario 69. Tuvo su oportunidad.
—Pero ¿quería un abogado?
Bueno, a ver, podría replicar el inspector, ¿cómo definiría la palabra
querer
? Probablemente la mitad de los sospechosos que van a la sala de interrogatorios dicen que quieren a un abogado o que quizá necesitarán a un abogado, o que deberían hablar con un abogado. Si siguen insistiendo, si realmente quieren a ese abogado y no van a soltar la lengua, entonces el interrogatorio ha terminado. Pero cualquier inspector con dos dedos de frente intentará, al menos una vez, convencerlos de que no lo hagan, porque saben que no hay ningún juez del Tribunal Supremo esperando al otro lado de la puerta.
—¿Mi cliente solicitó a un abogado?
—No, no lo hizo.
En el estrado de los testigos, la última regla del inspector de homicidios es que no es personal. Nada lo es, ni lo que sucede entre el inspector y el acusado, o en el intercambio con los abogados. Cuando testificas, las apariencias cuentan. Un policía que pierda la calma y muestre desprecio o malicia hacia el acusado o su abogado defensor automáticamente se convierte en la encarnación frente al jurado del malvado sistema legal, de una cruzada y no de un juicio. El abogado de la defensa te llama mentiroso, y tú lo niegas impasible. Declara que tu investigación es un desastre de incompetencia, y tú también lo niegas. Su cliente te jode con la mirada desde el banquillo de los acusados, y tú lo ignoras.