Authors: David Simon
—Le pregunto por qué razón salía corriendo del callejón, y me dice que no sabe de qué hablo —le dice Edgerton a Nolan—. Y tiene razón. No sé lo que digo.
Ni siquiera está seguro de que la mujer a quien el comunicante anónimo acusó realmente estuviera en la zona del asesinato esa noche. Pero aun si lo creyera, no se arriesgaría a interrogarla hasta que estuviera seguro de tener éxito.
—Y si todo falla, entonces sí. La traeré aquí y le haré una pregunta —declara el inspector—. Pero no antes.
Nolan está de acuerdo.
—Es tu caso —le dice a Edgerton—. Hazlo a tu manera.
Aparte de la ayuda de la brigada en lo que respecta a las visitas por el barrio, Edgerton trabaja en el caso completamente solo. Incluso D'Addario guarda las distancias. Le pide a Nolan informes sobre el avance de las investigaciones, y ofrece su ayuda si hace falta, pero por lo demás deja Edgerton y su inspector jefe sigan el ritmo que más les conviene.
El contraste entre la respuesta de D'Addario al caso de Latonya Wallace y el qué ahora ocupa a Edgerton es notable. El inspector espera que el margen de maniobra que les ha concedido el teniente sea, en parte, una muestra de confianza en sus inspectores. Lo más probable, reflexiona Edgerton, es que D'Addario quedara harto del despliegue bola roja del caso. Los hombres adicionales y el dinero habían obtenido tan pocos resultados en el asunto de Reservoir Hill que quizá ahora el teniente no quisiera tomar el mismo camino otra vez. O quizá, como todos los demás en el turno, estuviera demasiado cansado como para emprender otra campaña bélica.
No obstante, Edgerton también sabe que las cosas no suceden en el vacío. Le dejan tranquilo, en parte porque D'Addario puede permitírselo. El día en que descubren el cuerpo de Andrea Perry, el porcentaje de casos resueltos reluce como un cerdo bien cebado, al 74 por ciento, con cinco órdenes de busca y captura por asesinatos pendientes. Es una cifra buena, comparada con la del año anterior y la media nacional. Así pues, D'Addario puede volver a tomar decisiones sin preocuparse del gasto público ni de las percepciones de los altos mandos. En una charla con Pellegrini, Edgerton se entera de que el teniente ya ha expresado su descontento ante la marea investigadora que siguió a la muerte de Latonya Wallace. En varios puntos del caso, Landsman y Pellegrini le dijeron a D'Addario que menos es más, y el teniente pareció estar de acuerdo. Si la tasa de casos resueltos hubiera sido más alta, si el departamento no lo hubiera pasado tan mal en ese momento, con los asesinatos de mujeres en el noroeste, quizá las cosas habrían sido distintas. Ahora, con el tablero más negro que rojo, la unidad ya ha recuperado su equilibrio político. Gracias al trabajo duro, a una cierta habilidad y no poca suerte, el reino de D'Addario ha sobrevivido a la amenaza y disfruta de nuevo de su merecida gloria. Y si el alto porcentaje de casos resueltos y los sentimientos de D'Addario acerca de cómo abordar un caso bola roja no fueran suficiente para dejar a Edgerton tranquilo, basta el propio inspector se daría cuenta de que lleva el caso sólo porque el asesinato ha caído en manos de la brigada de Nolan.
Nolan tiene absoluta confianza en los métodos de Edgerton, y es el inspector jefe con menos probabilidades de pedir ayuda al resto del turno y a D'Addario en especial. De los tres inspectores jefe, sólo McLarney y Nolan se cuentan entre los verdaderos discípulos del teniente. Durante el largo año de apuros que ha pasado D'Addario con el Capitán, Nolan no se ha mojado. Y últimamente, el teniente se regodea recordándoselo.
Hace dos noches, los tres inspectores jefe estaban en la sala del café D'Addario se disponía a irse a casa, pues había terminado el turno de cuatro a doce.
—Según mi reloj son las doce en punto —declaró con cierto dramatismo—. Y sé que, antes de que el gallo cante tres veces, uno de vosotros me traicionará…
Los inspectores jefe se ríen, nerviosos.
—… pero está bien, Roger. Lo entiendo. Haz lo que tengas que hacer.
Edgerton es un hombre de Nolan, así que no está muy seguro de por qué le permiten trabajar solo. Quizá D'Addario tenga fe en él, o la nueva filosofía del teniente sea que las bolas rojas queden en manos del inspector principal. O tal vez es que Roger Nolan es el único inspector jefe que no le pedirá nada a su teniente. Quizá, piensa Edgerton, es un poco de todo. Para un tipo tan ajeno a la maniobra política como él, siempre resulta difícil orientarse en la marea de intereses cruzados.
Sean cuales sean las razones de D'Addario, Edgerton comprende que el efecto es el mismo: han soltado la cuerda. Andrea Perry no se convertirá en otra Latonya Wallace, y Edgerton no será otro Pellegrini. Adiós a los operativos, a los perfiles psicológicos del FBI, a las fotografías aéreas de la escena del crimen, a los cien mil debates sin fin entre toda una brigada de inspectores de homicidios. En lugar de eso, este asesinato pertenece a un solo hombre en la calle, con tiempo y espacio para resolver el caso. O para terminar colgado en el intento.
Lo que suceda antes.
Es un tribunal precioso, de formas clásicas verdaderamente impresionantes. Tiene puertas de bronce, mármoles italianos, maderas nobles y techos artesonados en tonos dorados. Es el Tribunal Clarence M. Mitchell Jr. de la calle Calvert, y es una proeza arquitectónica, más rotunda y gloriosa que cualquier otro edificio construido en Baltimore.
Si la justicia se midiera únicamente por la grandeza de su templo, entonces un inspector de Baltimore no tendría nada que temer. Si la piedra esculpida y los paneles tallados a mano garantizaran una venganza justa, entonces el Tribunal Mitchell y su edificación anexa al otro lado de la calle —la vieja oficina de Correos que ahora es el Tribunal Este— serían santuarios para los agentes de policía de Baltimore.
Los primeros patronos de la ciudad no escatimaron en medios cuando mandaron erigir los dos exquisitos edificios en el corazón del centro urbano, y en los últimos años, sus descendientes han demostrado la misma generosidad para preservar y renovar la belleza de ambas estructuras. Desde el tribunal procesal penal hasta las salas de los jurados pasando por los vestíbulos delanteros hasta los pasillos posteriores el complejo judicial existe para que las generaciones de policías y abogados puedan caminar por los pasillos de la justicia y sentir que sus espíritus se elevan. Un inspector avanza con paso ligero por el pórtico restaurado de la antigua oficina de Correos, o pasea por el elegante despacho panelado del juez Hammerman, y tiene todos los motivos del mundo para ir con la cabeza muy alta, sabedor de que ha llegado a un lugar donde la sociedad exige que el culpable pague el precio del crimen. Aquí se hará justicia; todo el trabajo duro que se ha hecho en el centro podrido de la ciudad se transformará ahora, sin duda, en un veredicto limpio y solemne de culpabilidad. Un jurado de doce personas respetables, hombres y mujeres ponderados que se levantarán como un solo ser para emitir ese veredicto, que impondrá sobre el acusado, un hombre malvado, la ley de las personas decentes y valientes.
Entonces, ¿por qué todos los inspectores de Baltimore entran en el tribunal con la cabeza gacha y muestran su placa con aburrimiento veterano a los ayudantes del
sberiff
que vigilan la entrada y el detector de metales del vestíbulo de la primera planta? ¿Cómo pueden avanzar tan pesadamente hacia los ascensores, ciegos a la belleza que los rodea? ¿Cómo es posible que aplasten sus colillas en los suelos de piedra con tanta indiferencia y luego empujen las puertas del despacho de un fiscal como si fuera la mismísima entrada al purgatorio? ¿Cómo logrará un inspector de homicidios traer su mejor labor policial al santuario de la justicia, su destino final, con ese aspecto de total resignación?
Lo más probable es que lleve toda la noche despierto, con dos asesinatos y un apuñalamiento a cuestas durante el turno de medianoche. Sin duda, el mismo inspector que tiene que declarar como testigo en el tribunal de Bothe esta tarde acaba de terminar su papeleo atrasado justo a tiempo de ver entrar al turno de día. Seguro que se ha pasado otra hora engullendo cuatro tazas de café seguidas y unos huevos revueltos. Ahora seguramente está acarreando bolsas de papel llenas de indicios, Pruebas y muestras desde la unidad de control de pruebas hasta el cubículo, en el tercer piso, de algún abogado, donde le informarán de que su principal testigo no se ha presentado y tampoco contesta a las llamadas del ayudante del
sheriff.
Aparte de estos pequeños detalles, el mismo inspector —si sabe lo que le conviene— tendrá que presentarse en la arena legal con la mente concentrada en algo más que visiones trascendentes de victoria moral. En el fondo de su corazón, un inspector veterano no se inspira en la gloria de un tribunal, sino en la Regla húmero Nueve del decálogo, a saber:
9A. Para un jurado, cualquier duda es razonable.
9B. Cuanto mejor es el caso, peor es el jurado.
Y, además de las reglas 9A y 9B:
9C. Un buen hombre es difícil de encontrar, pero encontrardoce y reunirlos en un mismo lugar es un milagro.
Un inspector que avanza por los pasillos de la justicia con nada menos que un firme y familiar escepticismo en el sistema legal norteamericano es un hombre listo para ser pisoteado. Después de todo una cosa es ver que tu mejor caso queda hecho trizas gracias a doce de los mejores ciudadanos de Baltimore, y otra muy distinta contemplar cómo lo hacen en un estado de inocente incredulidad. Es mejor aprender a no esperar casi nada cuando cruzas las puertas del tribunal, y así entrarás en los relucientes pasillos con una absoluta anticipación del desastre que está a punto de tener lugar.
Los cimientos —de piedra sólida y firme— en los que se basa el sistema legal norteamericano afirman que el acusado es inocente hasta que le condene el voto unánime del jurado. Es mejor que salgan libres más de cien culpables, a que un solo inocente sea castigado. Bueno, si nos ceñimos a eso, el sistema judicial de Baltimore funciona como un reloj.
Por ejemplo: en ese año de la trayectoria del sistema judicial penal de Baltimore, se presentaron cargos contra doscientos acusados en relación con ciento setenta casos de asesinato resueltos.
De estos doscientos acusados:
Cinco casos están pendientes de juicio dos años después. (En dos de ellos, se dictó orden de busca y captura, pero la policía no logró detener a los sospechosos.)
Cinco murieron antes del juicio o durante la detención. (Tres de las muertes fueron suicidios, otra por incendio provocado por el propio acusado para matar a otra persona, y el quinto cayó abatido por la policía.)
Seis no fueron a juicio, porque los fiscales estimaron que las muertes fueron actos de defensa propia justificables, o resultado de causas accidentales.
Dos acusados terminaron en un psiquiátrico cuando el juez estimo que no fueron responsables de sus actos.
Tres acusados de dieciséis años o menos serán juzgados por homicidio en un tribunal para menores.
Dieciséis casos no llegarán al tribunal por falta de pruebas. (De vez en cuando, un inspector de policía sin pruebas suficientes intentará jugarsela y detener a su sospechoso con la esperanza de que una estancia en la cárcel le haga reflexionar y dé lugar a una confesión en posteriores interrogatorios)
Veinticuatro acusados, después de que la fiscalía presente cargos, verán su caso sobreseído o suspendido provisionalmente. Un sobreseimiento representa la imposibilidad inequívoca de que el caso se vea frente al gran jurado; una suspensión provisional sitúa el caso en una bandeja de pendientes, aunque la fiscalía puede optar por reabrir el caso en un año si surgen nuevos indicios. La mayor parte de las veces, las suspensiones provisionales pasan a sobreseimiento.
Tres acusados no llegarán a juicio cuando se descubra que, de hecho, son inocentes de los crímenes de los que se los acusa. (La regla de que uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario realmente significa algo en la ciudad más grande de Maryland, donde es bastante habitual que un inocente termine acusado o incluso condenado por un crimen violento. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el tiroteo de Gene Cassidy y de nuevo otras tres veces en sendos asesinatos en casos de inspectores del turno de Stanton. Los acusados fueron identificados erróneamente por varios testigos —en un caso, la víctima moribunda; en otros dos, por gente que pasaba por allí— y, finalmente, después de una investigación más detallada, resultó que no eran culpables. No es nada raro que se acuse al hombre equivocado a partir de pruebas más bien flojas, y entonces aún es más normal que el gran jurado le acuse. Pero después de eso, las probabilidades de que un inocente acabe entre rejas son mínimas. Después de todo, a los fiscales de Baltimore les cuesta lo suyo lograr que condenen a un culpable; el único escenario posible en el que un hombre inocente es acusado a partir de pruebas escasas es uno donde el abogado de la defensa no evalúa bien el caso y obliga a su diente a declararse culpable.)
Culpable o inocente, vivo o muerto, loco o cuerdo: la criba elimina a sesenta y cuatro de los doscientos casos iniciales, es decir, casi el por ciento, antes de que ni uno solo vaya a juicio. Y de los ciento treinta y seis hombres y mujeres que quedan:
Ochenta y uno aceptarán los tratos que se les ofrecen antes del juicio. (Once de ellos se declararán culpables de asesinato en primer grado con premeditación, treinta y cinco de asesinato en segundo grado, treinta y dos de homicidio y otros tres de cargos menores.)
Cincuenta y cinco acusados se arriesgarán a ir a juicio, ya sea frente a un jurado o un juez. (De estos, veinticinco saldrán libres después de un juicio con jurado. Veinte de los otros treinta acusados serán declarados culpables de asesinato en primer grado, seis de asesinato en segundo grado y cuatro de homicidio.)
Si se suman las treinta condenas a las ochenta y una declaraciones voluntarias de culpabilidad, el elemento disuasorio de asesinar en Baltimore está claro como el agua: ciento once ciudadanos han sido condenados por homicidio.
En este año en concreto, la posibilidad de ser condenado por un crimen después de que te detengan las autoridades es del 60 por ciento y si incluimos en esa ecuación los homicidios no resueltos en los que no se produjeron detenciones, la posibilidad de terminar arrestado y condenado por arrebatar la vida de otra persona en Baltimore baja hasta el 40 por ciento.