Authors: David Simon
En primer lugar, porque él sí cuenta con una escena del crimen; no es únicamente el sitio donde se han deshecho del cadáver de la niña, sino que es la verdadera escena del crimen. Edgerton y Nolan han acudido solos a la llamada, y por una vez se han tomado su jodido tiempo con el cuerpo. Se han asegurado de que todo está en orden, de que nadie ha tocado el cuerpo hasta que están totalmente listos para dejarlo ir. Han recogido las huellas y registrado cuidadosamente la disposición de la ropa; aunque está completamente vestida, la chaqueta y la blusa están mal abrochadas.
Junto con el técnico del laboratorio que analiza la escena, Edgerton encuentra varios cabellos en la blusa de la niña, y anota hasta el menor rasguño. Al avanzar por el callejón, encuentra un casquillo del .22, aunque la herida de la cabeza parece resultado de un calibre mayor. Cuando el boquete está en una parte carnosa del cuerpo, al inspector le resulta más difícil determinar el calibre del arma porque la piel se expande en el punto de contacto y luego vuelve a su estado original, tras la trayectoria de la bala. Pero un impacto en la cabeza conserva la circunferencia correcta; es, pues, probable que el casquillo del .22 no tenga nada que ver con el asesinato.
No hay rastro de sangre. Edgerton examina la cabeza y el cuello de la víctima en la escena del crimen. Se convence de que murió y se desangró allí, contra la base de cemento del patio. Seguramente la arrastraron hasta el callejón y la obligaron a arrodillarse, como si fuera una ejecución, antes de dispararle en la nuca. No hay orificio de salida; durante la autopsia, el forense recupera una bala redonda y notablemente preservada del calibre .32. Además, las muestras vaginales que dan positivo para la presencia de semen contienen suficiente fluido como para contrastar contra un tipo sanguíneo o un test de ADN. En comparación con el caso de Latonya Wallace, el asesino de Andrea Perry ha dejado un buen rastro de pruebas tras de sí.
Pero cuando interrogan a los dos jóvenes que los agentes de uniforme mandaron a la central, no logran casi nada. Al parecer, ninguno de los dos descubrió el cadáver. Uno le dice a los inspectores que se lo dijo el otro; y el segundo dice que estaba caminando por la calle Baltimore cuando una anciana le contó que había una muerta en el callejón. No quiso ir a ver, le dice a Edgerton, sino que se limitó a decírselo al otro que avisó a un policía. ¿Quién era la anciana? No tiene ni idea.
El caso avanza, y Edgerton trabaja meticulosamente, a su ritmo. Los agentes de la zona oeste han peinado el barrio con cuidado, pero Edgerton dedica días y días a crear su propio esquema de los bloques adyacentes, anota los nombres de los residentes de cada casa y los contrasta para encontrar delincuentes con antecedentes penales. Es un vecindario jodido, endurecido porque es la frontera inferior entre el distrito Oeste y el Sur. En la calle Vine, que está a una manzana de distancia, el mercado de las drogas atrae a todo tipo de basura al barrio que se añade a la lista de sospechosos potenciales. Es el tipo de investigación que saca lo mejor de Edgerton, porque explota sus mejores virtudes. El es capaz, más que ningún otro inspector de la unidad, de trabajarse un barrio hasta la extenuación, y obtener datos de todos y cada uno de los paseantes que caminan por sus calles.
En parte es gracias a su aspecto: negro, delgado y bien afeitado, con pelo de color sal y pimienta y un espeso bigote. Es atractivo, a su relajada manera. En las escenas del crimen, las chicas del barrio se plantan al otro lado del precinto policial y se ríen, señalándole y mirándolo con intención. Le llaman inspector Edge.
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A diferencia de muchos de sus colegas, Edgerton trabaja con sus propios informadores, a menudo chicas negras menores de dieciocho años, cuyos novios están en la calle pegándose tiros por un puñado de drogas y cadenas de oro. Una y otra vez, un chico del barrio va camino de la sala de urgencias del Hopkins con el pecho acribillado, y su busca suena aún antes de que llegue la ambulancia. En la pantalla, aparece el número de una cabina telefónica de la zona este.
Edgerton está cómodo en el gueto, más de lo que el mejor inspector blanco lo estará jamás, y más que la mayoría de los policías negros. Porque Edgerton sabe hablar como si no fuera un poli. Sólo Edgerton se habría preocupado de limpiar la sangre de las manos de una muchacha herida en la sala de urgencias del Hospital Universitario. Sólo él podría compartir cigarrillo con un camello en el asiento trasero de un coche patrulla en la calle Hollins y salir con una confesión completa. En los supermercados, en las salas de espera, en los vestíbulos de los bloques, Edgerton conecta para siempre con personas que no tienen ningún motivo para confiar en un inspector de homicidios. Y ahora, en el caso de Andrea Perry, una verdadera víctima, esa conexión llega con aún más facilidad.
La familia y los vecinos le dicen que la niña fue vista por última vez a las ocho de la noche anterior, mientras acompañaba a su hermana de dieciocho años hasta la parada de autobús de la calle West Baltimore. La hermana dice que, cuando ya estaba en el vehículo, vio a Andrea caminar hacia el norte, en dirección al bloque 1800 de Fayette, y hacia su casa. Cuando la hermana regresó a las once y su madre ya se había ido a dormir, ella también se retiró. La familia no se dio cuenta hasta la mañana siguiente que la niña jamás había llegado a su casa. Presentaron una denuncia en personas desaparecidas y mantuvieron la esperanza hasta el informativo de la noche, que dio la noticia del cadáver encontrado a una manzana de distancia.
Días después del asesinato, la cobertura de los medios se ha desvanecido. El crimen de Andrea Perry no es una bola roja, ni para el departamento ni para nadie, y a medida que pasa el tiempo, Edgerton se pregunta por qué. Quizá el hecho de que la niña tenga un año más, o porque el vecindario es menos estable y menos céntrico que Reservoir Hill. Por la razón que sea, los periódicos y las televisiones no siguen cubriendo el crimen, y, por lo tanto, no hay llamadas, ni soplos anónimos como los que acompañaron la muerte de Latonya Wallace.
De hecho, la única llamada anónima relacionada con el caso llegó unas pocas horas después de que el cuerpo fuera descubierto: una voz masculina y aguda les dio el nombre de una mujer de Baltimore Oeste. Afirmó que la había visto huir del callejón después de que se oyeran unos disparos. Inmediatamente, Edgerton decide que la historia no se sostiene. Este crimen no lleva el sello de una mujer; el semen, al menos, así lo dice. Igual que con Latonya Wallace, el culpable es un hombre que actuó solo y por motivos que difícilmente compartiría con otros hombres, y mucho menos con una mujer.
Entonces, quizá la mujer fantasma sea un testigo del crimen. Qué va, vuelve a decidir Edgerton. El asesino escogió el callejón y el garaje abandonado para cometer un crimen anónimo. Mató a la niña para evitar que le identificara como violador, así que ¿para qué demonios iba a disparar, habiendo otra persona en el callejón? Edgerton estaba completamente seguro de que el asesino llevó a la niña hasta allí y esperó hasta que estuvieron solos. Y entonces empujó a la niña contra el muro y sacó la pistola.
Cary Dunnigan, el que habló con el comunicante anónimo, escribió un informe y se lo entregó a Edgerton. Éste digirió la información y comprobó el nombre de la mujer en la base de datos, para verificar que no se tratara de una candidata seria a sospechosa. Incluso habló con los parientes y vecinos de la mujer, y la investigó a fondo hasta que despejó cualquier duda. Pero durante la primera semana de la investigación optó por no convocar a la mujer a la central para interrogarla.
Después de todo, el soplo no tiene ni pies ni cabeza, y además ha obtenido más información de sus visitas al barrio. Alguien le ha dicho que la muerte de la niña se debe a una venganza contra uno de su parientes; otro, que se trata de un acto malvado de un traficante que sólo busca demostrarle al vecindario lo duro que es. Y corren rumores acerca de dos camellos de la zona, ninguno de los cuales tiene una coartada.
Por una vez, y para diversión de los demás inspectores, Edgerton llega cada día a la oficina muy temprano, y coge las llaves de un Cavalier. Luego desaparece en Baltimore Oeste. Casi todas las tardes Edgerton sigue trabajando hasta que llega el cambio de turno, y no regresa hasta bien entrada la noche. Algunos días, Nolan está con él otros trabaja solo. En el resto de la brigada, nadie sabe dónde está cuando sale. En la calle, y sin compañero, Edgerton puede ser más efectivo que la mejor y más compenetrada pareja de policías. Entiende las ventajas de trabajar en solitario; los que le critican, no. Hay inspectores en la unidad de homicidios que jamás pondrían el pie en el gueto sin un compañero, y que siempre buscan pareja cuando se trata de ir a husmear en Baltimore Oeste.
—¿Quieres compañía? —se preguntan rutinariamente los policías. Y en aquellas raras ocasiones, cuando un inspector se dirige a las barriadas pobres solo, siempre le advierten:
—Cuidado, amigo, que no te tumben.
Desde fuera, Edgerton comprende que la camaradería de la unidad es una muleta en la que apoyarse. La mayor parte de las veces, Edgerton se adentra en los vecindarios de bloques más peligrosos y encuentra testigos; igualmente, la mayor parte de las veces, los demás inspectores que avanzan por las mismas calles de dos en dos salen con las manos vacías. Edgerton aprendió hace mucho que hasta el testigo mas dispuesto a cooperar se sincerará con más facilidad con un policía en lugar de dos. Y tres inspectores se parecen mucho a un escuadrón antidisturbios a ojos de un testigo reticente. La verdad, pura y simple, es que la mejor manera de que un policía resuelva un caso es patearse la calle solo y encontrar un testigo.
Los mejores inspectores entienden esta regla no escrita del trabajo policial: a menudo, Worden obtiene mejores resultados cuando esta solo en su Cavalier, conduciendo tranquilamente por el barrio y hablando con la gente que se metía en sus casas al avistar a la delegación compuesta por Worden, James y Brown. Pero hay inspectores en la unidad que sienten verdadero temor ante la idea de salir solos a la calle.
Edgerton no tiene ese problema; lleva su actitud como si fuera un escudo. Hace dos meses, estaba en Edmonson con Payson investigando un crimen por drogas y, sin pensarlo dos veces, se alejó de la escena del crimen y recorrió el peor tramo de la avenida Edmonson a solas, pasando en medio de un grupo de camellos de esquina como si fuera Charlton Heston en la Universal. Buscaba testigos o, por lo menos, alguien que quisiera susurrar en el oído de un poli la verdad de lo que había pasado en la calle Payson, una hora antes. En lugar de eso, unas cincuenta caras negras le miraron mal, en un silencio furioso.
Y sin embargo, siguió adelante, aparentemente ajeno a la hostilidad que lo rodeaba, hasta que en la esquina de Edmonson y Brice vio a un chico, de catorce o quince años, dándole una bolsa de papel a otro muchacho mayor que echó a correr al otro lado del bloque. Para Edgerton, era una ocasión de oro. Delante de todos los que estaban en la calle, cogió al chico del hombro y lo arrastró hasta el Cavalier, aparcado en la otra esquina y lo interrogó acerca del asesinato.
Un agente de uniforme de la zona oeste, que observaba la escena del crimen a dos manzanas de distancia, le aconsejó prudencia:
—No debería haber ido solo a esa calle —le dijo a Edgerton—. ¿Y si se hubiera liado una buena?
A lo cual Edgerton sólo pudo sacudir la cabeza.
—Lo digo en serio, hombre —insistió el agente—. Nuestra pistola sólo tiene seis balas.
—Y yo ni siquiera tenía eso —se ríe Edgerton—. Me olvidé el arma.
—¿¿¿Qué???
—Pues sí, me la dejé encima de la mesa.
Un policía en Edmonson y Brice sin pistola. Los agentes de la zona oeste estaban boquiabiertos. A Edgerton no le importaba.
—Este trabajo —les dijo— es actitud en un 90 por ciento.
Ahora, en el caso de Andrea Perry, Edgerton vuelve a otro barrio de Baltimore Oeste, y se mezcla con los nativos como pocos policías pueden hacer. Habla con los ocupantes de todas las casas adosadas que dan a su callejón, charla con los tipos que se pasan horas en los bares y en las esquinas. Trabaja desde la parada de autobús hasta la casa de la victima en la calle Fayette, y comprueba cada residencia en busca de un testigo que pudiera haber visto a la niña acompañada de un adulto. Cuando el esfuerzo se revela infructuoso, empieza a contrastar las denuncias por ataques sexuales de los distritos Oeste y Sur.
De hecho, Edgerton, muy al principio de la investigación, se preocupa de llamar personalmente a los responsables de las unidades operativas de los distritos Sur, Suroeste y Oeste para informarles del caso. Les dice que busquen a cualquier individuo implicado en actividad sexuales con niñas, o que tenga alguna relación con el robo de un arma del calibre .32. Pide que le avisen si les llega información remotamente relacionada con el caso. Eso también es distinto de lo sucedido con el caso de Latonya Wallace, en el que convocaron a los responsables de distrito a la central para que ayudaran en la investigación. Para esta niña, Edgerton decide que los distritos no irán a la central, sino que esta irá a los distritos.
Sólo en una ocasión, el día después del descubrimiento del cadáver hay señales del esfuerzo común que normalmente va de la mano en un caso de bola roja, y es Nolan quien lo impulsa. Para guardar las apariencias, les pide a McAllister, Kincaid y Bowman que colaboren durante un día para peinar mejor la zona.
Cuando revisan el expediente, algunos inspectores de la brigada se preguntan en voz alta por qué Edgerton no siguió la pista de la llamada anónima de inmediato. Al menos, dicen, podría ir a buscar a la mujer que el tipo acusó de salir corriendo del callejón para interrogarla.
—Es lo último que quiero hacer—dice Edgerton, explicándole su estrategia a Nolan—. Si la traemos aquí, ¿qué le digo? Sólo tengo una pregunta que hacerle, y después me quedo seco. No tengo nada.
En opinión de Edgerton, es un error que muchos inspectores cometen demasiado a menudo: lo mismo sucedió con el Pescadero en el caso de Latonya Wallace. Detienes a un tipo, le llevas a la sala de interrogatorios sin munición de verdad y sale una hora después, más confiado que antes. Y si tenías la menor información de utilidad, la has echado a perder, y lo único que has logrado es que sea más difícil intimidarlo y conseguir una confesión cuando vuelve por segunda vez.